'El Mundo por Segunda Vez' de Padovani y Sanpietro
Alexis Padovani no siempre fue músico. Alexis jugaba al rugby hasta que un día, jugando un partido a beneficio de los lesionados medulares del rugby, se lesiona la médula y queda cuadripléjico. Parece una ironía, pero es real. Y acaba de salir El mundo por segunda vez (Grijalbo), el libro escrito por Juan Ignacio Sampietro que cuenta su historia. Ya está en todas las librerías, y desde acá lo recomendamos especialmente. Léanlo!
Alexis Padovani, ex jugador del CASI, narra en este libro su historia de vida. Su accidente, su recuperación, el rugby, la música, los amigos y la oportunidad de seguir adelante.
Una ambulancia se abre paso por las calles de la ciudad. Alexis, el protagonista de esta historia, acaba de lesionarse la médula en un partido de rugby a beneficio de lesionados medulares y todavía no sabe que no va a volver a caminar.
Todo lo que sigue a esa increíble ironía es aun más intenso y conmovedor: una rehabilitación física que pone a prueba su fortaleza, una arriesgada mudanza a la Patagonia en busca de la independencia perdida, el regreso a una ciudad que se vuelve inabordable, el amor y la música como llaves de un destino que nunca deja de desafiar a su suerte.
El mundo sigue siendo el mismo, pero Alexis tendrá que aprender a vivirlo por segunda vez.
Una historia real, contada con tanta crudeza como sentido del humor. Una novela para emocionarnos y reflexionar sobre la voluntad, el amor propio y la ambición de superar nuestros límites.
Bio: Alexis Padovani, nació en Madrid, en enero de 1977. Llegó a la Argentina a finales de 1979 y jugó al rugby en el Club Atlético de San Isidro hasta los veinte años, cuando una lesión medular cambió el rumbo de sus días para siempre. De rugbier a rockero. De la inmovilidad extrema a una vida en constante movimiento.'El mundo por segunda vez' cuenta su historia.
Ignacio Sampietro, nació en La Plata, en 1977. Estudió letras en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Complutense de Madrid, ciudad en la que vivió ocho años. Colabora en distintos medios gráficos. 'El mundo por segunda vez', su primer libro, es el resultado de una larga serie de entrevistas con Alexis Padovani.
Alexis Padovani es la voz de JAMA Reggae
Una noche de verano de 2005 en una habitación de Don Torcuato, mientras zapaban alguna versión de algún tema, a los hermanos, Sebastián y Alexis Padovani les surgió una idea: armar una banda de reggae que complementase el roots de Bob Marley y Peter Tosh con la influencia de Sumo, Luca Prodan y tantas otras bandas ligadas al rock argentino y foraneo (Sublime, The Police y Pink Floyd entre otras).
El 27 de julio de 2005 en Perú Beach y bajo el nombre de JAMA, la banda hizo su primera aparición pública ante amigos, conocidos y familiares con un show acústico. Presentaron diez temas ajenos y el único tema propio. Tras los ensayos posteriores la historia ganó forma y color, con la suma de algunos integrantes, y orientaron la estética al formato eléctrico.
El mundo por segunda vez - Capitulo 1.
1. Partido a beneficio
Sonido de sirena, potente sonido de sirena, y una ambulancia que no va a detenerse hasta que llegue a destino. Desde la camilla imagino los semáforos en rojo. Si cierro los ojos también puedo ver esa ambulancia desde afuera, puedo imaginarla pasar desde la calle como he visto pasar tantas otras en mi vida. Pero la ilusión no dura: abro los ojos, estoy adentro, es por mí por quien suena esa sirena. Todavía muevo los brazos pero ya no siento los dedos de las manos:
- Lo peor - le digo a mi padre que está sentado a mi derecha tratando de mantener la calma - es que si quisiera pegarme un tiro no podría.
Ese domingo me desperté a las once de la mañana y hablé por teléfono con Gonzalo para ir a la cancha de Racing a la tarde. Después tomé un café con leche, me bañé, y me tiré en el sofá a ver televisión. Media hora más tarde me llamaron para jugar el partido de la Fundación Rugby Amistad. Faltaba un jugador para completar el equipo y querían saber si yo podía cubrir ese lugar. Dije que sí, llamé a Gonzalo para cancelar, me vestí, preparé el bolso y salí a la calle.
Caminé las tres cuadras de siempre, las que separan la casa de mi abuela Berta del Club Atlético de San Isidro. Fui a la tribuna de madera de la cancha principal y me senté a enrollar las vendas que iba a usar en el partido. Me pregunto si es verdad que no tenía un buen pálpito ese día, que estaba algo inquieto. Mientras enrollaba las vendas vi pasar en su silla de ruedas a Fernando, un integrante de la Fundación. Me quedé observándolo a la distancia, sin hacer foco en lo que veía. A unas pocas horas de estarlo por completo, me encontraba tan lejos de un cuadripléjico como puede estarlo ahora la mayoría de los que lean estas páginas.
En la ambulancia hace calor. Raro, tanto calor en octubre. Es el día de la madre. Lindo regalo. Le pido a mi padre que no le diga nada o que le diga que me lesioné la rodilla, pero que recién le cuente la verdad en el sanatorio. Mi padre me busca los ojos, me pide que esté tranquilo. Tenés medio hijo, le digo de pronto, en un tono que pretende aceptar la situación. Pero tengo miedo, tengo pánico, tengo un terror total. Y en ese estado extremo de confusión y de angustia, se me ocurre pensar que no iba a poder terminar el colegio. Para mantener el diálogo, se lo digo: papá, así no termino el colegio.
Cuando llegué al vestuario no había nadie, sólo los empleados del club. Me puse los pantalones cortos y me acosté en la camilla para que me hicieran un masaje previo al calentamiento. Poco a poco fueron llegando los jugadores, del CASI y del SIC. Se entremezclaron los dos equipos porque era un partido a beneficio. A mí me tocó jugar con la camiseta del S.I.C y cuando lo digo me sonrío, porque es un completo desatino para un deportista lesionarse jugando con la camiseta de su archirival y en un partido a beneficio.
El partido empezó a las dos de la tarde en la cancha auxiliar porque se estaba jugando otro partido en la cancha principal. Recuerdo que hacía mucho calor, que estaba jugando de pilar izquierdo y no de pilar derecho, mi posición natural. Recuerdo haber visto llegar a mi padre. Recuerdo mi sudor y el final del primer tiempo, que era para mí el final del partido, porque había otros jugadores esperando para entrar.
La sirena sigue sonando, la ambulancia por fin se detiene. Me reciben en la guardia y me llevan a la sala de rayos. Para evitar movimientos bruscos que puedan agravar la lesión me cortan la camiseta con una tijera. Me sacan también los botines y las medias. Con una prudencia extrema, me acuestan sobre la máquina de rayos. Tengo seco el sudor del partido pero sólo siento frío en la parte superior de la espalda. Escucho el ruido de las placas: ¿Qué sale? ¿Qué tengo? Pero sólo se ve una vértebra desplazada y para dar un diagnóstico preciso deben pasarme por el resonador. Me suben otra vez a la camilla y me trasladan por un pasillo. En ese momento alguien, no llegué a verlo porque sólo miraba al techo - las luces de tubo pasaban- me ata entre las manos que ya no muevo una medalla de la virgen y un rosario. Se abre una puerta. Entro a otra sala. Me suben al resonador. Lo cierran. Estoy solo, por primera vez estoy solo, con un rosario y una medalla de la virgen atadas entre las manos.
Rezo,invoco, prometo, le vendo el alma al diablo. Dos metros de tubo para enloquecer a cualquiera. Como ignoro todo acerca de las lesiones medulares y de lo que en realidad va a ocurrirme, imagino sólo dos posibles escenarios: o me espera una silla de ruedas para todo la vida y mi vida se termina acá, o mañana mismo vuelvo a mi casa caminando.
Entré a jugar el segundo tiempo. El partido, al menos, continuó en la cancha principal: lesionarme en la cancha auxiliar habría sido demasiado para mi orgullo de entonces. Dos minutos más tarde se le cae hacia delante la pelota a un compañero. Infracción. Hay entonces lo que se llama un scrum, entre las veinticinco y las cuarenta yardas del campo contrario. Una descoordinación produce una entrada en falso en la formación: dudo entre embestir al pilar contrario o salir para reiniciar el movimiento. Una decisión, una fracción de segundo. Embisto, pero cuando viene a la carga el scrum contrario intento salir hacia atrás. Quedo flexionado, rígido: más de setecientos kilos de un lado, más de setecientos kilos del otro. Golpeo contra el hombro del pilar derecho del equipo contrario.
Crack.
Una luz de cámara fotográfica, un flash enceguecedor a dos centímetros de mis ojos. Se abren las puertas de mi infierno interior: no me puedo mover. Al minuto llegan los médicos del partido y me colocan un collar para mantenerme el cuello rígido. Me suben a una camilla de madera y me trasladan al consultorio del club.
Por debajo de la altura de la lesión ya he perdido toda función motora y sensitiva, aunque muevo un poco los brazos. Veo pero no siento que me inyectan algo en el muslo. Mi padre entra y sale del consultorio al borde del desmayo. Esto está pasando. Esto no puede estar pasando. Esto está pasando y no puede estar pasándome a mí.
Veinte minutos más tarde, veinte minutos eternos más tarde -ya tendría que acostumbrarme a que el tiempo pase más lento, a que el tiempo casi no pase- llegó al club una ambulancia. Me hicieron un test neuromotor y ordenaron mi traslado urgente al sanatorio más cercano.
Cuando salí del resonador me esperaba el doctor Espagnol. Me dio un diagnóstico general y me explicó a grandes rasgos lo que era una lesión medular. Pregunté dos cosas: si iba a volver a caminar y si iba a volver a tener sexo. Hay que tener paciencia, me respondió, en un tono neutro en el que no se filtró la esperanza ni la desolación.
Lo siguiente es la habitación, una cama ortopédica a manija y un cuarto de tres por tres con luz de tubo en la pared. Carlos y Marta Inés, mis padres, sentados a un costado de la cama, intentan mantenerme en calma. Pero yo, que los conozco demasiado, puedo advertir que perdieron la suya. Afuera hay muchísima gente, me dicen, y esa información me hace sentir acompañado, pero a la vez, profundiza mis temores.
Entrada la noche llamaron de Clinicien, mi prepaga médica. Ni el humor negro en su máxima expresión: porque el rugby, según ellos, era un deporte de alto riesgo, no cubrirían gastos devenidos de la lesión.
Unas horas más tarde me colocaron un halo en la cabeza para traccionar mi columna vertebral. Estaba ilusionado. La columna se reacomodaría, la médula recuperaría la conducción y al otro día empezaría a mover las piernas. Un susto, una anécdota, un mal recuerdo con los años. Aferrado a esas esperanzas logré dormir un rato. Cuando me desperté ya no movía los brazos: estaba cuadripléjico.
Del consultorio del CASI me sacaron en camilla. Hubo aliento de mis compañeros: tranquilo, fuerza, palabras de apoyo. Hubo también aplausos desde la tribuna que me dejaron una sensación ambigua: si aplauden es porque estoy jodido, pensé. Me subieron a la ambulancia, que cruzó despacio la cancha principal y aceleró al tomar la Avenida del Libertador.
- Flaco - le dije al conductor -por lo menos prendeme la sirena.
Y la prendió.