Crónica de un trasplante pulmonar

La madrugada en la que la vida le ganó a la muerte

Una cronista asiste en vivo a una dramática operación de trasplante de pulmón en la Fundación Favoloro.

Fuente: La Nación

Por Loreley Gaffoglio
Foto: Santiago Filipuzzi

Atravieso la ciudad a las dos y media de la madrugada rumbo al barrio de Congreso. En las calles veo chicas en shorts sobre tacos que no pueden gobernar; adolescentes sorbiendo del pico de mentirosas botellas de gaseosa. Un colectivo, con pasajeros dentro, vulnera en seguidilla la luz roja. Dos hombres discuten a los gritos y los autos detrás de mí circulan a una velocidad que da vértigo. Media hora antes, sentía la placidez de mi cama. Hasta que recibí la llamada.

Ahora voy en un taxi, serena y despabilada. Mi destino este "sábado" febril, convertido en domingo, Día de la Madre, será el quirófano para trasplantes del Hospital Universitario de la Fundación Favaloro (FF). La algarabía callejera se me perfila como un desatino. Pero enseguida esa sensación muta por otra. Cuando llego a la FF y atravieso la entrada silenciosa y desierta, tengo la certeza de que la realidad es como una cebolla: una capa tapa y envuelve a la otra. Y así, unos salen; otros duermen, y otros permanecen alertas. Unos gozan; otros sufren, y otros pocos asumen el compromiso de intentar curar. En ese reparto de roles, siento admiración por aquellos a quienes he venido a observar. Porque yo he venido a ver cómo se vence a la muerte. Cómo se le arrebata, al menos, una partida.

Seré testigo de una proeza: la de ver a un adiestrado equipo médico hacerle un enroque de vida a la propia muerte. Desde la intimidad del quirófano, presenciaré un trasplante de pulmón, uno de los órganos, hoy con 140 personas en espera, más difíciles de reutilizar dado el daño que les produce el contacto con la muerte: sólo el 8% sirve para ser trasplantado. De allí que más de la mitad de los que lo necesitan fallecerá en la espera. Y de allí también la exigencia de la pericia del cirujano que lo extraiga.

Yo me he preparado para ser, al menos hoy, fuerte. Y ese entrenamiento mental resultó un espejo de mi propia pequeñez. De la mía y de la de tantos otros insuflados de importancia. Sólo después de ver lo que vi, entenderé lo que es la sincronización perfecta entre personas e instituciones, el compromiso auténtico, la humildad del que es grande, y la destreza adquirida en la acción de uno de los equipos médicos más calificados del país.

Liderado por el cirujano torácico, Dr. Alejandro Bertolotti, ese equipo humano de la FF es responsable del 70% del promedio de 30 trasplantes pulmonares que se realizan por año en el país. Son una rareza en comparación con los 800 trasplantes renales anuales, los 400 hepáticos y los 100 de corazón. Pero todos luchan contra un denominador común: la escasez de donantes. Esa cruel asimetría de la que da cuenta el Incucai en tiempo real: 7200 pacientes en lista de espera de órganos y tan sólo 550 donantes en lo que va del año.

Desde hace cinco semanas que José Luis Páez engrosa la lista de Emergencia Nacional del Incucai para un pulmón. Maestro quesero, de 46 años, fue despedido de su trabajo en Santa Fe cuando enfermó de hipertensión pulmonar y sus licencias se prolongaban sin dejar réditos. La causa de su afección se desconoce. Sólo se sabe que su enfermedad se desató como un ciclón. Se lo medicó para estimular el flujo arterial y que la sangre oxigenada pudiera llegar a sus pulmones. Debió ser internado en tres oportunidades. Hasta que un día no pudo respirar más y su corazón comenzó a claudicar. Confinado a un respirador, masticando la zozobra de asumirse en la recta final, un halo de esperanza apareció el sábado, a las cinco de la tarde, cuando surgió un donante. ¿Podría ser trasplantado?

Minutos después, yo había recibido la primera llamada de Bertolotti.  "El procedimiento ya está en marcha", me anunció. "El doctor Luis Coletti, con el resto del segundo equipo, viajan para realizar la ablación. Si el órgano sirve, podríamos comenzar el trasplante cerca de las 3 AM. Pero eso no lo sabré hasta la medianoche", me informó, y cortó.

El resto del día la tensión fue difícil de sobrellevar. Si ése era mi estado, ¿cuál sería el de Páez y su familia? "Estaba tranquilo y en paz. «Va a salir todo bien», me repetía", me confiará su esposa, Liliana, mucho después. Aunque en la incertidumbre de sus 40 días de espera, Páez había experimentado todos los estados de ánimo. Había pasado de la esperanza y los rezos al llanto, la resignación y la entrega. La depresión propia de quien se enfrenta a la muerte.

Esperé hasta la medianoche, pero el teléfono no sonó. Lo hizo recién dos horas después?

El tiempo se convierte en una espada de Damocles durante un trasplante intratorácico. El órgano tiene un tiempo de isquemia, es decir, una vida útil fuera del torrente sanguíneo. Idealmente, es de hasta seis horas, que se pueden extender a un máximo de nueve. Cuanto más rápido es injertado un pulmón, mayor es la probabilidad de éxito en su funcionamiento posterior. Ese tiempo de descuento actúa como un frente de presión para todo el equipo multidisciplinario, responsable de la intervención. En el quirófano no hay un iluminado. Si algo define a ese tipo de procedimiento es el afiatado trabajo en equipo, donde como en una orquesta virtuosa, nadie desafina. El proceso supone la participación mancomunada desde cirujanos, cardiólogos y neumonólogos, hasta infectólogos, anestesistas, instrumentadores, psicólogos, asistentes sociales, enfermeros y técnicos.

La cuenta regresiva había comenzado a la 1, cuando Coletti extrajo sendos pulmones, los llenó de oxígeno, los clapeó, los colocó en una heladera con hielo y a toda velocidad se embarcó de regreso a Buenos Aires en un vuelo sanitario del Incucai. En la FF, simultáneamente, Páez era preparado y anestesiado para la intervención. Sólo cuando el cirujano recibió en su celular la confirmación del arribo del órgano a Aeroparque, a las 3.45, comenzó la operación.

Siguiendo los protocolos quirúrgicos, me ubiqué en un rincón del quirófano con vista privilegiada. Observé el cuerpo enjuto de Páez y su desinfección. El "entelado" con  campos esterilizados, la adhesión a la piel de su tórax de una capa plástica adhesiva que impide el corrimiento de su piel. Escuché un protocolo quirúrgico con mención de día y lugar, y a Bertolotti decir: "Empiezo". Y enseguida hizo una incisión transversal, en forma de "w" redondeada, a todo lo ancho del tórax.

Lo que siguió fue una gesta de destreza manual que durante cinco horas, lejos de impresionarme, me maravilló. Vi el cuerpo humano en la desnudez de su anatomía. Pude detectar la flaqueza de un órgano incapaz de respirar por sus propios medios. Observé también la fatiga de un corazón librado a su suerte. Y en el otro extremo del quirófano presencié el acondicionamiento de dos pulmones ofrendados con generosidad para continuar con su propósito de dar vida.

La emoción más honda, con una inseparable sensación de gratitud, sobrevino a las 6.20 cuando vi a aquel hombre respirar por primera vez a través de un órgano ajeno. Fue una clase magistral sobre lo que implica dar y recibir, en el más amplio sentido del término. Fue una enseñanza también sobre lo sagrada que debiera ser siempre la vida.  Dicen que cuando las manos de un cirujano son realmente virtuosas, los trasplantes más complejos parecen fáciles. Ésa fue la engañosa sensación que tuve, en una intervención que resultó un éxito. Dicen también que cuando se opera, la tarea se transforma en un rito quirúrgico-manual en el que transitoriamente se disocia al individuo. La música de fondo tapa también el silencio de una gran concentración. Los chistes de quirófano -me parecieron- surgen como formas necesarias de descarga, una vez que la etapa crítica queda atrás.

A las 8.30 del domingo, el sol brillaba con fuerza. Bertolotti fue al encuentro de la madre, de la esposa y del hijo de Páez. Para ellas, no hubo un Día de la Madre más feliz.

Anteayer nomás lo visité. Estaba en la sala de cuidados intermedios. Su evolución era excelente, según me informaron los médicos. Acababa de almorzar carne al horno con zanahorias y remolacha. En nuestro breve contacto, respirando por sus propios medios, sin ocultar su emoción, me confesó: "Ahora lo único que quiero es ir a abrazar a mis hijos". Después, lloramos los dos.

Una gesta de destreza manual de cinco horas

Mientras un grupo de cirujanos trabajaba en la preparación del pulmón que sería trasplantado, otros realizaban una incisión en el tórax del paciente, José Luis Páez, de 46 años.