El contacto con el paciente, la proximidad con la persona sufriente es para mí el instante sublime de la medicina, la razón de ser de practicarla.
Cada paciente es único y es un experto en su propia vida. La práctica de nuestro arte nos permite conocer la intimidad de una persona sin las máscaras con que nos presentamos a los demás.
Nos permite ver la trama que se ha tejido entre lo biológico: molecular, celular, tisular, orgánico, corporal y lo biográfico: edades, transcursos vitales, experiencias, aventuras y desventuras que hacen a nuestro paciente original.
Esto es lo que hace interesante a nuestro arte, poder conocer personas a las que trataremos de curar, aliviar o acompañar en sus padecimientos.
Para eso somos médicos y para eso servimos. Sin embargo, eso, que es tan simple, está en crisis.
No sé cuál será tu experiencia, pero la mía y la de varios de mis coetáneos es que los médicos han dejado de examinar a los pacientes, a lo más realizan de un modo mecánico algunas determinaciones o examinan superficialmente un órgano.
Coincidentemente hay una crisis de confianza notable entre médicos y pacientes que ha erosionado la relación entre ambos.
Tendemos a explicar esa crisis como una consecuencia de la modernidad: 1. Hoy tenemos relaciones más fluidas entre nosotros, en nuestra intimidad y con la realidad (Bauman)1. 2. Disponemos de mayor autonomía y hemos desterrado la relación paternalística del pasado (Gracia Guillén)2,3. 3. Se ha democratizado el acceso al conocimiento y pronto, gracias a la inteligencia artificial, cualquiera podrá disponer del conocimiento del mundo en segundos, solo hay que saber formular la pregunta adecuada (Hoffman)4–6. |
En el discurso moderno, los médicos se han hecho innecesarios, cuando no un obstáculo a vencer, pues los métodos complementarios de diagnóstico modernos pueden dar respuesta a nuestros riesgos para la salud, la aparición de dolencias, el curso de nuestras afecciones y la terapéutica adecuada de nuestras enfermedades.
La realidad es que toda esta descripción es un despliegue de respuestas, forma parte de una cacofonía que ha existido siempre y la utopía de una medicina sin médicos dista mucho de ser moderna.
La pregunta que debemos formularnos es ¿por qué ahora son más escuchadas que antes? Por qué el horóscopo genético es más creíble que el astrológico; por qué la lesión es más importante que la persona y por qué una terapéutica fantasiosa es más creíble que una realista.
Yo estoy convencido, como médico, que el mayor bien que podemos darle a un paciente es nuestro tiempo. Que la mejor prevención y la mejor terapéutica que podemos darle a un paciente es nuestro tiempo. Solo así podemos tratar de restaurar la confianza, pues la confianza se basa en el conocimiento y el conocimiento requiere de tiempo.
Mi pregunta entonces es si la crisis de confianza no es sino una crisis de la falta de tiempo que damos a nuestros enfermos.
La falta de tiempo de las consultas tiene varias explicaciones, todas insuficientes.
En primer lugar, el eficientismo. La administración del tiempo de la consulta se fundamenta en la idea que la consulta tiene un solo objetivo: el diagnóstico, y una sola finalidad: la terapéutica. Lo ideal es que dure el menor tiempo posible. La consulta óptima sería con toda la enfermedad desplegada: el paciente desnudo, los estudios proyectados, el laboratorio resaltando sus valores anormales y la biopsia tomada. El médico debería entrar unos minutos y seleccionar en la pantalla del ordenador el protocolo más eficaz. Ni hablar. Entra y hace clic.
Eficientismo y Procusto se dan la mano. El administrador eficientista piensa: “en minutos, qué en minutos, diría en segundos, adaptamos el paciente a lo que indica la biología molecular y cada uno en su lecho descansa plácidamente hasta que las Parcas se apiaden”.
En segundo lugar, la inexperiencia. Cuanto más inexperto sea el médico, más creerá que todos los pacientes se comportan de la misma manera. Más creerá que la evidencia es superior a la experiencia y que los valores del paciente son una manera poética de pensar qué es lo mejor para el otro. A medida que transcurre el tiempo, aquellos médicos que miran la realidad con ojo crítico, es decir, juzgando lo que es cierto y valioso para aprender de ello, descubren con frecuencia que los pacientes frecuentemente están “off side” de las guías y las reglas (Agrest)7.
En tercer lugar, la falta de confianza en sí mismos. Hemos delegado nuestra capacidad de observar, percibir y elucubrar. Lo que no detectan los estudios complementarios, no lo detectamos. Lo que no percibimos a través de los aparatos, no lo registramos. ¿Para qué vamos a pensar si podemos equivocarnos? Mejor seguir los protocolos, las reglas, las recomendaciones, lo que dicen las etiquetas de los remedios. Nos defenderemos mejor si obramos con sumisión.
No sé cómo funciona en otras especialidades, yo sólo sé oncología (y poco), pero a lo largo de los últimos cincuenta años ciertamente hemos aprendido cómo tratar mejor a los tumores y peor a las personas. Muchos pacientes consultan para obtener una segunda opinión, no porque fueran mal tratados, sino porque han sido maltratados.
Al mismo tiempo, cada vez más médicos jóvenes sufren burnout o dejan la medicina y me pregunto si ambos fenómenos no están relacionados, si no maltratan a los pacientes con soberbia, falta de amabilidad o descortesía, porque a su vez son médicos que han sufrido malos tratos por sus docentes, sus autoridades o sus pares.
Me parece que uno de los caminos para resolver, en parte, esa crisis de confianza, es recuperar la alegría de ser médicos al servicio de una persona enferma y eso supone revalorar nuestro tiempo y nuestro rol8–10.
En las consultas con mis pacientes, sobre todo las de primera vez, yo actúo en tres movimientos: 1. El primero es indagar cómo se ha desarrollado la enfermedad, qué es lo que el paciente piensa o sabe de su situación y qué desea llevarse de esta consulta. Todas sus respuestas las escribo; independientemente de que tenga una historia clínica electrónica, sigo usando una tablilla con papel y una estilográfica para volcar las ideas principales de lo que me dice el enfermo. Lo dejo hablar y si está con su familia los dejo escuchar, todo lo que dice, el modo en que lo dice, la secuencia que emplea, los silencios y los circunloquios con los que rodea a una idea difícil, las metáforas que emplea. 2. En el segundo es indagar sobre su vida, hasta cuándo estuvo sin síntomas o sufrimientos, dónde vivía, con quiénes convivía, qué hacía, qué le gustaba, qué disfrutaba, si está casado cuánto tiempo llevan juntos, si cocinaba, de qué manera hacía determinado plato, si era marino cómo eran sus aventuras, si ingeniero de qué manera calculaba las estructuras y si arquitecto cuál de los grandes admiraba más, si médico quién había sido su maestro y cómo era su trabajo, en fin, cómo había sido su vida. 3. En el tercero, luego una media hora de diálogo, resumo todo lo que he comprendido para que me corrija si me equivoco en algo, formulo cuáles son sus objetivos para esta consulta para ver si agrega algo y lo invito a quitarse la ropa mientras me lavo las manos para examinarlo físicamente en la camilla. Luego de examinarlo veo los estudios que trae y si algo me llama la atención repito el examen clínico en la zona que me pasó desapercibida. A medida que le voy examinando, voy explicando lo que encuentro. |
Siempre empiezo por los pies y termino en la cabeza y voy de la superficie a la profundidad. De la inspección a la auscultación. Me tomo todo el tiempo necesario y usualmente me lleva quince minutos.
El momento del examen físico es un momento de silencio. En ese lapso en el cual mi atención está puesta en el cuerpo de mi paciente y sus reacciones al tacto y a las preguntas que le formulo, voy en forma paralela construyendo las respuestas posibles que desea llevarse de la consulta.
Es al mismo tiempo un ritual que forma parte de una liturgia ensayada muchos años y un instante de clarificación de ideas.
Luego, al finalizar, me retiro a lavarme las manos y le pido que se vista, para que pueda responder a lo que desee.
En nuestro encuentro, luego de haber escuchado y examinado al paciente, y luego de haber evaluado las imágenes o laboratorios que trae, le respondo de un modo prudente, honesto y afectuoso, a lo que desea saber. Prudente significa pensar antes de hablar. Honesto significa decir lo que se piensa. Afectuoso significa sentir lo que se dice. Todo se puede decir, pero no de cualquier manera. Esta forma de actuar me ha brindado satisfacción profesional y serenidad existencial.
Nuestros datos son menores de los que maneja cualquier sistema de inteligencia artificial; nuestros sentidos tienen menos resolución que cualquier imagen o laboratorio; nuestra experiencia debería permitirnos distinguir dato de ruido, realidad de fantasía y conocimiento de sabiduría; asociado a lo anterior deberíamos esforzarnos por conocer a nuestro paciente, a la persona e historia de nuestro paciente, a lo que lo hace verdaderamente único, porque solo así seremos verdaderamente médicos para él y entonces podremos ayudarle.
Notas
1. Dawes S. The Role of the Intellectual in Liquid Modernity: An Interview with Zygmunt Bauman. Theory Cult Soc. 2011;28(3). doi:10.1177/0263276411398922
2. Gracia Diego. Etica de Los Confines de La Vida. Editorial El Búho; 1998.
3. Gracia Diego. Bioética Clínica. El Buho; 1998.
4. Hoffman R, Casnocha B, Yeh C, et al. A New Model for Careers: Interaction. Harv Bus Rev. 2013;91(9).
5. Lemann N. The Network Man. The New Yorker. 2015;91(31).
6. Ignatius A. LinkedIn Co-Founder Reid Hoffman on Innovating for an Uncertain Future. Harvard Business School. Published online 2022.
7. Agrest A. Ser-Medico-Ayer-y-Hoy.
8. Gil Deza E. Improving Clinical Communication. Springer International Publishing; 2024. doi:10.1007/978-3-031-62446-9
9. Gil Deza. E. Verdad vs. Veredicto. Editorial Macchi; 2000.
10. Gil Deza E. Del Cáncer y Sus Demonios. Primera edición. Autoría; 2019.
![]() |
Ernesto Gil Deza Médico Oncólogo |