DANIEL MEDIAVILLA
El cerebro es capaz de reutilizar para usos modernos circuitos cerebrales surgidos por motivaciones antiguas. / MUSEO DEL NEANDERTAL.
La evolución actúa como MacGyver, un tipo capaz de construir artefactos con los que derrotar a un ejército aprovechando los adminículos que se pueden encontrar en una ferretería de pueblo. Como el agente especial que protagonizaba la serie de los ochenta, la selección natural toma las herramientas que tiene a mano y les da nuevos usos. Un ejemplo son las plumas, que funcionaban como un sistema de climatización para los dinosaurios y acabaron sirviendo para volar.
Otra muestra de la forma de operar de la naturaleza son las manos humanas. Con un pulgar enfrentado al resto de dedos, permiten manejar con precisión desde puntas de lanza hasta pinceles y se consideran un paso fundamental en el proceso de humanización. Sin embargo, como mostraba un estudio reciente, nuestros ancestros tenían manos modernas mucho antes de que sus cerebros fuesen capaces de utilizarlas para crear tecnología. Es posible que aquellas herramientas resultasen ya útiles para hurgar en el tronco de los árboles en busca de comida o recolectar raíces, y después, cuando la aparición de una mente más compleja lo hizo posible, se acabasen empleando para tareas más sofisticadas.
Nuestro cerebro, como otras partes del cuerpo, también es un collage de piezas heterogéneas que resultaron útiles en algún momento de la historia evolutiva o, al menos, no fueron tan nocivas como para ser descartadas. Ese gusto por el reciclaje ha tomado un nuevo significado cuando se trata del cerebro de una especie como la humana, que a través de la cultura ha reformulado las reglas de la evolución.
La alfabetización aprovecha circuitos surgidos para reconocer rostros y objetos
En un artículo publicado esta semana en la revista Trends in Cognitive Sciences, investigadores de Dartmouth College revisan lo que se conoce sobre la materia y explican que nuestra habilidad para responder a rápidos cambios culturales es posible porque el cerebro es capaz de reutilizar para usos modernos circuitos cerebrales surgidos por motivaciones antiguas. Ese sería el caso de la lectura, una actividad que los humanos solo han practicado de forma habitual en el último siglo de sus 150.000 años de existencia como especie. “No evolucionamos para leer, pero la investigación muestra que leemos reciclando un engranaje neuronal que evolucionó para procesar caras y objetos”, afirma Carolyn Parkinson, una de las autoras del artículo.
Entre estos peculiares animales que son los Homo sapiens, inventos culturales como el lenguaje pueden incluso modificar el uso de circuitos antiguos. “Se ha observado que, a la hora de percibir rostros invertidos, como en el reflejo de un espejo, las personas analfabetas son mejores que las alfabetizadas”, señala Fernando Moya, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante (UMH-CSIC).
Aunque esa nueva forma de percepción haga perder habilidad para reconocer caras y formas desde diferentes ángulos, algo útil en la naturaleza, “cuando nos alfabetizamos, tenemos que identificar como diferente una imagen de su reflejo, como en b y d y esa evolución social modifica nuestros circuitos”, añade. Frente a los sistemas puramente biológicos de otros animales, los humanos cuentan con la cultura como sistema de transmisión de habilidades con las que enfrentarse al mundo, y la cultura se convierte en una fuerza que también puede modificar su fisiología.
Nuestro cerebro ha evolucionado para reconocer como propio lo cercano y como ajeno lo lejano"
Carolyn Parkinson y Thalia Wheatley, la autora principal del trabajo, relatan el conocimiento acumulado sobre cómo el reciclaje de instrumentos biológicos pudo dar origen a nuestra cultura. Algunas hormonas, como la oxitocina o la vasopresina, han servido durante millones de años para regular el comportamiento reproductivo de los mamíferos, afianzando a través del placer las relaciones entre las parejas y de los padres con las crías. En los humanos y en otras especies de primates, sin embargo, estas hormonas han podido servir para fortalecer relaciones sociales y facilitar una capacidad de cooperación extraordinaria en el mundo animal. Algunos estudios han mostrado que la oxitocina, además de incentivar los cuidados maternales, reduce los recelos hacia miembros desconocidos de la misma especie en primates y favorece la colaboración entre humanos sin lazos de sangre, rasgos de comportamiento que posibilitan la creación de sociedades tan complejas como las actuales.
En este continuo proceso de reutilización de piezas y reconexión del cableado neuronal, los simios se vieron, hace unos tres millones de años, en una tesitura que puede estar en la génesis de un nuevo tipo de animal, distinto de los que hasta entonces habían luchado por su vida en la Tierra. “Se sabe que el humano tiene una plasticidad cerebral anómala”, explica Marina Mosquera, investigadora del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social (IPHES) de Tarragona. Esta plasticidad puede tener su origen en la revolución que protagonizaron los homínidos cuando, debido a cambios en el clima, el bosque tropical africano en el que vivían se convirtió paulatinamente en una región de sabana. “Con esos cambios, en lugar de tener los recursos alimenticios en los mismos sitios, porque un bosque tropical es mucho más homogéneo y además no tiene estaciones, tuvieron que adaptarse y ser mucho más flexibles. Es posible que ahí esté el origen de la plasticidad que vemos hoy en los humanos”, plantea Mosquera.
Hormonas como la oxitocina facilitan la cooperación en grandes grupos humanos
Conociendo las circunstancias en las que, poco a poco, fue surgiendo la humanidad, también puede servir para tratar de explicar las limitaciones de la mente. El antropólogo británico Robin Dunbar, padre de la hipótesis del cerebro social, observó que, en primates, existía una correlación entre el tamaño del cerebro y el del grupo social en el que viven. En el caso de los humanos, que tienen un cráneo de unos 1.500 centímetros cúbicos, el límite superior para sus grupos es de 150 individuos. Esta cifra se corresponde con las dimensiones de los grupos de cazadores recolectores, con el de las comunidades agrícolas e incluso con la cantidad de amigos que realmente podemos gestionar en Facebook.
El peligro de los cambios
“Los cambios culturales son muy rápidos, y cuando la biología y la cultura no se encuentran a gusto entre sí, el choque puede ser bastante contundente”, advierte Emiliano Bruner, del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH) de Burgos. “Esto vale tanto para la bioquímica de la sangre como para las capacidades cognitivas, y saber cómo funciona todo esto, debilidades y posibilidades, es fundamental para saber cómo optimizar recursos y minimizar problemas”, continúa. “Internet ha conllevado un cambio increíble en nuestra estructura social y cultural, habrá que estar atentos para no tener sorpresas desagradables”, añade.
Parkinson y Wheatley hablan también de las posibilidades que ofrece el conocimiento, implícito o explícito, de nuestros viejos botones evolutivos. Que el cerebro humano haya evolucionado en pequeñas tribus de individuos que se conocían a la perfección tiene consecuencias en un mundo donde nuestra vida diaria depende de millones de desconocidos. Cuando se quiere animar a la gente a ayudar a las víctimas de hambrunas, epidemias o desastres naturales, es más eficaz presentar a una víctima que sirva para identificar el sufrimiento que mostrar datos y razonamientos objetivos, por atroces que sean. Esta parte de la naturaleza humana explica en parte la dificultad para movilizar frente a problemas globales como el cambio climático. “Nuestro cerebro ha evolucionado con unos condicionamientos sociales que tienen mucho que ver con la tribu, con lo cercano, con lo familiar, y ahora estamos en una situación en la que el destino de la humanidad es global. Nuestro cerebro ha evolucionado para reconocer como propio lo cercano y como ajeno lo lejano, y ahora nos enfrentamos a una situación en la que el destino es igual para lo cercano y lo lejano”, resume Moya.
El mecanismo evolutivo para adaptarse mejor a las circunstancias a través del reciclaje de herramientas ya disponibles no solo ha tenido efectos secundarios desde el punto de vista social. “Cuando se habla de evolución y selección, no estamos hablando de rasgos individuales, sino de un paquete, que la selección acepta o rechaza. Genes, caracteres anatómicos, procesos fisiológicos, moléculas, son componentes que van todos enlazados. Con lo cual, si cambia una cosa, otras cambiarán como consecuencias secundarias”, recuerda Bruner. “Algunos son hasta negativos, pero no tan negativos como para rechazar otras ventajas que conllevan”, continúa.
Un desajuste en el cerebro hace que personas vean cosas que pasaron horas antes
Desde el punto de vista médico, este conocimiento sobre la evolución empuja a preguntarse “cuántas enfermedades se deben a inconvenientes de la evolución, y parece que la lista puede ser bastante larga, sobre todo para simios como nosotros que hemos desarrollado a través de la evolución un cerebro tres veces más grande de lo que sería normal para el tamaño de nuestro cuerpo”, indica Bruner. “Aumenta el volumen, el calor, los vasos sanguíneos, y las peleas por el espacio dentro del cráneo. Como resultado tenemos un cerebro muy potente, pero con una serie de problemas que pueden incluir la miopía o hasta la enfermedad de Alzheimer”, remacha.
Tras millones de años de evolución, la cultura humana ha acelerado el ritmo de transformación del entorno en el que viven los propios humanos. "La plasticidad que tenemos nos ha permitido adaptarnos relativamente bien hasta ahora, pero ya no tenemos capacidad para absorber los cambios con tanta rapidez", opina Mosquera, aunque "cuando se podría estudiar como estamos asimilando ese cambio acelerado es a partir de los últimos veinte años", añade. En las próximas décadas se podrá comprobar si la maquinaria de reciclaje evolutiva sigue funcionando sin preparar demasiadas chapuzas.
Hallado un gen clave en la evolución de la mente
El gen apareció después de nuestra separación evolutiva de los chimpancés, y su inyección artificial en un ratón causa la amplificación de su córtex.
JAVIER SAMPEDRO
Si la principal diferencia entre un ratón y un humano es el tamaño de su córtex cerebral, ¿por qué no se puede inyectar genes humanos a un ratón y hacer que su córtex se amplifique? Sí se puede. Científicos del Instituto Max Planck, la gran organización alemana de investigación pública, han descubierto un gen clave para la evolución del córtex cerebral humano, la sede de la mente. El gen apareció después de nuestra separación evolutiva de los chimpancés, pero antes de que divergiéramos de los neandertales. Y su inyección artificial en un ratón causa la amplificación de su córtex. De momento, los ratones siguen sin resolver ecuaciones diferenciales.
Si el gran problema biológico pendiente de resolver es cómo funciona el cerebro humano, la mayor cuestión evolutiva es cómo evolucionó esa máquina prodigiosa. Es sabido que las diferencias genéticas que nos separan de un chimpancé son muy escasas, pero también deben ser muy importantes, porque sin ellas no habría lenguaje ni poesía, ni arte ni ciencia. Ni siquiera metafísica. De ahí los grandes esfuerzos investigadores que están en marcha para encontrar esos pocos genes tan raros pero tan trascendentales.
Las nuevas y poderosas herramientas de la genómica han permitido a Wieland Huttner, Marta Florio, Svante Pääbo y sus colegas de los institutos Max Planck de Biología Celular Molecular y Genética, en Dresde, y de Antropología Evolutiva, en Leipzig, organizar una apabullante operación de caza y captura de los genes responsables del crecimiento explosivo del córtex cerebral durante la evolución humana. Presentan su estrategia y sus resultados en Science.
Las diferencias genéticas que nos separan de un chimpancé son muy escasas, pero también deben ser muy importantes, porque sin ellas no habría lenguaje ni poesía, ni arte ni ciencia
Los científicos alemanes sabían dónde buscar. Desde los trabajos pioneros de Cajal y Golgi, un siglo de neurología ha esclarecido el origen –no evolutivo, sino embriológico— del desmedido córtex cerebral humano, la capa más externa del cerebro, la que le confiere su inconfundible aspecto rugoso y antiestético, y la que alberga todas las altas funciones mentales de las que nuestra especie está tan orgullosa, y a veces tan asustada.
El córtex de cualquier primate –y de otros mamíferos— proviene de un grupo de células madre y células progenitoras situadas en una región muy concreta del sistema nervioso fetal (la zona subventricular, donde se halla la llamada glía radial). Durante la evolución de los primates, y sobre todo del linaje homínido, esas células precursoras se dividen durante cada vez más tiempo, y por tanto generan un córtex cada vez más grande.
Huttner y sus colegas del Max Planck han centrado su caza del gen, por tanto, en esas células madre y precursoras de la glía radial. Han usado la genómica para comparar la actividad detodos los genes que se expresan en esas células, tanto en fetos de ratón como humanos. Han hallado 56 genes que se expresan preferentemente en esas células y que no existen en el ratón. De los 56, solo uno ha pasado las pruebas de especificidad más exigentes. Su nombre es horrísono –ARHGAP11B—, pero tal vez tengamos que acostumbrarnos a pronunciarlo. O al menos ponerlo en un relicario.
Las pruebas que apuntan a ARHGAP11B como un regulador de la proliferación de las células precursoras del córtex son múltiples, pero sin duda la más llamativa de todas ellas es lo que hace ese gen cuando se le introduce en el cerebro en desarrollo de un ratón: sus células progenitoras de la glía radial se multiplican y se autorrenuevan, causando un crecimiento del córtex allí donde el gen está activo artificialmente. Incluso aparecen allí indicios de girificación, es decir, de los plegamientos y circunvoluciones típicos del cerebro humano (y de las nueces).
Su nombre es horrísono –ARHGAP11B—, pero tal vez tengamos que acostumbrarnos a pronunciarlo
La clave del proceso está en las llamadas divisiones asimétricas. Cuando una célula precursora se divide, puede dar lugar a dos hijas que se diferencian como neuronas y no se dividen más; o puede producir una neurona y una nueva célula precursora que sigue dividiéndose para dar una neurona y una nueva célula precursora que sigue… La biología está repleta de algoritmos recursivos de este tipo. Incluso, durante cierto periodo, la célula precursora puede dar dos células precursoras, amplificando el reservorio de partida. Del balance entre estos procesos depende el tamaño final del cerebro, o del órgano en cuestión.
Durante la evolución, los nuevos genes surgen casi siempre de la duplicación (con variaciones) de un gen preexistente. ARHGAP11B no es una excepción, y surgió de la duplicación parcial de –¿lo adivina el lector?— ARHGAP11A, que sí existe en el ratón. El nuevo gen no solo existe en los humanos modernos, sino también en los neandertales y los denisovanos, las dos especies humanas extintas de las que tenemos genomas. Pero no está en el chimpancé, y por tanto surgió después de que nos separáramos de su linaje.
¿De dónde venimos? De ARHGAP11B. Lo peor de las grandes preguntas es la fealdad de sus respuestas.
'Human-specific gene ARHGAP11B promotes basal progenitor amplification and neocortex expansion'