Un relato del Dr. Sebastián Ocampo

Diagnóstico

Historias de un médico a domicilio.

Arte & Cultura

/ Publicado el 21 de septiembre de 2025

Autor/a: Dr. Sebastián Ocampo

Me desperté con el sonido de la alarma del celular. Era una melodía espantosa, me daba náuseas, así que apenas la escuchaba pegaba el manotazo para apagarla. Era temprano. Siete de la mañana. Me quedé boca arriba envuelto en el silencio de la casa. En una hora, a trabajar. Soy médico. Trabajo en atenciones domiciliarias. Trabajar me hace, me hacía bien. Me hacía olvidar que por las mañanas ya no había nadie para tomar mate. Trabajar podía ser un castigo para mucha gente, pero a mí me salvaba, era mi terapia.

Me senté en la cama. Agarré el celular. Lo observé por unos segundos. Después marqué el número de ella, de mi novia, de mi exnovia, ya no sabía qué era. Escuché el tono de llamado, una vez, dos veces, tres veces, después se escuchó la voz de ella.

– Te dije que no me llamés más –dijo.

– Pero a lo mejor todavía podemos hacer algo –le dije.

– No-me-llamés-más –dijo y cortó.

Sentí como si me hubieran pegado una patada en el pecho. Volví a tirarme boca arriba en la cama. Me quedé así un rato largo hasta que me di cuenta de que llegaría tarde a tomar la guardia. Así que me levanté, me cambié y me fui.

La primera consulta que tuve fue la de un policía que había faltado al trabajo. Cuando le pregunté qué le pasaba me dijo que nada.

– ¿Cómo nada?

– No, nada, falté al trabajo porque no tenía ganas de ir. ¿No se podrá inventar un dolorcito? –me preguntó.

Le dije que no. Yo había atendido pacientes que me decían: me duele la cabeza o tengo vómitos. Después agregaban que habían faltado al trabajo y por algún otro dato uno se daba cuenta de que estaban mintiendo, que querían el certificado para justificar la falta. Pero a algunos de estos tipos uno le decía: ¿Te pongo el inyectable para que se te pase el dolor de cabeza? Y los tipos se la bancaban, decían “sí, póngamelo”, a pesar de que no les dolía la cabeza, a pesar de que mentían, se la bancaban. Entonces uno decía “bueno, me mintió con todas las de la ley, se merece el certificado”. Pero este tipo ahora me decía: “¿No se puede inventar algún dolorcito?” Así, impunemente me lo decía. Le dije que no. Le aclaré, de bronca nomás, le dije: “me hubieras dicho que te dolía la cabeza”. Y me fui.

Después tuve un par de atenciones simples, una faringitis, una virosis respiratoria. Más tarde me pasaron una consulta cuyo motivo era hipertensión. Cuando llego al domicilio veo gente en la puerta, mucho movimiento. Me bajo del auto y alguien me dice: “por acá, doctor, pase, pase”. Cuando me asomo al interior de la casa escucho: “abuela, se murió Carlitos”. Y una señora que larga un gemido de dolor y se agarra la cabeza. Había un montón de gente alrededor de la abuela, a quien le habían dado la noticia de la muerte de Carlitos, que según me enteré, era un nieto de ella. O sea, los familiares me habían llamado y esperaron a que yo llegara para darle la terrible noticia. La señora lloraba, algunos le decían “llorá, llorá que te hace bien”. “Tenés que ser fuerte, mamá”, le decía una mujer. “Hay que aguantar, hay que aguantar”, decía un hombre. Fui y le tomé la presión. La ausculté. Alguien me pidió que le hablara, entonces le hablé, le dije un par de cosas para darle aliento, pero no sirvió de nada. La señora estaba devastada. Otra vez me pidieron que le tomara la presión, entonces volví a tomarle la presión. La presión estaba normal. Me quedé un rato ahí, sin realmente saber qué hacer y después me retiré. “Cualquier cosa vuelven a llamar”, dije y me fui.

Después estuve un rato largo sin salidas. Me quedé en el auto tomando una Coca Cola y comiendo chocolate. Se me cruzó volver a llamar a mi ex. Pero no. No quería angustiarme ahora que estaba trabajando.

Cerca del mediodía me pasaron la consulta de un hombre de ochenta y tres años que estaba mareado. Nunca me gustan los pacientes mareados porque el mareo puede ser una boludez, pero también puede ser algo neurológico grave.

Llegué al domicilio. Era una casa con jardín. Se lo veía algo desprolijo, con unos enanos despintados, malvones, margaritas y maleza. Una puerta blanca y un poco descascarada. Dos ventanas con persianas blancas a media altura, algunas varillas estaban rotas. Toqué el timbre. Esperé unos segundos. Se asomó un hombre, pelado, con ojos grises, con la piel de la cara llena de arrugas, y unos bigotes blancos.

– Pase, doctor, pase –me dijo con entusiasmo.

Si este hombre es quien está mareado vamos bien, pensé. No se lo veía inestable ni nada por el estilo.

Entré en la casa, había olor a humedad; no era olor a sucio, era humedad, el de un ambiente que ha estado cerrado por mucho tiempo. Atravesamos un living con unos sillones azules y un teléfono rojo, y después entramos en la cocina.

– Siéntese, doctor –me dijo.

Me senté. El televisor estaba encendido, sin volumen, en un noticiero. Sobre la mesa había un recipiente con frutas de plástico. Las sillas eran de madera y mimbre. En la heladera había pegados unos imanes con forma de frutas y unos números telefónicos de rotiserías.

– ¿Quiere tomar un cafecito, doctor?

No me gusta demorarme en los domicilios, pero no sé por qué acepté, le dije que sí.

El hombre puso una cafetera al fuego.

– ¿Qué le anda pasando? –le pregunté.

– La vejez me pasa –me dijo–. ¿Le parece poco?

Sonreí.

– ¿Es casado usted? –me preguntó.

– Sí –mentí–. Soy casado, pero no tengo hijos.

– Yo tampoco tuve hijos, estuve cincuenta y ocho años casado, pero nunca tuve hijos –el hombre hizo una pausa–. Soy viudo hace dos años –agregó después.

– ¿La quiere a su esposa? –me preguntó.

– La amo –le dije, y recordé que mi novia ya no estaría en casa esperándome con mate cuando yo terminara la guardia. Una angustia como una descarga eléctrica me atravesó.

– ¿Me deja tomarle la presión? –le pregunté.

– Sí, sí, doctor, cómo no.

El hombre se sentó y le tomé la presión. Todo bien. Tenía ciento treinta y ochenta. Perfecto.

– Estaba un poco mareado –me dijo–. Pero a mí me agarra a veces, después se me pasa, es cosa de todos los días.

En otro momento hubiera pensado “¿Para qué mierda me llamó entonces?”. Pero esta vez no tuve ese sentimiento. El hombre me sirvió el café. Tomé unos sorbitos. Él se quedó mirándome, mientras yo tomaba el café. No era una mirada agresiva, era como la mirada de un abuelo. Nos quedamos así, en un silencio íntimo y cómplice. Yo dándole sorbitos a la taza de café y él a mi lado.

– Le voy a contar cómo conocí a mi mujer –me dijo y sonreía–. Yo había tenido una novia leonina, de leo, ¿vio?, nacida en agosto, y nos habíamos peleado porque nos llevábamos muy mal. Éramos perro y gato. Entonces una tarde, leyendo una revista de mi mamá, esas para mujeres, había un artículo sobre las compatibilidades de los signos astrológicos. En el artículo decía que leo y leo se llevaban mal –yo soy de leo también– porque los dos son muy orgullosos y vanidosos y se disputan todo el tiempo el protagonismo. Fui y me fijé cuál era un signo compatible con leo y decía escorpio. Entonces me dije: mi próxima novia será de escorpio. ¿Quiere más café?

Le dije que sí. Fue y me sirvió más. Después volvió a sentarse a mi lado. Hizo una pausa y me contó el resto de la historia. Que se había obsesionado con tener una novia escorpiana y que salía a caminar por el centro a buscar una chica escorpiana. Que una tarde encontró tres chicas mirando la vidriera de una bijouterie y que él las invitó a las tres a tomar una gaseosa. Las chicas aceptaron. Y una de ellas fue Silvina, quien sería su novia y después su esposa. Que cuando ella le dijo que era escorpiana no se le despegó más de encima hasta conquistarle el corazón, así me dijo.

El operador del servicio médico se comunicó conmigo por el handy para preguntarme si tenía algún inconveniente porque estaba demorado. Le dije que no, que estaba todo bien, pero que la consulta me estaba tomando más tiempo que el habitual. No hay problema, doctor, trabaje tranquilo, dijo el operador y me dejó en paz.

Un gato marrón entró en la cocina y se enrolló alrededor de mi pierna.

– Fuera, Fuz –dijo el hombre, haciendo un gesto con la mano–. Dejá al doctor tranquilo.

– Disculpe, doctor, es Fuz, mi gato, mi única compañía –me dijo después mirándome a los ojos.

El hombre se puso de pie y salió de la cocina. Al ratito volvió con una foto en la mano. Era una foto de su mujer, debía tener unos treinta y pico de años, era morena, de grandes ojos negros y una belleza extraña, exótica.

– ¿Era hermosa, cierto, doctor? Yo sé que usted pensará que su esposa es más linda, pero para mí Silvina era la más hermosa del mundo.

– Era hermosa, sin dudas –le dije. Ya era hora de retirarme–. ¿Se le fue el mareo entonces?

– Sí, hijo –me contestó–. Te pido disculpas por haberte demorado todo este tiempo.

– No hay problemas –le dije.

– Una cosa más –me dijo–. Leé este poema –me entregó un papel.

Yo te he nombrado reina.
Hay más altas que tú, más altas.
Hay más puras que tú, más puras.
Hay más bellas que tú, hay más bellas.
Pero tú eres la reina.

Eso decía la primera estrofa. Era un poema de Neruda. Me di cuenta de que el amor de este hombre por su difunta mujer era infinito. Me sentí triste. Triste y solo.

– Es un hermoso poema –le dije.

– Yo no sé si los signos astrológicos son una verdad –me dijo y me apoyó la mano en el hombro–. Pero desde que nos conocimos nunca más nos separamos. Cuando ella falleció se me vino el mundo abajo, hijo, y ya no lo pude levantar nunca más. Vaya, doctor –me dijo–. Vaya que otros pacientes seguramente lo esperan. Usted es un afortunado, volverá a su casa con su esposa, pero cuando usted atraviese esa puerta yo volveré a quedarme solo.

Nos estrechamos las manos, iba a darle un abrazo, pero no, era demasiado. Nos dimos un fuerte apretón de manos y nos despedimos.

Yo me subí al auto y cuando arranqué, el hombre me saludó con el brazo en alto.

Manejé unas cuadras y me detuve debajo de un árbol para terminar de escribir la historia clínica. Era la hora de la siesta. La ciudad, ese barrio, estaba en silencio. “Usted es un afortunado”, me había dicho el hombre. Otra vez me sentí triste. Otra vez tuve ganas de llamar a mi exnovia, pero no quería escuchar su rechazo, así que no lo hice. Cuando el operador me preguntó el diagnóstico del hombre le dije: “Soledad”.

– No existe ese diagnóstico, doctor –me contestó el operador.

– Usted ponga eso –le dije, yo me hago cargo.

Cerré la consulta y puse en marcha el auto, anduve a paso de hombre hasta que me pasaron un nuevo domicilio.

 


 Breve biografía del autor:
 

Sebastián Rogelio Ocampo

Nació en Rosario en agosto de 1977. Es médico psiquiatra. Graduado en medicina en la UNR y de psiquiatría en el SAMEC. Estudió en el Politécnico de Rosario y terminó la escuela secundaria becado en el Armand Hammer Colegio del Mundo Unido en Nuevo México, Estados Unidos. Escribió los libros de cuentos “¿Querés que juguemos?” y “El verano más largo del mundo”.  Participó del proyecto editorial Río Ancho Ediciones. Ganó el primer premio del Concurso Internacional de Cuento Breve de la Biblioteca Popular de Paraná 2019 con su cuento “Discordancias”. Sus relatos suelen aparecer en la contratapa del suplemento Rosario12, de Página12. Es papá de Estefanía y Mateo.