La evaluación empírica de los tratamientos, sean psicológicos o de otro tipo, se ha convertido en una necesidad que tiene sus principales causas en razones deontológicas, profesionales, científicas, económicas y, en último término, políticas. Los críticos a este tipo de valoración aducen, entre otras razones, que la psicoterapia es una actividad que no puede sujetarse a un procedimiento evaluativo que es ajeno a su naturaleza, y que no tiene en cuenta la complejidad de la persona y de la relación terapéutica. Para estos autores, las variables inespecíficas son más importantes que las técnicas, lo que ha llevado a sostener la equivalencia de eficacia entre las distintas psicoterapias (lo que se ha llamado "veredicto del pájaro Dodo, según el cual todas ganan y todas tienen premios). Sin embargo, a pesar de los inconvenientes, la evaluación empírica de los tratamientos es necesaria y es posible y, de hecho, se está abriendo paso, siendo las guías de tratamiento su principal exponente. En este artículo se analizan las principales características de los estudios de eficacia y efectividad y se aboga por la complementariedad de ambas aproximaciones a la evaluación empírica. Por último, se discuten los pros y contras de las guías de tratamiento.
Algunas razones a favor
Desde la publicación por Eysenck (1952) de su artículo sobre los efectos de la Psicoterapia hasta nuestros días, el interés por evaluar empíricamente la eficacia de los procedimientos psicoterapéuticos no ha hecho más que crecer. El auge que ha tomado está temática desde los años 90 presenta causas remotas y cercanas, según vengan determinadas por la propia naturaleza de las cosas o bien por factores coyunturales, aunque no pasajeros, de gran importancia.
Entre las causas remotas, pueden mencionarse dos. La primera se refiere a la naturaleza de la Psicología Clínica, tal y como es concebida por las asociaciones profesionales de psicólogos de más relieve. Tanto la APA - American Psychological Association - (modelo Boulder), como el COP - Colegio Oficial de Psicólogos - (COP, 1998) entienden el ejercicio de la Psicología Clínica como una actividad científico-profesional. Esto quiere decir que el psicólogo debe desarrollar una tarea que requiere tanto de un acercamiento científico - sometido, por lo tanto, a los estándares que en cada momento marquen las ciencias que sustentan su práctica -, como de perspectiva profesional - en la medida en que sólo a través de la práctica se puede aprender y perfeccionar el saber clínico. Esta postura demanda la aceptación de una constante crítica de sus habilidades y recursos profesionales, desarrollada siempre mediante las herramientas metodológicas y conceptuales que establezca, en cada momento, el estado del arte en la ciencia y en la profesión. Sin embargo, la realidad no se acomoda fielmente a estas premisas.
Hay una gran cantidad de teorías y modelos que se utilizan en la clínica que no tienen un apoyo en pruebas empíricas (Garb, 2000; Beutler, 2000). Así, por ejemplo, Beutler (2000) se refiere a los procedimientos terapéuticos que han sido empleados para recuperar recuerdos de abuso sexual y Garb (2000) al uso de determinados tipos de instrumentos de evaluación, como los tests proyectivos, que no gozan, en su mayoría, de suficiente apoyo científico (validez y fiabilidad inadecuadas). En lo que se refiere a este último caso, la experiencia española es significativa, basta ver que los tests proyectivos ocupan un cuarto lugar en la lista de los tests más utilizados por los psicólogos en España (Muñiz Fernández & Fernández Hermida, 2000). Norcross (2000), por su parte, cita una investigación llevada a cabo en 1983, en la que se preguntaba a los clínicos las razones por las que habían elegido una orientación psicoterapéutica con un perfil teórico determinado. Los resultados apuntaron a que las causas principales eran personales (p.ej.: la eligieron porque era la orientación de su propio terapeuta / profesor) mientras que apenas nadie estableció un vínculo importante entre su elección y los resultados de la investigación (Norcross & Prochaska, 1983).
Las formulaciones deontológicas de las organizaciones de psicólogos corren parejas de sus posiciones conceptuales frente a la Psicología Clínica, estableciendo un vínculo entre ciencia y profesión. Así, en palabras del propio código ético de la APA (APA, 1992):
«1.05. Mantenimiento de la capacidad profesional. Los Psicólogos que realizan evaluación, terapia, formación, asesoramiento organizacional u otras actividades profesionales mantendrán un nivel razonable de conocimiento de la información científica y profesional en los campos de su actividad y llevarán a cabo los esfuerzos necesarios para mantener su competencia en las habilidades que usen. 1.06. Bases para los juicios científicos y profesionales. Los psicólogos se basarán en el conocimiento científico y profesional cuando formulen juicios científicos o profesionales o cuando estén implicados en tareas académicas o profesionales»
Por su parte, el propio Código Deontológico del COP (COP, 1993), dice en su artículo 18:
«Sin perjuicio de la legítima diversidad de teorías, escuelas y métodos, el/la Psicólogo/a no utilizará medios o procedimientos que no se hallen suficientemente contrastados, dentro de los límites del conocimiento científico vigente. En el caso de investigaciones para poner a prueba técnicas o instrumentos nuevos, todavía no contrastados, lo hará saber así a sus clientes antes de su utilización.»
Una consecuencia derivada de estas normas deontológicas es la necesidad de establecer claramente cuáles son las prácticas profesionales que tienen valor o respaldo científico y cuáles no. Dicho de otra manera, resulta imprescindible distinguir la buena de la mala práctica profesional. Los procedimientos tradicionales para encuadrar a una técnica terapéutica dentro de la «buena práctica profesional» se basan en el respaldo que dicha técnica tenga en la comunidad profesional (Beutler, 2000). Sin embargo, la popularidad de un procedimiento o su sustento por razones ajenas al razonamiento científico (comodidad, familiaridad, etc.) no son razones que se puedan aducir en su defensa, de acuerdo con lo que dicen los preceptos deontológicos que se han mencionado anteriormente. Parece por lo tanto necesario que se proceda al análisis de su eficacia o efectividad, de acuerdo con procedimientos empíricos nacidos dentro de la lógica científica, con el fin de que los terapeutas tengan puntos claros de referencia. No sobra decir que este tipo de evaluaciones con fundamento científico, que gozan de respaldo por parte de los organismos profesionales, tendrá, además, consecuencias evidentes en las demandas (ante las organizaciones o ante los tribunales) por mala práctica que se puedan seguir contra los profesionales.
Las causas más cercanas del interés por la evaluación de la eficacia terapéutica pueden clasificarse en tres grandes factores. El primero hace referencia a la evolución de la ciencia psicológica, y más concretamente de la psicopatología, el diagnóstico psicológico y la psicoterapia, desde mediados del siglo pasado hasta nuestros días. El artículo de Eysenck fue el primer aldabonazo de un modelo emergente de psicoterapia (terapia de conducta) que estaba empezando a desarrollarse en aquel momento, al calor del avance de la Psicología científica, basada principalmente en la Psicología del Aprendizaje, que era más asequible a la indagación científica sobre su eficacia que el modelo psicodinámico, enfoque predominante hasta entonces. El persistente hallazgo de Eysenck de que las terapias psicodinámicas no funcionaban mejor que la remisión espontánea en las neurosis, estuvo asociado con el reconocimiento del potencial que encerraba la naciente terapia de conducta, sobre todo por su adecuación a la contrastación empírica y porque brindaba mejores resultados que sus competidoras (Nathan & Gorman, 1998). En relación con este aspecto de la inadecuación de las terapias humanistas y psicodinámicas a los procedimientos principales de evaluación empírica, hay algunos autores (Bohart, O’Hara & Leitner, 1998; Messer, 2000) que denuncian la baja representación de este tipo de terapias en las guías, proponiendo nuevos objetivos (p.ej.: calidad y significado de la vida, o procesos en vez de resultados) y métodos de evaluación (análisis de caso frente a análisis de grupo) como remedio para cambiar la situación.
Un segundo factor viene dado por el incesante desarrollo de los tratamientos psicofarmacológicos en dura competencia con los tratamientos psicoterapéuticos, un hecho que ha forzado la investigación sobre la eficacia y la efectividad de estos últimos tratamientos (Task Force, 1995). Alguna parte de esta polémica se apunta en algunos de los trabajos que se recogen en este monográfico, pero hay que señalar que ésta no es una discusión sólo de carácter científico. La aparición de los psicofármacos ha alineado a gran parte de la Psiquiatría en el bando de la psiquiatría biológica, dejando el terreno psico-social en manos de los psicólogos. La intervención psicoterapéutica que, en la época que escribió Eysenck su artículo, estaba trufada de psicoanálisis, mayoritariamente en manos de psiquiatras y dirigida a clientes ricos, ha cambiado notablemente en la actualidad. Hoy, hay miles de psicólogos clínicos que manejan como único arsenal terapéutico las intervenciones psicológicas, que dirigen sus intervenciones a capas sociales cada vez más amplias y que reciben sus emolumentos de las compañías privadas o de los recursos estatales que cubren los gastos de los sistemas sanitarios. La utilización de los estudios de eficacia y efectividad de los fármacos en relación con la psicoterapia en los trastornos mentales tiene, por lo tanto, repercusiones gremiales y comerciales evidentes por cuanto ambos tipos de intervención están operadas, de facto, por gremios diferentes y compiten por recursos económicos limitados destinados a un mismo fin.
El tercer gran factor ha sido el acceso creciente de los ciudadanos de los países avanzados a los servicios sanitarios, junto con la necesaria contención del gasto por parte de los pagadores sean éstos públicos o privados. Efectivamente, la aparición de terceros pagadores entre el psicoterapeuta y el cliente ha acentuado el interés por conocer cuáles son las intervenciones más eficaces que proporcionen, por lo tanto, el máximo de beneficio al paciente, con el mínimo de gasto para el que paga (Barlow, 1996). Esta batalla no se circunscribe, obviamente, al campo de la psicoterapia. Es un hecho bien conocido que su principal campo de maniobras se encuentra en la demanda de servicios médicos y farmacológicos, que parecen encaminados a estrangular las capacidades financieras de cualquier sistema que no intente controlar el gasto.
Algunas razones en contra
A pesar de que existe un consenso creciente sobre la necesidad de poner a prueba la utilidad de las intervenciones psicológicas y de establecer las guías de consenso sobre las intervenciones con respaldo empírico, existen algunos autores que, sin mucho éxito, pero no sin alguna razón, siguen manteniendo una posición diametralmente opuesta a esta corriente general. Las razones que se aducen son básicamente tres.
La primera razón sería la resistencia de los clínicos al cambio, un argumento de naturaleza básicamente psicológica. Hay una tradición firmemente consolidada de dar preeminencia a la observación y al juicio clínico frente al conocimiento surgido del método científico (Elliot & Morrow-Bradley, 1994). Para Garb (2000), los clínicos no prestan atención a la investigación empírica cuando los descubrimientos contradicen su propia experiencia clínica. Esta tendencia es tan marcada, que los clínicos están poco habituados a ejercer una disciplina metodológica sobre sus propias observaciones, por lo que no es infrecuente que cometan errores cuando intentan aprender de sus propias experiencias (Garb, 1998; Garb, 2000). Además, habría otros dos motivos para esta resistencia. No es tarea fácil aprender un gran número de intervenciones diferentes, muchas veces basadas en supuestos distintos, para las diversas patologías, lo que contrasta con la situación actual en la que un mismo enfoque es utilizado una y otra vez, sin que existan variaciones que puedan considerarse sustanciales. Otro motivo vendría determinado por la preservación de la autoestima y la reducción de la disonancia en el propio clínico. Puede ser duro tomar conciencia de que se ha estado haciendo algo cuya utilidad real ha sido puesto en tela de juicio, por lo que una manera simple de eludir el problema consiste en desvalorizar la comprobación empírica de la eficacia de la terapia.
La segunda razón es que los tratamientos psicoterapéuticos no pueden ser concebidos como tratamientos médicos «sensu strictu», ya que no buscan resultados y objetivos concretos, sino modificaciones de la persona de «amplio espectro» que no siempre pueden ser detectadas por el terapeuta, al menos en el corto plazo. Además, las estrategias de validación empírica refuerzan la idea «medicalizadora» de la psicoterapia, con lo que constituyen una amenaza para la predominancia profesional del psicólogo en este campo (Goldfried & Wolfe, 1998).
Siguiendo el hilo de este razonamiento, la tercera razón afirma que la metodología científica usada para la evaluación empírica de los tratamientos psicológicos es totalmente inadecuada para ese fin, ya que su propia naturaleza la encamina a la búsqueda de leyes universales de equiparación entre síntomas - trastornos y técnicas psicoterapéuticas, en las que la persona tiene poca o nula influencia. Una exacerbación de este argumento se encontraría en aquéllos que, basándose en las condiciones de los estudios de eficacia y de efectividad, invalidan los resultados referentes a las psicoterapias. Efectivamente, los estudios empíricos de los tratamientos tienen una serie de requisitos que pueden parecer insuperables desde la perspectiva humanista. Schneider (1998), en un extenso artículo en defensa de lo que él denomina «las terapias románticas», carga contra la metodología «positivista» seguida en la evaluación de los tratamientos y enumera los males que se derivan de su aplicación. Para este autor, la investigación experimental puede aportar datos significativos relacionados con la reducción de los síntomas, pero deja de lado aspectos tan importantes como el impacto que tiene esa mejoría en las capacidades más personales, como son la capacidad de amar o ser amado, usar la imaginación, innovar o vivir en un entorno más culturalmente más enriquecedor. Y éste olvido es tanto más importante cuánto, en diversas encuestas de opinión, lo que realmente valoran los ciudadanos no es el grado de adaptación o ajuste a su entorno, sino su renovado sentido de comunidad, el revival de los valores espirituales y una vida con significado social. Frente a esto, una simple valoración de los síntomas, tal y como se recogen en los sistemas diagnósticos, parece un criterio muy pobre.
En esa estela teórica de negar utilidad al enfoque actual de evaluación de tratamientos, pero desde una perspectiva diferente, se mueve otro argumento de gran calado que se puede resumir en la siguiente frase: lo importante son los principios que guían las decisiones y no la equiparación entre problema y técnicas (Beutler, 2000). Desde esta posición, se postula que una evaluación, tal y como se lleva a cabo actualmente, conduce a unas guías o listas de tratamientos soportados empíricamente que se pueden convertir en extensos recetarios inabarcables para los clínicos normales, convirtiéndose de facto en rígidos protocolos de actuación que no tienen en cuenta ni la extrema variabilidad de la patología y las necesidades de los clientes ni las disposiciones creativas imprescindibles para todo buen clínico. Concretamente, en lo que se refiere al clínico, se ha argumentado (Crists-Christoph & Mintz, 1991), que dejar fuera esta variable supone la exclusión del factor que más varianza del resultado explica, por encima de la técnica terapéutica. Además, la perspectiva de que para cada problema psicopatológico exista un tratamiento específico indicado, choca con la natural predisposición de los clínicos a manejar los tratamientos que se muevan en orientaciones teóricas de su elección, para las que han sido entrenados y en donde han desarrollado sus habilidades. La solución se encontraría en encontrar un serie de principios trans-teóricos (aplicables a cualquier técnica de cualquier orientación teórica) que orienten la intervención terapéutica. Estos principios deberían ser reconocidos y validados empíricamente y su aplicación estaría en función de unas características pre-definidas que habría que identificar en el cliente o en su demanda. Una formulación que se mueve en esa dirección es el modelo transteórico de Prochaska y DiClemente (1982).
Hay un hecho empírico que parece corroborar indirectamente estas objeciones a los estudios de evaluación de las intervenciones psicoterapéuticas. En diversas investigaciones (Kopta, Lueger, Saunders & Howard, 1999; Wampold, Mondin, Moody, Stich, Benson & Ahn, 1997), llevadas a cabo mediante la metodología meta-analítica, se ha venido a establecer la imposibilidad de demostrar la superioridad de unas intervenciones psicoterapéuticas sobre otras. Este efecto, que ha tomado la denominación de «veredicto del pájaro Dodo», en razón del personaje de Alicia en el País de las Maravillas que proclamó la sentencia de «Todos han ganado y todos tienen premios», está sujeto a una fuerte controversia que no parece tener fin. Por una parte, los defensores de los estudios meta-analíticos consideran que las pruebas de la igualdad de las técnicas en su potencia terapéutica son abrumadoras. Por otra parte, los detractores (Crits-Christoph, 1997), observan múltiples defectos metodológicos y de concepto que impiden que las conclusiones sean tan robustas como se pretende. Además, los estudios pormenorizados del «veredicto del pájaro Dodo» afirman que no es homogéneo para todas las categorías diagnósticas (Chambless & Ollendick, 2001).
Estas críticas no están exentas de fundamento y sirven para marcar los límites de nuestras afirmaciones y pulir nuestros conceptos y métodos. Es posible que los supuestos que subyacen a las guías de «tratamientos empíricamente apoyados», que equiparan técnicas con trastornos, no sean los mejores cimientos para una indagación rigurosa de la utilidad relativa de las psicoterapias. En este sentido, algunos autores (Beutler, 2000; Garfield, 1998) apoyan una evaluación desde una perspectiva diferente, que tenga en cuenta más a la persona y al terapeuta, que se centre menos en el nosología clásica psicopatológica y más en los procesos psicológicos que están implicado en el cambio terapéutico. Sin embargo, aunque la propuesta es sugerente aun debe formalizarse como auténtica alternativa. Mientras tanto, no es posible compatibilizar una visión científico - profesional de la Psicología Clínica con un acercamiento a la psicoterapia exento de control en las intervenciones, bien porque se considere que la naturaleza humana es inconmensurable, bien porque se piense que la psicoterapia no puede sujetarse a la supervisión empírica, dada la complejidad del objeto que aborda. Desde lo supuestos previos de una práctica científico profesional, debe existir un mecanismo, ajeno a las reglas del mercado terapéutico (no todo lo que se vende es útil), que permita decidir entre lo válido y lo inválido, entre lo útil y lo inútil. Lo demás son ganas de eludir la crítica para situarnos en el plano de lo incontestable, de la religión o del engaño.
Así pues, dejando de lado la enmienda a la totalidad y tomando nota de los aspectos críticos (criticables) del actual sistema de evaluación y difusión de tratamientos eficaces (apoyados empíricamente), puede ser de gran interés repasar dos de los principales focos en los que se centran los estudios que evalúan las prácticas psicoterapéuticas. Uno de los más candentes es el que hace referencia a las ventajas e inconvenientes asociados a los estudios de eficacia y efectividad y a la necesidad o no de combinar ambos procedimientos de valoración. El otro es la existencia misma de las guías de tratamiento.
Eficacia y efectividad
Los tratamientos psicoterapéuticos pueden ser valorados empíricamente desde, al menos, dos perspectivas diferentes (dejamos a un lado la eficiencia en este momento). Una primera perspectiva es la que viene dada por los estudios de eficacia. Este concepto hace referencia a la capacidad que tiene el tratamiento de producir cambios psicológicos (conductuales o de otro tipo) en la dirección esperada que sean claramente superiores con respecto a la no intervención, el placebo, o, incluso, en las versiones más exigentes, a los otros tratamientos estándar disponibles en ese momento.
La metodología necesaria en los estudios de eficacia está condicionada a las exigencias que comporta demostrar la superioridad de una manipulación psicológica frente al simple paso del tiempo o frente a otras intervenciones que, o bien, no contienen los principios activos que se desean probar, o bien producen resultados que se consideran mejorables. Una primera característica de estos estudios viene dada por la imposibilidad de realizarlos en los dispositivos clínicos habituales, ya que no se puede disponer en ellos de los mecanismos de control necesarios para la realización de la investigación. Las condiciones usuales en las que debe desarrollarse una evaluación de este tipo (Nathan, Stuart & Dolan, 2000; Seligman, 1995) son las siguientes:
1. Formación de grupos de pacientes lo más homogéneos posible para comparar los efectos del tratamiento en el grupo experimental frente a los grupos control, placebo o de tratamiento estándar. La homogeneidad de los grupos se consigue mediante una estricta selección previa de los pacientes que pueden entrar en el proceso de distribución aleatoria.
2. Asignación aleatoria de los sujetos a los grupos de tratamiento y control, con el fin de controlar, aun más, los factores espúreos que puedan influir en el cambio del comportamiento, dejando como única variable explicativa del mismo la condición de recibir o no el tratamiento. Este es un aspecto crítico del procedimiento.
3. Con el fin de tener en cuenta las expectativas, se suele proceder mediante un método «ciego» en el que los pacientes no saben a qué grupo se les ha asignado, en contraste con la posibilidad de «doble ciego» que es usual en las pruebas clínicas con psicofármacos, en las que tanto el paciente como el terapeuta desconocen el grupo en el que se encuentran. Esta opción es claramente mejor, pero extremadamente difícil de llevar a cabo en el ámbito de la psicoterapia, dado que el terapeuta no puede ser ajeno («ciego») a la técnica que practica. Cabría, sin embargo, que el evaluador fuera ciego respecto al tratamiento recibido, si bien es difícil. Esta dificultad se da incluso en el caso de la psicofarmacoterapia, donde existe una polémica acerca de las condiciones para su viabilidad (Even, Siobud-Dorocant & Dardennes, 2000).
4. Las técnicas de intervención que se evalúan tienen que estar convenientemente sistematizadas mediante un «manual» y los terapeutas que las aplican deben de ser expertos en su utilización.
5. Los pacientes que participan en estos estudios no suelen pagar por recibir el tratamiento y son voluntarios.
6. Los resultados se evalúan de forma específica y concreta mediante procedimientos previamente estandarizados, especificando la o las conductas que se espera que se modifiquen en un plazo, que es generalmente breve.
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