Para el diccionario de nuestra lengua, la imagen es concebida como representación de una figura, persona o cosa externa al sujeto. Vale decir, es una representación mental de algo. Pero también admite una cierta ambigüedad en cuanto a su origen, al dar esta otra acepción: "representación viva y eficaz de una cosa, una intuición o visión poética por medio del lenguaje".
En los tratados de psicología se define a la imagen en términos no muy precisos, enfatizando algunos de sus componentes. Veamos algunas de estas definiciones: Elemento de la experiencia suscitado centralmente y que posee todos los atributos de la sensación; Experiencia que reproduce o copia en parte y con cierto grado de realismo sensible una experiencia previa en ausencia de la estimulación sensorial original; Imagen es la caracterización óptica de un objeto exterior, o un recuerdo del mismo objeto, o un anticipo mental de lo que se proyecta o se desea. La imagen puede evocar el recuerdo de una escena vivida con placer o con pena o la representación de un objeto apetecido o rechazado.
Conviene recordar que cuando hablamos de imagen, por lo común hacemos referencia a la imagen visual, olvidando que es imagen todo lo que del mismo modo corresponde a los otros sentidos.
Cuando hablamos de un objeto conocido, por lo general no se representa en nuestra mente la imagen correspondiente. Tampoco aparece en la mente del interlocutor. Esto ocurre porque pensamos lo que hablamos en conceptos y no en imágenes. Aclaremos que por desgracia no siempre pensamos lo que hablamos. El no pensar en imágenes obedece a un principio de economía, que felizmente impera en la dinámica del psiquismo y que se expresa en esta fórmula: hacer lo más con lo menos. En situaciones claramente psicopatológicas, como ocurre en el trastorno esquizofrénico, se hace lo menos con lo más. Y predomina el pensar con imágenes, portadoras de un alto voltaje simbólico.
Se estableció, en investigaciones bien regladas metodológicamente, que en el lenguaje que escucha el niño en una jornada escolar diaria se emplean cien mil palabras. Es realmente imposible que todas ellas susciten las imágenes correspondientes. Esto testimonia una selectividad en la inducción de imágenes por la palabra. El cine establece una ruptura en esta selectividad. Nos obliga a un continuo desciframiento de imágenes por medio de dos artificios técnicos:
1. El efecto imagen. El cine constituye a la imagen en una nueva categoría de la realidad. La imagen que surge de la pantalla tiene tal poder de verosimilitud que sustituye a la que tenemos como tal. Esta capacidad de inducir otra realidad, que se impone por la belleza, la espectacularidad o la sutil ambigüedad de la imagen, inviste al cine de un alto valor como instrumento ideológico. Esto dio origen a una polémica, aún actual, entre los teóricos del cine, especialmente en Francia, donde aún se dirime este viejo pleito, entre aquellos empeñados en rescatar mensajes que van más allá de los valores estéticos y los que privilegian éstos exclusivamente.
2. El efecto fascinación. Para comprender esto es necesario recurrir a la verdadera acepción de este término: engañar, enfermar con la mirada, alucinar. En la literatura clásica del medioevo y comienzos del Renacimiento se escribieron tratados sobre el maleficio de la fascinación y se crearon múltiples y pintorescos objetos o gestos capaces de preservar del daño de la fascinación. Aún están en uso para evitar el llamado mal de ojo.
La imagen cinematográfica nos fascina, induciéndonos a que miremos lo filmado con la idea de que debemos otorgar un sentido a lo que vemos. Y que ese sentido puede estar más allá de la apariencia convencional y de los límites del llamado sentido común. Hay sutilezas y matices en los grados que operan estas inducciones, sujetas a la cultura personal y a las normas y reglas que son propias del ethos en que se mora. Por supuesto que a todos nos interesa saber si lo que vemos imaginativamente tiene alguna relación con la imagen visual perceptiva que le dio origen.