Al principio, todo era muy difícil, había tanto dolor, sensación de incertidumbre, preguntas que no se podían responder, niños que sufrían, niños con cáncer y, muchas veces, esa situación de pobreza, la condición social de no tener nada y de necesitarlo todo.
Ser niño, ser pobre y tener cáncer. ¿Cómo resolver esa ecuación?
Comencé a aceptar ese desafío que se me planteaba, esos seres desviaron mi atención, ocuparon mi cabeza, dieron sentido a mi tarea, enriquecieron mi vida y me enseñaron palabras que tuve que aprender, como "esperanza, proyecto, se puede, mañana, después, vivir, crecer" y también "morir".
Ellos y sus padres buscaban alivio y sostén y aprendí a leer en sus miradas… ayúdame. Y así me convertí en refugio y al hacerles "upa" percibí la sensación de que ya nada los atemorizaba.
Mi conexión era con ellos, antes que sus padres. Buscaba sus miradas, respondía sus preguntas, escuchaba sus relatos y sentía que al acercarme a esos seres humanos mi trabajo tenía sentido… mi vida tenía sentido y la motivación de cada día al enfrentar ese sufrimiento me generaba una energía positiva, una empatía con el otro en su dolor que me generaba paz.
Nuestra comunicación era como un juego, donde la enfermedad ocupaba un lugar primario, pero era tanta la naturalidad, simpleza y ausencia de miedo, que se convertía en un tema secundario.
Me recordaban "no digas leucemia cuando está mamá, acordate que a ella esa palabra no le gusta", o frases como "la señora que viajaba en el cole me miraba seria mi cabeza pelada y entonces le conté que tenía células feas y que después de la quimio me iba a crecer el pelo". Despreocupadamente levantaban los hombros y recordaban al tío pelado al cual nunca le crecería el cabello y la pícara sonrisa se dibujaba en sus rostros.
Jamás olvidaré nuestros diálogos. "Hoy vi un ratón en mi ventana, se fue rápido, mejor porque yo no tengo tantos neutrófilos"; "Me gusta ir al quirófano, son todos buenos y me hacen bromas"; "¿Puedo comer pizza fría?"; "¿Si me hacés la punción a la mañana, puedo ir a la prueba de matemáticas?"; "Convencé a mamá que me deje viajar, decile que ella no venga, yo voy a tomar las pastillas igual".
Así son ellos, los niños con enfermedades crónicas, pero no interminables para su medida del tiempo y nunca tan graves para las magnitudes que ellos manejan. Ellos y sus madres, mujeres traductoras de sensaciones como "le debe doler, está diferente, tiene algo, no es el mismo".
No puedo describir el dolor de ellas, creo no poder hallar las palabras, pero por más grande que sea, por más terrible que sea el diagnóstico, nunca las ví derrumbarse, están erguidas, al lado del niño, sólidas como grandes árboles con profundas raíces, y agradable sombra para mí. En ellas puedo apoyarme, siempre despiertas; hacen trámites, memorizan protocolos, controlan sueros, juegan, se disfrazan y el tiempo que les queda lloran, rezan, me sostienen.
De ellas absorbo mi energía, las admiro y cuando sus hijos mueren, una parte de su esencia se va con ellas, pierden el brillo en sus ojos, y siguen de pie, son como juncos que el viento intenta doblar, pero no se quiebran, solo se mecen en una tristeza indescriptible.
El día del diagnóstico es siempre duro, preparo mi mente para aceptarlo, hablo con los padres y trato de elegir las palabras que hagan menos daño, intento sostener y abrazo esos hombros abatidos por el dolor, y cuando siento que caigo con ellos, en un abismo, me levanto con mucha fuerza para ponerlos de pie junto a mí y dar frente a una batalla sin tregua contra la enfermedad.
Hablo con ellos, mis pequeños pacientes, les explico, intento con sus palabras.
Es un monstro malo que se va a ir, querés dibujarlo, es malo, pero vamos a intentar ganarle. Y allí empieza mi conexión con ellos, me sorprenden sus actitudes tan valientes, la franqueza y transparencia de sus pensamientos. En ellos no existe el miedo a la muerte, solo saben del amor a la vida.
Vomitan, tienen fiebre, se infiltran sus venas, pero ante la presencia de un chupetín, un helado o las infaltables papas fritas, olvidan su martirio y la cárcel que significa la internación. Adoran las ventanas, les gusta el viento, la luz, pasean sin problemas con los sueros y las bombas de infusión por los largos pasillos del hospital o el sanatorio arrastrando siempre un peluche o una Barbie con sendos barbijos y jeringas vacías.
Su aspecto exterior generalmente no los preocupa, las cabecitas peladas lucen los más novedosos y coloridos gorros y bandanas que cambian permanentemente, y cuando crece el primer pelito nuevo parecen no recordar las largas melenas anteriores o los rulos previos que añoran sus madres.
Sus habitaciones son lugares donde reina la ficción: siempre me recibe Batman o algún otro súperheroe que controla los procedimientos, la bandera o escudo del cuadro preferido, la muñeca o el bebé de turno que debo revisar diariamente, y opinar sobre su palidez y los infaltables dibujos alusivos a todo: dibujan la quimioterapia, colorean y le dan rostro a las células y nos dibujan a nosotros, sus cuidadores, de las más insólitas maneras. Los imagino y los siento felices hasta que llega el dolor y nos trae abruptamente a la realidad.
Odio el dolor en los niños, sus ojos se desbordan de lágrimas y el silencio y sufrir profundo de sus padres duele en mis huesos. El dolor, ese gran enemigo, tanto o más que la enfermedad misma.
Los niños más grandes, los adolescentes, con sus 13 o 14 años, a veces me preocupan más que los pequeños; entienden y preguntan, me desafían y quieren aclarar dudas y debo tratar de conformarlos. Aunque siempre saben hasta dónde preguntar y me preparo para responder al más difícil de los cuestionamientos… ¿puedo morir?… Nunca mentirles, nunca esconder, para que el miedo no intervenga y complique la situación; siempre protegerlos. Los veo pensar por momentos, pero enseguida sus mentes se invaden por otros pensamientos y comenzamos nuestro andar juntos, luchan con varias cosas, con la enfermedad, la tristeza de sus padres y su infancia diferente.
Pero no puedo dejar de contar sobre sus muertes, cuando la batalla la gana la enfermedad viene la muerte. No le temo, ellos tampoco y sus padres, a veces, aceptan lo que es incomprensible a la mente humana.
Algunos se sostienen con fe y hasta los he visto sentir ese "alivio" de no ver sufrir más al ser tan amado. Hay otros que parecen perder la cordura, no aceptan, no pueden con sus vidas, el dolor los arrasa.
Recuerdo los hermanos del niño muriente, hermanos que no eligen, que no tienen la culpa, que pierden a su hermano y ya antes perdieron a sus padres. Están quienes después de la muerte huyen de mí y están aquellos que se apegan aún más. Los que creen, los que abrazan cualquier fe, esos se sostienen mejor, esos padres entienden y aceptan que la muerte es un amanecer a la vida (1), es parte de la vida misma y aceptan los dos aniversarios que todos tenemos, el día que nacemos y el día en que despertamos a la vida (2).
Con el paso de los años no pude manejar las emociones y mi vida intentó tomar un tono de color gris, transcurría sin poder disfrutar si el otro sufría y se sumaron los dolores propios familiares y los de mi profesión, y comprendí que me había olvidado de mí, había olvidado mi YO. ¡El milagro del yo me pertenece! Soy su dueño y su guarda. Es mío para protegerlo y usarlo y es mío para arrodillarme ante él (3). Había dejado de cuidarme, de abrazarme y ser compasiva conmigo.
Al leer La virtud del egoísmo de Ayn Rand pude entender que los extremos son malos. Vivir para mi propio provecho o vivir para mi prójimo. El ejercicio pleno de la razón y el aprender a regular las emociones me permitió conectarme conmigo; encontré los recursos que me permitieron atravesar límites que yo misma me había impuesto, y al volver a encontrarme, a cuidarme y quererme pude trascender en mi hacer diario y así ascender en mi camino, sin victimizarme con compasión hacia mí y al otro.
Entendí que el dolor no se comprende, se enfrenta, pero sin resistencia. Se acepta, se alivia, se suaviza y se acomoda en cada uno de nosotros y nos prepara con más serenidad para continuar el misterioso y fascinante camino de la vida.
Fui aprendiendo los cuidados del cuidador. Me cuido para cuidar al otro y en ese otro además de mis seres queridos y mis pacientes pequeños había un mundo natural y un cosmos. Y recordé las palabras de Byung-Chul Han en el final de su libro Vida contemplativa. En el reino de paz por venir se reconciliarán el ser humano y la naturaleza. El ser humano ya no será más que un conciudadano de una república de seres vivos a la cual pertenecerán las plantas, los animales, las piedras, las nubes y las estrellas (4).
La vida activa sin la vida contemplativa es ciega (5). Nos cuesta ver la verdad de las cosas.
Tomé así conciencia de mi sufrimiento, acepté el sentirme mal y al entender la impermanencia de todo en la vida sentí alivio y encontré lugares de reposo en medio de la agitación de mi vida y pude percibir que si así era la ecuanimidad, estaba con un estado mental que me protegía.
Acepté con bondad mi trabajo, permití perdonarme, entendí que el exceso de empatía y la omnipotencia me perjudicaban, aprendí entonces a soltar y, al tener compasión de mí, la pude trasladar a otros, protegiendo mi integridad física y psíquica.
Ahora mi tarea continúa de otra manera, sigo dando batallas y luchando por la supervivencia de los niños con cáncer. A veces, cuando las cosas parecen estarse derrumbando, puede ser que más bien se estén colocando en su lugar. Y continúo con mi propia causa comprendiendo la palabra sagrada YO, y sigo con más fuerza como si fuera joven, y siento el maravilloso placer de poder ayudar, de acompañar, de estar y vivir y pienso "¿por quién lo hago?". Concluyo que lo hago por mí.
Referencias bibliográficas:
1) Elisabeth Kübler-Ross, La muerte: Un amanecer.
2) Albert Espinosa, El mundo Azul, ama tu caos.
3) Ayn Rand, Himno.
4) Byung-Chul Han, Vida contemplativa.
5) Platón, Alegoría de las cavernas.
* Sandra Ethel Zirone es médica pediatra y oncohematóloga infantil de Argentina.