VIctor Hugo: Hola, Adrián. Hace un tiempo me contaste lo de la “máquina de Dios”, no sé cómo la llaman en los EE.UU.
Paenza: Sí, igual, o también la “máquina de descubrir”, depende cuál sea el grado de exageración para llamar la atención de la gente. En ese momento también te dije cuánto me hubiera gustado estar en este momento en Ginebra.
VH: Así es.
P: Pero no estoy.
VH: Mi problema es que yo entendí todo cuando me lo explicaste, pero ahora no lo sé explicar.
P: Bueno, primero la gente tiene que entender que yo no soy físico, pero sí puedo contar por qué estoy entusiasmado. Y decir lo siguiente: todos nosotros hemos sido chicos alguna vez, y nuestros padres nos han regalado algún juguete. Cuando nos dejaban solos lo que queríamos hacer, además de jugar con él, era desarmarlo; y una vez que estaba desarmado lo que queríamos hacer era ver cómo funcionaban las partes de ese juguete, y empezábamos a romperlo, y a partirlo, y si uno era curioso y lograba que los padres coexistieran con uno y compartieran esa curiosidad, entonces uno podía traer un martillo y desarmar tanto como pueda, hasta lograr ver cuáles eran las partículas más chiquititas. El hombre ahora sigue jugando, y está a la búsqueda de saber cuáles son esas partículas tan chiquititas. En algún momento se pensó que eran las moléculas, después que eran los átomos, y después el hombre se dio cuenta de que los átomos no eran en realidad las partículas más chiquititas, sino que a su vez contenían electrones que giraban alrededor, que había neutrones, protones. Y en algún momento también se supuso que esos protones eran las partículas más chiquitas, y después se descubrió que no, que había partículas aún más chiquititas, y los fotones, y los quarks, y los muones, y un montón de nombres así. Es decir, el hombre está a la búsqueda de saber cómo está hecha la materia, cuáles son las partículas más chiquititas, algo así como el equivalente de cómo está hecho el ADN, cómo son los genes, qué es lo más chiquitito posible.
VH: Ajá...
P: Hay teorías que dicen que las partículas son, en total, trece. La teoría más aceptada habla de que hay trece partículas elementales. Pero de las trece, se conocen doce. De las doce, cuatro fueron descubiertas acá, cerca de Chicago, en el Fermilab. Y resulta que, ésta es la parte interesante, quiero contar cómo es que el hombre se las ingenia a ver si puede generar y descubrir esa partícula que falta y después empezar con la máquina de descubrir otras cosas. Lo que se trata de hacer es lo siguiente: supongamos que uno, debajo de la tierra, va a armar como si fuera un tubo. Un tubo circular, como si fuera una goma de bicicleta o una cámara de auto, solamente que tiene 27 km de circunferencia –27 km es una barbaridad, vale la pena pensar en eso– y está a cien metros de profundidad. Esto se empezó a hacer hace 14 años, y ha costado miles de millones de dólares.
VH: ¿Y qué es lo que se hace?
P: Por un lado, se empiezan a lanzar rayos, haces de partículas chiquitas para un lado, para que empiecen a girar en redondo. O sea, imagínense que cada vez van acelerando –por eso se llama un acelerador de partículas– y empiezan a girar, supongamos, para la derecha. Es decir, uno está parado en un lugar y los haces empiezan a girar hacia la derecha y luego vuelven, naturalmente, porque giran en redondo; una vez que recorren los 27 km vuelven a pasar por el lugar. Y así uno los va acelerando, en forma electromagnética, pero eso no tiene importancia: los acelera. Después hace lo mismo, pero en sentido contrario. Empieza a mandar haces para el otro lado. Los haces giran hacia el lado izquierdo, ahora. Y en algún momento, se preocupan de hacer lo siguiente: en hacerlos chocar. O sea, reemplazar el martillo. Y reemplazar el martillo es hacerlo de una manera muy particular: es hacer estrellar esos haces, que vienen a una velocidad casi cercana a la velocidad de la luz, con el objeto después de tener cuatro sensores para poder medir cuando esos haces se estrellan –porque vienen de frente como dos locomotoras, pero que producen millones de particulitas en fracciones de segundo cuando chocan–, poder medir todo eso y poder describir, entonces, cuándo chocaron, cuándo se partieron, lo que se ve, cómo se ve, qué son las particulitas más chiquititas. De ésas se conocen doce. ¿Se entendió?
Daniel López: Se entendió bárbaro, Adrián. Esos datos van a ser enviados a 500 instituciones del mundo; entonces, ¿cuándo vamos a poder conocer lo que se descubra?
AP: En realidad, no está claro cuándo. A partir de ahora, además, los descubrimientos van a ser lo que se llama ciencia básica, y uno podría preguntar: “¿Pero para qué se hace todo esto? ¿Por qué habría de concentrar la actividad de 5 mil personas, miles de millones de dólares, 14 años de trabajo? ¿Para qué? ¿Cómo vamos a ser mejores, cómo va a afectar la vida del ciudadano cotidiano, aquel que se levanta hoy a la mañana en la Argentina o en Zambia?”. Cada uno de nosotros es mejor porque el aporte de la ciencia ha logrado cosas, que yo no voy a discutir ahora, pero claramente estamos mejor hoy, como seres humanos, como sociedad, que lo que estábamos hace 100 años. De hecho, estamos hablando vía satélite y se escucha perfecto, no hubo demoras en la llamada; por no contar todas las revoluciones en medicina, en resonancias magnéticas, Internet, etc. Pero todo eso forma parte de un compendio, de un caudal de conocimiento que el hombre va generando y no piensa: “Hoy hago esto porque me va a dar un resultado mañana”. Todo esto va a generar un montón de conocimiento, que en un momento explota en distintas direcciones. Es decir, saber el porqué es como si uno se preguntara por qué, cuando uno es chico, por qué el cielo es celeste o por qué se caen las cosas, por qué un imán atrae algo... De hecho, vivimos contestándonos preguntas; esto es lo que yo creo que tiene valor para la curiosidad del ser humano: poder contestarse preguntas. O sea, con respecto a la pregunta de Daniel, mi respuesta es no sé, pero vos quedate tranquilo que en el momento en que algo nuevo y trascendente se conozca, vos y yo nos vamos a enterar, probablemente al unísono.
VH: Adrián, muchísimas gracias. Lo has hecho bien, para que se pueda entender y uno lo entiende. Cuando aparezca la partícula trece, ¿se sabe qué es lo que vamos a poder detectar de nuevo para conocer nuestra historia, el fondo de la misma?
P: Te respondo como un ávido lector de todo lo que pasa alrededor. Lo que sí vamos a saber es que se confirma la teoría del Big Bang. Eso es lo interesante de la ciencia, la ciencia toma el lugar de predecir el futuro. Un último ejemplo, el que te di esa noche –ahora recuerdo– cuando estábamos comiendo y hacía mucho frío, es el ejemplo que me dieron algunos argentinos que trabajan en el Fermilab, y recuerdo a Gastón Gutiérrez, ¿tengo un minuto más para contar esto?
VH: Sí.
P: El me explicó lo siguiente. Les dije: “¿Pero ustedes cómo saben, cómo pueden predecir que hay una partícula número trece, o lo que sea que no ven?”. Y él me dice: “Imaginate una cancha de fútbol. Suponete que vos ves desde el estadio todo, salvo un ángulo que está tapado por una columna. Esa parte no la ves, como si fuera un córner, un angulito que vos no ves. Cada vez que la pelota se va por ese lugar, en lugar de desaparecer, la pelota vuelve hacia un compañero tuyo. Es decir, cada vez que la pelota se va por ese lugar luego reaparece. Ya el hecho de que reaparezca es raro, porque supuestamente no había nada ahí y la pelota se va afuera. Sin embargo, reaparece rápidamente dentro de tu campo visual y la tiene un compañero tuyo. Entonces, vos tenés derecho a suponer: “Escuchame, en ese lugar que no veo hay un compañero mío, tiene que haber alguien que cada vez que la pelota se va ahí se la devuelve a uno de los nuestros”... Se entiende la imagen, ¿no es cierto?
VH: Ese es el jugador número trece...
P: Ese es el jugador número trece. El que uno sospecha que está, pero no ve. La teoría dice: “Ahí tiene que haber algo”. Ahora es el momento de encontrarlo y decir: “Sí, ahora lo vimos”.
*Diálogo mantenido durante el programa La mañana, de Radio Continental.
El acelerador de particulas
Viaje fantástico hacia el centro del nacimiento del universo.
El gigantesco LHC se puso en funcionamiento el miércoles y dentro de sus 27 kilómetros de diámetro comenzaron a circular las primeras partículas, muy cerca de la velocidad de la luz. Los ojos del mundo se posaron en el aparato que reproducirá el estado del Universo una millonésima de millónesima de segundo después del Big Bang, y buscará la última de las partículas elementales: el bosón de Higgs. Y una promesa extra: cambiar el modo de entender el cosmos. Dos grupos de investigadores argentinos están allí y cuentan sus primeras impresiones, en medio de una gran excitación.
Por Alejandro Gangui*/Martin De Ambrosio**
Interaccion. Para el experimento es crucial la ayuda de las computadoras: nadie “verá” las partículas.
El Gran Colisionador de Hadrones (LHC) ubicado en el CERN (Centro Europeo de Investigaciones Nucleares) es el acelerador de partículas más grande, tecnológicamente avanzado y costoso que se haya construido hasta el momento. Sus 27 kilómetros de diámetro y el costo de US$ 10 mil millones así lo certifican.
Su diseño, construcción y puesta a punto requirieron años de trabajo de miles de personas de varias decenas de nacionalidades. El LHC fue oficialmente puesto en funcionamiento el miércoles pasado, cuando un haz de protones comenzó a circular en el interior de su anillo, que se halla bajo tierra en la frontera entre Francia y Suiza.
El LHC permitirá recrear las condiciones físicas del universo cuando éste tenía apenas una millonésima de millonésima de segundo de vida. Eso es mucho, por supuesto, pero lejos estamos de llegar al origen del universo (si es que origen tuvo). Es claro entonces que la idea de volver a “crear” un universo en el laboratorio –o recrear el “origen” del cosmos– es exagerada.
Sin embargo, las expectativas de los científicos están a la altura de la envergadura de este gigantesco acelerador. El LHC empezó a hacer colisionar haces de protones con energías jamás logradas antes en un laboratorio y, a partir de estos choques, producirá una lluvia de nuevas partículas de energía extremadamente altas. Entre estas partículas quizá se encuentren algunas desconocidas, por ejemplo, el tan buscado bosón de Higgs.
“El Higgs”, como se lo llama en la jerga de los físicos, es uno de los eslabones faltantes en los modelos teóricos que buscan explicar cómo fue que las partículas conocidas adquirieron su masa. Esta es una propiedad que las diferencia de los corpúsculos de luz, los fotones, que la teoría indica –y la experiencia por ahora ratifica– que tienen masa.
El “modelo estándar” de la física de las partículas elementales describe, con gran precisión y sutil elegancia matemática, todas las interacciones conocidas, exceptuando a la gravitación. Todas las partículas que componen la materia, y la manera en que aquellas interactúan entre sí en el reino subatómico, están descriptas por esta teoría. Y el nivel de acuerdo entre teoría y datos experimentales es único en toda la física. Pero entre las predicciones del modelo estándar está el Higgs, y éste aún no ha sido hallado en los experimentos. Se podría decir que todo el gasto y los esfuerzos están destinados a comprobar lo que se halló en las ecuaciones.
A partir de los resultados del LHC (que, dado que habrá que analizar toneladas de datos, no vendrán en los próximos meses, sino en los próximos años) es también posible que surjan otras partículas hoy desconocidas: integrantes quizá de la tan buscada “materia oscura” que abunda en el universo, o incluso nuevas interacciones entre ellas, como la llamada “supersimetría”; o quizá nuevos indicios sobre la verdadera naturaleza del espacio-tiempo ni siquiera imaginados hoy (me refiero a posibles “dimensiones extra”, adicionales a las cuatro del espacio-tiempo que perciben nuestros sentidos).
Se trata, pues, de ajustar los modelos que describen la estructura más íntima de la materia, y para eso se precisan las energías y el nivel de precisión sólo alcanzables con el LHC.
Expansión. Hacerse preguntas sobre las épocas más tempranas del universo es interrogarse sobre los estados accesibles de la materia a temperaturas y densidades extremadamente altas. Sabemos que el universo se halla en continua expansión; la luz que recibimos de estrellas y galaxias muy lejanas así nos lo revela.
Pero si así es el futuro del universo, y nuestro futuro muy lejano, ¿cómo habrá sido su pasado remoto? Viajar hacia el pasado... sabemos bien que no podemos hacerlo en persona.
Sin embargo, las leyes de la física que conocemos sí nos permiten realizar esta proeza con la imaginación. Podemos entonces calcular las diferentes características de nuestro universo en el pasado de acuerdo con su cambiante temperatura.
Imaginemos entonces que “rebobinamos la película” de la evolución del universo hacia atrás. Viajar hacia atrás en el tiempo equivale a hacer nuestro universo más energético, denso y caliente. Tratemos aquí de no hablar de tamaños; hoy se piensa que nuestro universo es infinito, y este hecho nos da dolores de cabeza cuando queremos definir las dimensiones del cosmos. Hablemos mejor en términos de densidades y temperaturas. Pues, si algo es infinito, su volumen y su cantidad de materia también lo serán. Por el contrario, aun para un universo infinito en extensión, la temperatura y la densidad están perfectamente bien definidas, y es en términos de ellas que se trabaja en cosmología.
El universo fue alguna vez una “sopa incandescente” de fotones, electrones libres y núcleos atómicos, estos últimos constituidos a su vez por protones y neutrones. Tanto los protones como los neutrones son partículas subatómicas relativamente pesadas, si se las compara con los electrones, por supuesto, y por ello pertenecen a la familia de los hadrones, cuya raíz griega hadros indica precisamente “robusto o pesado”.
Pero estos hadrones no son simples o “elementales”. Están formados por partículas más “elementales” que ellos, los quarks, en el sentido de que hacen falta tres quarks para “armar” un protón o un neutrón (en distinta combinación, por supuesto). Ahora bien, ¿son los quarks los ladrillos más elementales de la materia? Aún no se sabe. Pero los físicos quieren averiguarlo.
Los hadrones son partículas compuestas. Por encima del millón de millones de grados, los protones y neutrones se desarman y en su lugar quedan tan sólo los quarks, por supuesto, acompañados de electrones y otras partículas livianas, además de un mar incandescente de radiación.
Es complicado recrear condiciones físicas como las que imperaron en los primeros instantes de vida de nuestro universo sin la ayuda de los aceleradores. Podemos, por supuesto, tratar de detectar algún proceso astrofísico que se produzca en alguna zona “caliente” del universo observable, como los núcleos de algunas galaxias activas (después de todo, un famoso cosmólogo ruso decía que el universo era “el acelerador de los pobres”).
Pero en ese caso, somos meramente observadores afortunados y no hay forma de “controlar la experiencia”. Un acelerador de partículas permite recrear el universo en épocas arbitrarias del pasado, sólo dependiente de la inteligencia de los físicos para diseñar el experimento, y del presupuesto.
Es a energías como éstas, y más altas aun, que se pretende llegar con los aceleradores de partículas. Estas máquinas, cada vez más grandes, cada vez más costosas, son las únicas que permiten recrear, en una situación controlada de laboratorio, las condiciones físicas de nuestro universo en épocas tan primordiales, que nada de lo que hoy nos rodea podía existir. En cierto sentido, era un universo mucho más simple que el de hoy: unas pocas partículas elementales y algunas interacciones entre ellas, el todo regido por un puñado de leyes físicas y simetrías básicas de la naturaleza (que aún quedan por revelar).
Todos estamos seguros, o esperanzados, al menos, de que también habrá sorpresas y descubrimientos inesperados; la larga historia de la experimentación en física así lo demuestra. Como mencionamos, los futuros resultados quizás ayuden a los cosmólogos a entender un poco más sobre la ubicua materia oscura que, según indican las observaciones astronómicas, resulta ser más abundante que la materia que vemos alrededor de nosotros.
A toda orquesta. Desde la época de Copérnico sabemos que nuestro lugar en el cosmos nunca fue uno privilegiado. La física moderna y la cosmología nos indican, además, que la materia prima que forma nuestros cuerpos ya no es ni la única que existe, ni la más abundante del universo. La ciencia sirve para muchas cosas, y una de éstas es para hacernos más humildes.
*Doctor en Astrofísica, investigador del Conicet y profesor en CEFIEC, Exactas, UBA. Autor del libro El Big Bang: la génesis de nuestra cosmología actual (Eudeba, 2005).
¿Por qué “máquina de Dios”?
Martin De Ambrosio**
En 1993, el Premio Nobel de Física Leon Lederman publicó un bello libro sobre partículas elementales al que tituló (él o su agente literario) La partícula divina (The God Particle), en el que contaba los avatares de la búsqueda del bosón de Higgs, el último de los pedacitos de materia que debería encontrarse algún día, a mitad de camino entre la materia misma y la energía.
La metáfora hizo un camino de éxitos y, así, por traspolación, si el Higgs es la partícula divina, la máquina que está en su busca es la “máquina de Dios”, nombre con el que se lo bautizó al CERN por estos días (tal como había hecho antes por ejemplo la revista brasileña Veja). Pero lo cierto es que semejante título llama más a la confusión y esclarece bastante poco sobre sus reales motivos. ¿Qué tiene que ver Dios con un asunto científico de estas características?
Por eso, en estos extraños días en que la física parece ser pasión de multitudes, PERFIL decidió no apelar a esa imagen que, aunque atractiva, confunde antes que nada. Porque, si bien es cierto que si Dios tuviera que construir él mismo una máquina para encontrar al Higgs habría hecho el mismo LHC y con las mismas características, Dios (de existir realmente) ya tiene su máquina. Y se llama universo.
*Perfil.com