Genialidad, desprecio y locura

El doctor Semmelweis, un rompecabezas sin solución

Un visionario, un incomprendido en su tiempo por un descubrimiento clave, especialmente meritorio al desafiar las creencias de su época, anterior a la teoría microbiana de Koch y Pasteur.

Autor/a: Edgardo Ciro Pianigiani

El doctor Ignaz Philipp Semmelweis fue condenado por la comunidad médica de su época por instaurar y enseñarles a sus colegas el lavado sistemático de manos. Su obra, publicada en 1861, se tituló Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal.

Semmelweis vivió 47 años. Nació en 1818 en Hungría y murió en Viena en 1865. Estudió medicina en Viena y Pest.

A los 28 años fue nombrado asistente de la primera clínica ginecológica de Viena. La fiebre puerperal hacía estragos en Europa y, curiosamente, la mortalidad de las puérperas era notablemente mayor en los partos hospitalarios que en los partos domiciliarios. Por otro lado, era inconcebiblemente alta en la primera clínica ginecológica de Viena, a la cual concurrían estudiantes, a diferencia de la segunda.

A Semmelweis no lo convencían las razones que se esgrimían para explicar aquella diferencia. Se sostenía que la causa de la muerte era la vergüenza que sentían las mujeres frente a los estudiantes o la angustia que les provocaba oír la campanilla que hacía sonar el monaguillo que acompañaba al sacerdote en los rezos. Se desesperaba: “El sonido de la campanilla que precede al sacerdote portador del viático ha penetrado para siempre en la paz de mi alma. Todos los horrores, de los que diariamente soy impotente testigo, me hacen la vida imposible”.

Semmelweis observó dos hechos que nada tenían que ver con esas creencias. Por un lado, comprobó que los estudiantes de medicina de la primera clínica iban a asistir a los partos luego de haber estado disecando cadáveres en el pabellón de anatomía. Por otro, el Dr. Kolletschka, amigo suyo y profesor de medicina legal, sufrió la pinchadura accidental en un dedo ocasionada por uno de los discípulos. Esto le ocasionó la muerte, con los mismos síntomas de la fiebre puerperal.

Semmelweis demostró metódicamente que las razones que se daban eran falsas e hizo una rigurosa confrontación de hipótesis tal como se hubiera hecho en la ciencia actual.

Llegó a la conclusión que la causa estaba en el material putrefacto en las manos de los estudiantes. Estableció, entre otras medidas, el lavado de manos de los estudiantes con agua de cloro. Defendió con vigor y vehemencia su descubrimiento y la salud de las pacientes. Su consigna no dejó lugar a dudas: “Desodorar las manos, todo el problema radica en eso”.

“Hay que terminar con la matanza”, escribió. Hoy se cita con frecuencia una de sus frases: “El deber más alto de la medicina es salvar la vida humana amenazada”.

La mortalidad bajó y lo hizo a cifras menores a las de la segunda clínica y aún menor a las de las parturientas callejeras.

La incomprensión y un final de locura

Sin embargo, sus hipótesis generaron en sus colegas y en la comunidad científica de la época una gran resistencia, al extremo de amenazar su vida. Semmelweis se desesperó y comenzó a deprimirse y a utilizar un tono desequilibrado, como en la carta que dirigió a todos los profesores de obstetricia: “Mi descubrimiento, ¡ay!, depende de los obstetras. Y con esto ya está todo dicho (...) Llamo asesinos a todos los que se oponen a las normas que he prescrito para evitar la fiebre puerperal. Contra ellos, me levanto como resuelto adversario, ¡tal como debe uno alzarse contra los partidarios de un crimen! Para mí no hay otra forma de tratarles que como asesinos. ¡Y todos los que tengan el corazón en su sitio pensarán como yo! No es necesario cerrar las salas de maternidad para que cesen los desastres que deploramos, sino que conviene echar a los obstetras, ya que son ellos los que se comportan como auténticas epidemias...».

Lleno de amargura, dejó la clínica y su mente se alteró. Sus adversarios lo ridiculizaron y lo describieron como un pobre hombre, un enajenado.

Desesperado, pegó pasquines en Budapest advirtiendo a las embarazadas del riesgo que corrían si acudían a los médicos. Su situación devino en lamentable: con alucinaciones fue internado en un asilo y, al ser dado de alta, se dirigió al pabellón de anatomía y delante de los alumnos abrió un cadáver y se provocó a sí mismo una herida con el bisturí para demostrar que los fluidos de los cadáveres son venenosos. Cayó gravemente enfermo y aunque su colega amigo Skoda acudió a Budapest para tratarlo, “el salvador de las madres” falleció en sus brazos, paradójicamente de septicemia, tras padecer los mismos síntomas que las mujeres a quienes había intentado ayudar.

Las entradas finales en el diario del manicomio describen su extinción solitaria: “Se quitó sus ropas, estaba tumbado en el suelo [...], tartamudea de manera más perceptible [...]. Arrastra el pie derecho durante su andar amplio e incierto [...]. No conoce a nadie [...]. La mandíbula inferior le cuelga un poco [...], ojos vidriosos, semiabiertos [...]. Muerte por la tarde”.

Su esposa, María, no asistió a su funeral. La prensa médica simplemente dio cuenta de su fallecimiento y no hubo obituarios reconociendo sus logros.

Fue una figura despreciada y marginada que Louis Ferdinand Céline, médico y escritor francés, logró retratar en su tesis doctoral Semmelweis: “Veinte veces descendió la noche sobre esta habitación, antes de que la muerte se llevara a quien le había infligido una afrenta precisa, inolvidable. Apenas era un hombre lo que iba a llevarse con ella de nuevo, era una forma delirante, corrompida, cuyos contornos se iban borrando bajo una purulencia progresiva. Por lo demás, ¿qué victoria podía esperar ella, la Muerte, en un lugar tan degradado como aquel? ¿Acaso había alguien que le disputara por los pasillos del asilo esas larvas humanas, esos extraños seres burlones, esas torvas sonrisas que rondan el límite de la nada? Prisión para los instintos, asilo para locos, ¡que se lleve quien quiera a esos trastornados chillones, quejumbrosos, atolondrados! El hombre termina donde comienza el loco, el animal está por encima suyo y hasta la última de las serpientes colea al menos como lo hacía su padre. Semmelweis estaba aún más abajo que todo eso, era un incapacitado entre los locos, más podrido que un muerto”.

“Todo se expía, tanto el bien como el mal se pagan, tarde o temprano. Naturalmente, el bien es mucho más caro”.

 

 

 

* Edgardo Ciro Pianigiani (pianigiani@intramed.net). Médico (UBA), especialista en Tocoginecología y Ultrasonografía, docente adscripto (UBA). Miembro titular de la Asociación Médica Argentina (AMA) y otras asociaciones profesionales. Se formó como periodista médico en la Sociedad Argentina de Periodismo Médico (SAPEM).