El arte y la memoria colectiva | 20 ABR 20

El requiem, un romanzo y una plaga

Alessandro Manzoni, Giuseppe Verdi y las historias de antiguas epidemias
Autor/a: Dr. Oscar Bottasso 

La historia de la Medicina, tan abundante en padecimientos que han convulsionado a la humanidad desde tiempos inmemoriales, escribe hoy una nueva página de alcance planetario y que de alguna manera nos enrostra esa otra faceta burda de la globalización. Al son del COVID19 danzamos y su coreografía nos retrotrae, entre tantas anécdotas, a sucesos no menos dolorosos como los ocurridos en la península itálica a comienzos del siglo XVII, que fueran palmariamente retratados por uno de los literatos más eximios de lengua del Dante, Alessandro Manzoni. Sin lugar a duda, un fiel representante del risorgimento que reunía a actores claves de la sociedad italiana, entre los cuales se destacaban él mismo, Giuseppe Verdi y por supuesto su gran artífice Giuseppe Mazzini. La meta era lograr una Italia unida e independiente fiel a su historia y geografía.

La narración que intentaremos hilvanar tiene que ver con el primero de ellos, y en segundo término el maestro Verdi; quienes a través de sus talentos dejaron una huella indeleble tanto para el acervo cultural de esa gran nación como en la forma en que las letras y la música se toparon con la muerte. Sus vidas apenas llegaron a cruzarse. Le cupo a Clarina Maffei, una entrañable amiga del compositor, armar el tan esperado encuentro producido a mediados de 1868, cuya impresión quedará reflejada en una carta que poco después le escribiría a ella "¿Qué podría contarle sobre Manzoni? ¿Cómo explicar la dulce, indefinible, y nueva sensación producida en mí por la presencia de ese santo como Ud. lo llama? ... Si pudieran adorarse los seres humanos, me arrodillaría ante él”.

Sin saberlo, el devenir de los hechos le reservaría la oportunidad de reverenciarlo, del modo en que tan magistralmente podía hacerlo. Un telegrama enviado por Clarina el 22 de mayo de 1873 le informaba sobre el fallecimiento de Manzoni, por lo que inmediatamente reflota aquella idea frustra de escribir una Messa da Requiem barajada tras el deceso de Rossini en 1868. Sin demora le refiere a Giulio Ricordi su deseo de avanzar con la obra in memoriam del insigne dramaturgo. Igualmente le propone sufragar el costo de los preparativos a la vez de comprometerse con la dirección de los ensayos y su ejecución en la iglesia de San Marcos, donde se cantó el 22 de mayo de 1874 y tres días después en la Scala, siempre bajo su batuta.

Como toda obra maestra, esta suerte de escultura musical, parangonable a aquellas tumbas clásicas que a través del arte se pronuncian hasta con un dejo de insurrección ante la gélida muerte, recibió una crítica muy ácida por parte de Hans von Bulow “Con este trabajo, el todopoderoso depredador del gusto artístico italiano, y señor del gusto que él mismo precede, probablemente espera eliminar los rastros residuales, molestos para su ambición, de la inmortalidad de Rossini”.

Verdi guardó un decoroso silencio público y se reservó para su amigo Ricordi un comentario definitorio a todas luces “Sería mejor para todos, y más digno no mencionar el asunto Bulow; a decir verdad, si estos alemanes son tan insolentes, la culpa es principalmente nuestra. Cuando vienen a Italia, inflamos su gloria natural tanto con nuestros deseos, con nuestros entusiasmos, con nuestros epítetos sin sentido, que, por supuesto deben creer que no podemos respirar, ni ver la luz, si no fuera por el sol que ellos llevan”.

Por suerte la historia puso las cosas en su justo lugar. Situada entre Aida (1871) y Otello (1887) el Requiem es un hito en el pensamiento musical de un Verdi maduro y total, cuyo trabajo orquestal y vocal encaja mucho más en lo teatral que eclesiástico. La suplica, el miedo y la fe hablan un lenguaje más apasionado de lo que habitualmente se escucha en los templos. Melodías capaces de reflejar fielmente la experiencia humana ante el dolor, el misterio de la muerte, las dudas existenciales, la contemplación y el recogimiento. El dramatismo del Dies Irae, se contrasta con la consolación del Lacrymosa mientras que el desesperado grito de clemencia del Libera Domine hace referencia a esa profunda y sentida reflexión sobre la condición humana. Como bien señalara Riccardo Muti: “Es una misa para los vivos, no para los muertos. El hombre no reza ni suplica a Dios, le pregunta e interpela” … Punto y aparte.

Desde el costado literario, Manzoni también estuvo a la altura de las circunstancias, si nos atenemos a su maestría para retratar a la fatalidad en toda su impiedad, a través de esa página de la literatura universal “Los Novios (I promessi sposi)”; que a la luz de los sucesos actuales vuelve a cobrar una vigencia inusitada. La acción se desarrolla en Lombardía, mayormente en Lecco y Milán, entre los años 1628 y 1630 durante el gobierno español, aunque en realidad los dardos son para Austria, quien dominaba la región durante el tiempo en que la novela fue escrita y apareció su versión definitiva de 1842.

Los personajes centrales son Renzo Tramaglino y Lucía Mondella, los cuales desean contraer matrimonio, pero no lo logran puesto que el señor del lugar, Don Rodrigo, obliga al párroco del poblado a no celebrarlo. Los jóvenes deben incluso abandonar la aldea para ponerse a resguardo. Lucía y su madre, asistidas por fray Cristóforo, consiguen albergarse en un convento en Monza, en tanto que Renzo se dirige a Milán en busca de sortear las arbitrariedades que enfrentaba.

Don Rodrigo consigue que Lucía sea raptada por un “Innominado”, quien, al verla tan injustamente atormentada, y ante la llegada del cardenal Borromeo experimenta una profunda crisis de conciencia, y decide liberarla en lugar de entregarla al confabulador. Renzo, por su parte, ha llegado a Milán, en momentos de gran revuelta social por la escasez del pan por lo que resuelve huir a Bérgamo. Lombardía está asolada por la guerra y el flagelo; perdido por perdido decide regresar a Milán a fin de reencontrarse con su amada. La ubica en un nosocomio en compañía de fray Cristóforo a cargo del cuidado de los enfermos; entre los cuales se halla Don Rodrigo, ahora moribundo y abandonado. Tras la desaparición del morbo, y luego de tantas desventuras, la boda tiene a lugar.

Precisamente en relación con la peste, Manzoni hace una descripción insuperable del drama de una madre, que juzgamos muy digna de repasar: Bajaba del umbral de una de aquellas puertas, y venía hacia el carro, una mujer, cuyo aspecto denunciaba una juventud avanzada, pero no pasada; y dejaba traslucir una belleza velada y ofuscada, mas no destruida por una gran pasión, por una languidez mortal: esa belleza suave y a la vez majestuosa, que brilla en la sangre lombarda. Su caminar era cansado, pero no claudicante; sus ojos no vertían lágrimas, pero llevaban las huellas de haber derramado muchas; había en aquel dolor algo apacible y profundo, que revelaba un alma plenamente consciente y presente para sentirlo. Pero no era sólo su aspecto lo que, entre tantas miserias, la hacía un señalado objeto de piedad, y reavivaba para ella aquel sentimiento ya exangüe y apagado en los corazones. Llevaba ésta en sus brazos a una niña de unos nueve años, muerta; pero toda ella muy bien arreglada, con los cabellos partidos en la frente, con un vestido blanquísimo, como si aquellas manos la hubiesen engalanado para una fiesta prometida hacía mucho tiempo, y dada como premio.

Y no la llevaba tumbada, sino sentada sobre un brazo, con el pecho apoyado contra el pecho, como si estuviera viva; sólo que una manecita blanca como la cera colgaba a un lado, con cierta inanimada pesadez, y la cabeza reposaba sobre el hombro de la madre, con un abandono más fuerte que el sueño de la madre, pues aunque la semejanza de los rostros no lo hubiera atestiguado, lo habría dicho claramente aquel de los dos que aún expresaba un sentimiento. Un soez monato fue a quitarle la niña de los brazos, si bien con una especie de insólito respeto, con una vacilación involuntaria. Pero ella, echándose hacia atrás, aunque sin mostrar indignación o desprecio, dijo: —¡No!, no me la toquéis por ahora; he de ponerla yo en ese carro: tomad. 

 

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