Por Adrián Paenza | 22 FEB 12

Sin palabras

Los números componen el lenguaje universal.

Independientemente del idioma que se hable, en cualquiera de los países occidentales hay símbolos que permanecen invariantes: los números. El número 9 se escribe igual en España que en Inglaterra y lo mismo sucede en Italia, Alemania, Francia, Croacia u Holanda, aunque en todos esos países el idioma oficial sea diferente. Hasta los chinos están produciendo su adaptación.

Por otro lado, hay otros símbolos que no se modifican con el idioma, y son aquellos que sirven para notar las operaciones aritméticas (que indican suma, resta, multiplicación y división, (+, -, ., /). Son los mismos en Brasil que en Bélgica pero también en Noruega, Grecia, Colombia, Irlanda, Panamá y Luxemburgo. Sin embargo, este grado de universalidad lo tenemos tan incorporado que parece totalmente natural. Y quizás lo sea.

También hay algunas palabras o expresiones que son invariantes ante el cambio de idioma: taxi, banana, OK, mamá y papá (ambas con o sin acento), sauna, enigma, TV, radio, whisky, radar, por poner algunos ejemplos, se usan indistintamente en muchísimos países de Occidente.

Pero, además de los números, símbolos aritméticos y algunas palabras que cruzan culturas e historias hay otro grupo de “comunicadores” que no distinguen barreras culturales ni idiomáticas y mucho menos históricas. Me refiero a un lenguaje sin palabras, pero que todo el mundo entiende.

En cualquier país del mundo, la disposición de las luces en los semáforos permanece invariante: rojo, amarillo y verde. Y la disposición geométrica es la misma: rojo arriba, amarillo en el medio y verde abajo. Es curioso que el mundo se hubiera puesto de acuerdo en algo que uno toma como una obviedad, pero en realidad no lo es.

Vayamos por otro lado y le sugiero que piense conmigo: debe haber habido un momento en el que apareció el primer teléfono. Alexander Graham debe haberse preguntado: “¿Cómo hago para que cuando haya una llamada entrante, la persona dueña del teléfono lo pueda advertir?”. Y la respuesta fue la conocida: ¡hacer sonar un timbre! Lo notable de esto es que ese timbre, ese sonido inconfundible, nos acompañó hasta hace muy poco tiempo. Los teléfonos sonaban todos igual, en las películas, en la radio y en cualquier parte del mundo y se transformaron entonces en un sonido reconocible que no necesita de la palabra hablada para comunicar. No hace falta que alguien diga: “El teléfono está sonando, atendé”. El sonido típico es el mensajero. Sin embargo, desde hace una década las formas de comunicar comenzaron a variar: ahora el tañido de una campana o de un timbre fue reemplazado por breves segmentos musicales. Más aún: es posible asignar un sonido diferente a cada persona que llama y, eventualmente, una foto o incluso un video. El lenguaje sin palabras en todo su esplendor.

Pero el teléfono provee otros ejemplos: históricamente, al levantar el tubo para “discar” (¿por qué seguimos hablando de discar una llamada cuando los teléfonos no tienen más discos rotativos y todo se hace a través de un teclado?) aparecía un tono. Ese era el indicador de que el teléfono estaba operativo. Esa era otra señal: el teléfono tenía línea, andaba. Hoy, los celulares no tienen tono de discado. Uno aprieta los números que quiere, pulsa otra tecla y listo.

¿Y los contestadores telefónicos? También fueron un avance, pero la luz titilante indicó siempre que había mensajes en espera. Hoy, con los sistemas más modernos, uno puede saber antes de atender quién es el que llama porque el número y/o el nombre aparece en el display. Pero eso requiere de palabras, en cambio el sonido distinto indica quién marcó del otro lado sin la necesidad de usar el lenguaje clásico. Y además está el llamado en espera que uno advierte por un sonido que se produce en la línea interrumpiendo brevemente su conversación. Otro mensaje que no necesita de palabras.

Otro ejemplo de la vida cotidiana: cuando usted se prepara para tomar un ascensor, se para frente a la puerta y aprieta un botón. Ese botón se ilumina, se enciende. Ese es también otro indicador. El ascensor le está diciendo: “Ya sé que me llamaste. Ahora esperá, ya voy”. Y encima, uno observa lucecitas en un tablero superior que indican el piso en el que está el ascensor y, además, si está subiendo o bajando o si está quieto. Lo mismo sucede cuando uno ya está dentro del ascensor y presiona el número al que quiere ir: se enciende una luz que indica que el mensaje fue tomado y comprendido. Más aún: cuando eso no sucede, si la luz no se enciende, eso podría sugerir que el ascensor no entendió. Uno está más preparado a pensar eso, que a suponer que la luz no funciona.

 

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