Lejos están los días en los que el médico de cabecera era consultado por una amplia gama de problemas, no sólo individuales sino familiares. Sujeto a circunstancias tanto culturales, políticas y socioeconómicas como al inusitado progreso tecnológico, el Hombre ha cambiado su estilo de vida. Luego de la II Guerra Mundial se fue produciendo una fractura ética y estética con el pasado. Se arribó a un cambio en las demandas de todo tipo, especialmente en las referentes a la salud, la educación y el bienestar, consecuencia de la mayor posibilidad de encontrar respuestas de avanzada. Una tecnología fascinante, accesible y muchas veces fácil de usar, llevó a la idolatría de la razón práctica sobre la intelectiva, desembocando en un afán de dominio y manipulación del Hombre.
Tal es el embate de novedades, en todos los campos, que es muy fácil de explicar la existencia de sucesivas modas. Fruto de una de ellas es la legión de personas a quienes se les extirparon las amígdalas por una moda científica, apoyada hacia 1930 por los médicos y la comunidad. Y, muchas veces, en el quehacer médico, como en otros tantos, la extralimitación, la audacia irresponsable, el atentado a la calidad de vida material y espiritual del paciente, derivan de la moda. La moda científica es peligrosa. Se han olvidado del aforismo latino "Primum non nocere" (primero, no dañar) y las premisas básicas de la medicina antigua: favorecer y no perjudicar, abstenerse de lo imposible, respetar la armonía, los límites, el orden. Alejarse de los excesos, buscar el justo medio, actuar en oportunidad.
Por suerte, la Medicina es ciencia pero también es arte. Y cuando peligra en alguno de sus aspectos, siempre encuentra, a veces como resultado de una alquimia conducida "con arte", formas o caminos para retornar al equilibrio perdido.
La comunidad toda, pacientes, médicos, fuerzas públicas y gobernantes se han dado cuenta de esta situación y han comenzado a fomentar nuevas tendencias en políticas de salud, las que llevan a revalorizar la atención primaria de la salud. Es decir, una asistencia centrada en la prevención de la salud del individuo, la familia y la atención de los problemas más frecuentes. Este redescubrimiento requiere de la figura muchas veces olvidada del médico de familia, el profesional que resurgió como respuesta a la subespecialización, al sobrediagnóstico, al excesivo dimensionamiento de los recursos tecnológicos.
Es el que atiende al paciente con una visión integradora y una adecuada relación médico-paciente; es el que evita su atomización en su recorrido por los consultorios de las espacialidades a su alcance, muchas veces realizado innecesariamente por ignorancia o falta de una conducción médica adecuada. Es el que evita, al decir de Balint, las consecuencias de "la complicidad en el anonimato", conocida situación en la que todos los que intervienen omiten algunas acciones en la creencia de que es realizada por sus colegas.
La presencia del médico de familia actuando como pibote en la relación de su paciente con otros profesionales, permite ahorrar, tiempo, dinero, recursos, ansiedad y errores diagnósticos por excesos u omisiones, por lo general involuntarias.
El conocimiento de la personalidad, los valores y las tradiciones de su paciente; de sus expectativas y objetivos; la visión integral y global que de él posee, pone al médico de familia en franca ventaja frente a sus colegas especialistas, quienes por lo ocasional de su atención no están en las mismas condiciones frente al enfermo. Ello le permite centralizar los recursos en beneficio del enfermo, principalmente, y secundariamente producirá un alivio en los sistemas de salud, tanto públicos como privados.
Tres son los pilares en los que se apoya el accionar del médico de familia: la continuidad, la integralidad y la intimidad. La continuidad le permite tener a la familia como "unidad de atención", transformándola en el eje de su trabajo. La integralidad es el principio por el que, auspiciosamente, se vuelve a los valores de los antiguos maestros, que nunca deberían haberse perdido. Es aquí donde la labor del médico no sólo se centra en tratar de alejar la enfermedad, sino en afianzar la vulnerada seguridad del paciente y su vínculo con la vida, la familia, la sociedad y el universo: un hombre sano debe estar en condiciones de comunicarse con el Todo.
Lo necesario para lograr estos objetivos estará en sus manos, contando siempre con la colaboración de su paciente, mediante la prevención, el tratamiento o la rehabilitación de todo tipo de problemas, agudos o crónicos, físicos o emocionales. Esta actitud, para nada omnipotente, continuará durante las interconsultas por él requeridas, bajo su supervisión o aún con su presencia, garantizando así el cumplimiento de este concepto integrador. Por último, pero no por ello menos importante, está la intimidad, la relación médico-paciente. Esa comunicación surgida de la esperanza de dos personas: una, que sufre y confía, la otra, que comprende y cree en su capacidad de ayuda. Sin esta dupla, sin esta interrelación cultivada en la intimidad de la consulta médica todo lo otro es casi imposible.
Cuando la sociedad pensó en rescatar y revalorizar la atención primaria, la realizada en los consultorios de los médicos generalistas privados, de obras sociales, de pre-pago y hospitalarios, conciente o inconcientemente pensó en recuperar el vínculo balsámico y beneficioso entre el médico y su paciente.
* Especialista en Medicina Interna. Docente Autorizada de la UBA