La masculinidad en los tiempos modernos

¿Qué les pasa a los hombres?

Desplazados del papel de proveedor absoluto del hogar por el avance femenino, los varones están desorientados.

Sin embargo, algunos ya han conseguido adaptarse a los nuevos modelos y ensayan con entusiasmo roles no convencionales Un especialista analiza el fenómeno, que a veces complica las relaciones amorosas

                               

A los 60 años, un hombre que desarrolló una exitosa vida profesional como médico decide reducir al mínimo su actividad y dedicar buena parte de su tiempo a la pintura; para ello, convierte su estudio en taller y se aboca a esta asignatura pendiente. Su familia (mujer, dos hijos, tres nietos) descubre en él una alegría, una vitalidad y una iniciativa desconocidas.

Un ejecutivo de 42 años, con grandes posibilidades de ascender a un puesto muy alto en la cadena hotelera en la que se desempeña, abandona de un modo inesperado su carrera por la nueva posición (en la que participan, aunque con menos posibilidades, otros dos colegas) y anuncia que se retirará de la profesión. El y su mujer, arquitecta, han decidido mudarse, con sus dos hijos adolescentes, a un pueblo del interior, donde administrarán la pequeña chacra que acaban de comprar. La iniciativa ha sido de él, que deseaba compartir más tiempo y proyectos con ella y estar más presente en la vida de sus hijos.

Un joven músico, de 28 años, que toca en un grupo de jazz y dicta clases en forma privada, se encarga del manejo de su casa y prepara la cena cada noche de la semana para esperar a su pareja. Ella es asistente ejecutiva y trabaja todo el día en una empresa farmacéutica.

Un empresario de 37 años, dueño de su propia compañía de servicios gráficos, ha decidido trabajar sólo hasta las tres de la tarde. Ha preparado a alguien para que quede al frente de las decisiones. Por la tarde, él busca a sus hijos en el colegio, les prepara la merienda y el baño, los ayuda en sus tareas y, cuando las hay, acude a las reuniones de padres en la escuela. Su esposa retomó, en esos horarios, sus estudios de economía.

Un agente inmobiliario de 39 años, divorciado hace ocho luego de una experiencia matrimonial de dos años, afronta una crisis emocional. Viene de sufrir decepciones porque aspira a construir un vínculo de compromiso y armonía con una mujer, pero no encuentra una compañera afectiva para ese proyecto. Según él, las mujeres parecen estar más concentradas en aspiraciones profesionales y sociales que en proyectos para construir una intimidad de a dos.

¿Cómo encajan estos hombres dentro de la masculinidad de nuestros días? ¿La representan? ¿Son excepciones? ¿Son, peor aún, anomalías? Una cosa es cierta: no son mayoría. Y otra: son un síntoma. Cada uno de ellos podría ser visto como el emergente de muchos otros, minoritarios pero innumerables, como el denunciante de necesidades, deseos, búsquedas, aspiraciones que los varones están comenzando a explorar. Lo hacen con dificultades, con temores, con trabas ancestrales, con dudas y, en ciertos casos, también con urgencias.

A partir del siglo XVIII, cuando la Revolución Industrial cambió la organización de la producción económica, se instaló un modelo de masculinidad. Así como siempre le había tocado ir a los campos de batalla a combatir, ahora al varón se lo convocaba a las fábricas (hijas flamantes de la energía de vapor), a producir. Se acababa la familia como unidad económica que se dedicaba en conjunto a una tarea, agrícola o artesanal. Ahora los hombres irían a las fábricas, serían ellos los encargados de producir y, por lo tanto, de aportar económicamente al hogar, a través del salario, mientras las mujeres se dedicarían a la crianza, la educación y la salud de los hijos, y a la administración del hogar.

Para dedicar toda su energía y disponibilidad a la producción (como a la guerra), el varón "debía" disociarse de su mundo emocional. El miedo, la tristeza, la duda, la ensoñación, distraen, quitan fuerzas; son, desde entonces más que nunca, "debilidades femeninas". Así como evolucionó la técnica y se consolidó la sociedad industrial a partir de aquel fenómeno social, también se consolidó, hasta convertirse en estereotipo, aquel perfil del varón. Definitivamente instalado en el mundo externo (fuera del hogar, fuera de sus emociones), el varón debió hacerse competidor, calculador, controlador, ejecutivo, decidido, físicamente fuerte, racional y, visto desde la contracara, impiadoso, insensible, acorazado. Una vez instalado este modelo, se comenzó a llamar "masculino" a todo aquello que lo representaba y "femenino" a su contrapartida (la ternura, la receptividad, la duda, la sensibilidad, el miedo, la pasividad, la vulnerabilidad, la intuición).

El paso siguiente consistió en hablar de la "naturaleza masculina" y la "naturaleza femenina", adjudicando origen natural a lo que es una construcción social y cultural. Si lo que llamamos "femenino" y "masculino" fuera natural, probablemente habría más armonía, menos enfrentamiento y menos desacuerdo entre varones y mujeres. Desde los años 60, las mujeres comenzaron a cuestionar vivencial y existencialmente los lugares fijos de la "masculinidad" y la "feminidad", y contribuyeron, aunque no exclusivamente, a transformar las costumbres sexuales, los modelos de pareja, los patrones familiares y buena parte del panorama social y económico. Acaso lo hicieron porque, si bien los modelos rígidos afectaban a ambos por igual, disociándolos de una mitad de su ser, ellas estaban en un espacio más reducido, el doméstico, aunque más en contacto con sus necesidades emocionales.

Los varones no acompañaron esa danza: realizaron sus propios pasos. Y el final del siglo XX los encontró en crisis con su propia condición.

Nuevos escenarios

En el mundo contemporáneo, muchas cosas que le estaban garantizadas al varón para desempeñarse como tal y recibir su certificado de hombría cambiaron sustancialmente. Entre ellas:

No hay un lugar asegurado para el varón joven que se inicia en el mundo del trabajo. El hombre productor carece, entonces, de base firme para ejercer su rol.

Antes, cuando un varón cumplía los mandatos y alcanzaba un desarrollo económico o profesional, podía confiar en que éste sería permanente. Hoy no. Nadie está seguro en ningún tramo de la cadena productiva.

El papel de proveedor económico, que le estaba destinado al varón y que, si bien lo privaba de experiencias emocionales, le daba poder en el plano familiar y social, ha probado no ser una exclusividad masculina. Por necesidad o por elección, las mujeres se mostraron como productoras y proveedoras económicas.

Las certezas, una herramienta esencialmente masculina para manejarse en el mundo, han desaparecido para dar paso a la incertidumbre.

La sexualidad dejó de ser como la ejercían los varones. Desde la píldora en adelante, las mujeres recuperaron la propiedad de su cuerpo, de su deseo, y con ello, la de su propia iniciativa sexual. Ya no se trata de una relación sujeto activo-objeto pasivo, sino de un intercambio y de una exploración conjunta, a la que el varón contemporáneo no ha sabido ni podido adaptarse, aun mediante un replanteo de su propia sexualidad, tradicionalmente basada en el rendimiento (como tantos otros aspectos de su vida).

En los nuevos modelos familiares desaparecieron los roles rígidos con funciones estrechas y, por lo tanto, el lugar del padre ya no puede ser ejercido mediante la aplicación automática de la autoridad. Debe ser reocupado, redefinido y resignificado mediante una presencia activa, física y emocional, para la cual los hombres adultos de hoy carecen, en su mayoría, de modelos traídos de su experiencia como hijos.

Hacia los años 60, precisamente, la escritora Esther Vilar, argentina, formada y residente en Alemania, estimuló discusiones y revisiones con su descripción del varón domado que destruía sin piedad la mitología del macho poderoso y la mujer sometida. Si bien aquello no cambió los parámetros existentes, sí mostró, por primera vez de manera masiva, las debilidades ocultas del modelo machista tradicional.

Hoy, a la luz de los cambios que reseñé, cabría hablar de un varón desorientado; al hombre de hoy, los lineamientos tradicionales de la masculinidad le permiten aferrarse a ciertos espacios, pero no le garantizan satisfacción espiritual ni un lugar cómodo en sus vínculos (de padre, de pareja, de jefe, etcétera), en los que a menudo se ve o se siente cuestionado.

Los hombres que han pasado los cuarenta, y se encuentran con que eso es hoy apenas la mitad de la vida, empiezan a cuestionarse qué hacer con la segunda mitad, y cada vez más se deslizan hacia crisis existenciales que se expresan de modos diferentes. Puede ser la aparición de un conflicto vocacional, el descubrimiento de asignaturas pendientes (emocionales, vocacionales, físicas), divorcios, búsqueda de nuevas compañeras (generalmente más jóvenes, como si se persiguiera una ilusoria transfusión de vigor para no dejar de ser el que se supo ser), viajes iniciáticos, reencuentro con hijos de los que estaban distanciados por su propia ausencia; a veces los conmueve un tema de salud que les recuerda que tienen un cuerpo (no sólo una herramienta de rendimiento laboral y sexual) o se replantean la relación con los propios padres (ya sea para salir del lugar de hijos o para una aproximación reparadora).

Algunos, presa de insatisfacciones indefinidas, se proponen súbitas metas económicas ("se acabó; ahora lo que quiero es tener mucha plata"), que a veces cumplen, aunque con altos costos emocionales, vinculares o físicos. Otros entran en una suerte de ostracismo social: se retiran de sus vínculos de amistad o manifiestan un bajo perfil sexual.

Los varones saben muy poco de su propia "menopausia", de los cambios hormonales que los afectan, de las variaciones anímicas, de las transformaciones en conductas y actitudes que los pondrían en un plano de mayor armonía, de las necesidades que se inauguran a medida que evolucionan. La desorientación masculina se intensifica, con frecuencia, por la repetición de hábitos, pautas y comportamientos incorporados de un modo automático –siguiendo mandatos– y jamás cuestionados. Esto los desfasa respecto de las mujeres, de sus hijos, de nuevos espacios que se abren en el mundo en el que viven. Desorientados, pues, algunos se sumergen en más de lo mismo (el varón workahólico suele corresponder más a una huida que a la búsqueda de un objetivo) o se convierten en sujetos en fuga (lo que las mujeres, desalentadas, llaman fóbicos).

Se suele decir que este perfil corresponde al de un varón ya en retirada, que las nuevas generaciones masculinas son distintas, más sensibles; ellos están más conectados de otra manera con lo emocional, con el trabajo o con la mujer. En parte es así, pero sólo en parte. Los varones jóvenes no nacieron de repollos ni los trajo la cigüeña. Son hijos de padres mayormente formados con un modelo muy estructurado y es lo que han conocido como patrón. Han cambiado; se han flexibilizado los discursos acerca de la masculinidad. Pero siempre un discurso cambia más rápido que una conducta. Ni a los hombres adultos ni a los jóvenes los satisface existencialmente el modelo masculino "oficial". Ese perfil genera malestar emocional, pobreza vincular y, también, deterioro de la salud física. Los varones viven menos que las mujeres; son más propensos a las dolencias cardiovasculares, a los efectos del estrés, a los accidentes, a ser víctimas y victimarios de la violencia. Hay razones fisiológicas para esto, pero además conviven con un alto componente de toxicidad cultural.

Cada vez más varones jóvenes parecen proponerse un nuevo modelo. Y se los elogia diciendo que son más "colaboradores" en lo doméstico, en la crianza de los hijos, en lo conyugal. Sin embargo, el "colaborador" no es un coprotagonista. Se mantiene como actor de reparto. Probablemente así sea mientras los hombres no comiencen una transformación interior. Suele decirse que como es adentro es afuera. Los cambios de los varones tienen hoy más del afuera que del adentro. Y no es cuestión de edad, sino de género.

De acuerdo con mi experiencia, cuando un varón se propone reencontrarse con esa parte perdida de sí mismo, su mundo emocional, sus aspectos sensibles y receptivos, hay una puerta luminosa que lo conecta con ese territorio. Es la puerta de la paternidad. Cuando un hombre habilita, transita y ejerce sus funciones paternas se producen en él notables transformaciones. Aparecen la empatía, la solidaridad, la capacidad de escuchar, la ternura (que en el varón no se manifiesta igual que en la mujer), la intuición.

La paternidad parece tener para el varón una poderosa cualidad reparadora, sanadora. Hay hombres que descubren su mundo emocional, y se hacen protagonistas de ese mundo cuando nace su hijo; a otros les ocurre cuando, por alguna razón vinculada con la historia de su vida, inauguran un vínculo diferente con un hijo que ya está en su vida; otros acceden a esta vía a raíz de la turbulencia que deviene de la adolescencia de sus hijos. Allí no hay riesgos de sospechosas "blanduras", no hay nada de "femenino" en el ejercicio emocional de la paternidad. Los hombres que se conectan con esta evidencia se transforman.

Acaso al ejercer su pleno protagonismo en la paternidad, algo que parece un proceso inevitable e impostergable, los varones empezarán a salir de una armadura que los aprisionó durante siglos. Afuera hay quienes los esperan. Robert Moore, profesor de Teología y Religión del Seminario Teológico de Chicago, psicólogo junguiano y autor de La nueva masculinidad junto a Douglas Gillette, afirma: "El enemigo de ambos sexos no es el sexo opuesto, sino la fragmentación del sí mismo de cada uno". En esa fragmentación, los hombres quedaron aislados de su mundo interior. Regresar allí es prioritario para completar la transformación del varón, a la que el filósofo Sam Keen, autor de Fuego en el cuerpo y de Himnos a un Dios desconocido, llamó "la gran revolución pendiente en el siglo XXI".

Por Sergio Sinay

El autor es periodista, especialista en vínculos humanos, autor de "Vivir de a dos" (Del Nuevo Extremo). Su nuevo libro, de próxima aparición, es "Elogio de la responsabilidad".

Para saber más:
www.essaysample.com/essay/000934.htm
www.menweb.org

Fútbol, polo y tango

El antropólogo argentino Eduardo Archetti, profesor en la Universidad de Oslo, Noruega, país donde vive, encuentra que el fútbol, el polo y el tango hacen una buena síntesis de la masculinidad argentina, tema al que dedicó su libro Masculinidades, fútbol, polo y tango en la Argentina. Para Archetti, en el fútbol, tal como se lo concibe en el país, se concentran la picardía, la irresponsabilidad y la indisciplina como valores masculinos. En el polo, el coraje, que reconoce sus orígenes en la virilidad gauchesca. Y en el tango se refleja la ambición masculina de guiar, de dominar, que no siempre encuentra su correlato en la vida real.

22 años
¿Cuánto le lleva a un varón madurar? De acuerdo con Daniel Levinson, autoridad reconocida en el estudio de los ciclos de la vida masculina (y autor de The Season´s of a man´s Life, auspiciado por los Institutos Nacionales de Salud Mental, de EE.UU.), la madurez se construye entre los 18 y los 40 años. Entre los 20 y los 30, el varón trata de afirmarse fuera del mundo familiar. Lucha por lograr una identidad y mide su masculinidad a través de la competencia, el éxito el poder de seducción sobre las mujeres, la fuerza, la aprobación de otros hombres. Desde los 30, lucha y pelea por confirmar su virilidad. A los 40, comienza a sentir que pasó los exámenes y puede hacerse preguntas y planteos que antes no registraba. Empieza, dice Levinson, a "ser un ser humano en sentido integral".