El hecho tan dramático ocurrió en la sala de emergencias de un hospital del conurbano, próximo a uno de los asentamientos humanos más precarios, conocido por su peligrosidad. Por lo general allí se producen varios crímenes diarios debido sobre todo a las bandas de narcotraficantes que compiten por la supremacía y el rédito generado por la venta de drogas.
Pocos minutos después de la pasada Nochebuena, mientras todos los integrantes de la guardia celebraban la festividad, trajeron en ambulancia a un joven herido, acostado boca arriba, sonriente, sin signos de sufrimiento. Esta actitud aparentemente saludable, contrastaba con el ansioso apuro de los camilleros, la cara de consternación del médico de la ambulancia, y la llamativa prominencia que elevaba varios centímetros la sábana, cerca de lo que debía ser el ombligo.
El paciente quería colaborar, pero quienes lo traían se lo prohibieron. Con mucho cuidado lo levantaron y trasportaron a pulso hasta la mesa de examinación de la sala de guardia, sin que los movimientos le ocasionaran quejas por dolor o alguna otra molestia.
Una vez retirada la sábana quedó expuesto un cuchillo pequeño clavado en el abdomen hasta el mango. Nada de sangre ni vestigios de lucha violenta. Mediante un relato tranquilo y pausado, el chico refirió que como epílogo de una pelea, su rival drogado y borracho le había insertado el cuchillo dentado con el que estaban calando una sandía.
A pesar de que no había signos de alarma, no era cuestión de retirar el utensilio, porque en el curso de la maniobra se podía lesionar una víscera, hasta entonces presumiblemente indemne. Preguntamos por algún familiar, amigo, vecino o cualquiera junto con quien asumir la responsabilidad de un tratamiento quirúrgico inmediato como el que se necesitaba llevar a cabo. El herido negó tener vínculos con alguien que por él se interesara. Tampoco el joven quería compartir decisiones con otra persona, pero aceptaba que hagan con él “lo que se tuviera que hacer”.
La conducta debía ser abrir el abdomen, verificar el trayecto de la hoja del cuchillo y retirarlo bajo control visual. Así se hizo: previa anestesia general, se practicó una incisión vertical por la línea media bordeando el ombligo y a pocos centímetros del cuchillo. No sorprendió comprobar que la hoja había esquivado milagrosamente los intestinos. Quien concurre a una carnicería y ve los chinchulines frescos, reconoce que su superficie es lisa y que para cortarlos o pincharlos sobre el mármol se lo debe fijar con una mano mientras se procede con la otra, porque de otro modo se deslizan.
Eso mismo debió haber ocurrido con los intestinos del paciente, tanto el delgado como el grueso: el cuchillo los desplazó en lugar de pincharlos o cortarlos. Durante la minuciosa exploración no se halló ninguna lastimadura visceral. El período posoperatorio fue breve, porque no hubo complicaciones. Al cuarto día el enfermo ya caminaba y un día más tarde estaba en condiciones de egresar del hospital. Pero con qué destino…
Durante toda su estancia no recibió visitas. Tampoco quiso responder a las preguntas de la policía para identificar al agresor. Como no tenía antecedentes penales, podía volver a su domicilio. Todos sabían el riesgo que iba a correr en ese ambiente pero a la vez ignoraban de qué modo manejar la situación social. Desde el punto de vista técnico, la conducta había sido la correcta. Sin embargo para satisfacer las inquietudes de psicólogos y asistentes sociales, se debieron aclarar muchas dudas y explicarles por qué para una herida de apenas dos o tres centímetros, que es el ancho de la hoja del cuchillo, se efectuó una incisión de más de veinte de longitud.
Después todos los presentes opinaron sobre si un servicio público asistencial como es el hospital, debe contemplar aspectos sociales tan graves como el crimen, el narcotráfico, la pobreza, la incultura y el hacinamiento. Hubo acuerdo en que corresponde involucrarse, porque los integrantes de un centro de salud son ciudadanos sensibles. Pero a la vez carecen de los recursos como para intervenir activamente y además no se les asignan incumbencias relacionadas con estos aspectos de la realidad.
Entretanto, las permanentes exigencias asistenciales de los departamentos de emergencias no permiten demasiadas disquisiciones, porque es menester dedicar el tiempo disponible para resolver en forma continuada y sin descanso los abortos provocados incompletos, aneurismas de la aorta abdominal fisurados, accidentes cerebrovasculares agudos, neumotórax hipertensivos, embolias pulmonares, crisis asmáticas, traumatismos de cráneo y un sinnúmero de cuadros sobreagudos capaces de alterar hasta los nervios más templados.
Es cierto que mucho ayuda contar con una especial vocación para sobrellevar esta actividad y se subliman muchas actitudes porque se tiene en claro que por la tarea desempeñada se salvan vidas que penden de hilos delgadísimos. Pero también se debe reconocer que se desatiende tanto a las propias familias como a los llamados a la cordura que sugieren preservar la salud e integridad física de quienes trabajan en estas actividades de gran exigencia.
El haber operado a este joven herido sin ningún allegado que compartiera la responsabilidad o que firmara un consentimiento, porque el de un paciente menor no sirve sin un adulto que lo avale, es una situación de potencial riesgo para el equipo. Podría haber ocurrido que a la salida del quirófano esperara una banda de forajidos proveniente del asentamiento, que hubiera querido la muerte del paciente para evitar que la delatara y que por permitirle sobrevivir hubiera hecho culpables a los profesionales y haberlos considerado sus víctimas.
Si alguien piensa que por este trabajo lleno de responsabilidades y sobresaltos se paga bien, está muy equivocado. Lo peor es que se tolera esta injusticia, este menoscabo, y además al esgrimirse la excusa de que se lo ejerce porque apasiona, se pretende justificar que el sacrifico y las magras remuneraciones son consecuencia de una elección. Así piensa mucha gente y para peor, también los funcionarios están convencidos de ello. Es muy posible que simulen creerlo, ya que cuando están enfermos, quisieran que los sueldos de los médicos fueran elevados porque imaginan que así serían mejor asistidos y se les relevaría de sus dolencias, a veces hasta de aquellas con pocas posibilidades de curación.
Si se preguntara sobre el deseo de dejar esta tarea por otra más tranquila, la mayoría respondería que no, sólo que agregaría dos palabras: por ahora. En mi caso ignoro en qué momento mi familia me demandará la atención que le debo y que merece. Por ahora tolera, pero no creo que esté satisfecha. Me toca hacer la guardia durante muchas festividades y otros tantos feriados. Mi esposa celebra con amigas, mientras ellas están con sus parejas e hijos.
A veces me trae a los nenes a la puerta del hospital para que les dé un beso a cada uno cuando dicen que me extrañan. Pero me ha ocurrido que al volver a casa, ellos me miren y sigan jugando como si hubiera entrado un extraño. En lugar de eso yo esperaba una embestida de afecto y unos bracitos tendidos, para recibir las muestras de cariño del papá. Tengo miedo que empiecen a prescindir de mí, a habituarse a mi ausencia y a sentir que no me necesitan, aunque no puedan ni sepan expresarlo.
Yo por mi parte no se hacer otra cosa que tratar emergencias, de ese modo me gano la vida y aporto dinero a mi casa. Pero a la vez –y sé que es muy egoísta de mi parte- la tarea asistencial emocionante, apasionada y heroica es mi modo de realización vocacional. Por eso sigo mientras pueda y me soporten.
El autor |
- Profesor Dr. Carlos Spector
- Cirujano torácico
- Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de UCES
- Profesor Consulto Titular de UBA
- Emérito de la Academia Argentina de Cirugía