Albert Einstein. Su vida, su obra y su mundo
José Manuel Sánchez Ron
512 páginas
Formato: 18.5 x 24.5 cm.
Editorial Paidós / Fundación BBVA
Considerado por la revista Time «Personaje del siglo xx», Albert Einstein (1879-1955) dejó una huella imborrable en la ciencia por ser responsable de una de las dos grandes revoluciones de la física de aquella centuria, la relativista, y uno de los impulsores de la otra, la cuántica.
Fue testigo y, en ocasiones, protagonista excepcional de algunos de los principales acontecimientos sociopolíticos de la primera mitad del siglo xx. Su biografía, en la que lo personal se conjuga con lo comunal, ayuda a comprender aquel -en tantos aspectos dramático- periodo de la historia mundial. Combinando magistralmente los diferentes apartados de su caleidoscópica vida, el profesor y miembro de la Real Academia Española José Manuel Sánchez Ron, reconocido experto en la obra y el mundo de Einstein, ha escrito este libro profusamente ilustradoque no dejará indiferente a ninguno de sus lectores.
Acerca del autor: José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia Española, de la Académie Internationale d´Histoire des Sciences de París, y académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Catedrático de Historia de la Ciencia en el Departamento de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid, es autor de libros como El mundo de Marie Curie, El jardín de Newton, Historia de la física cuántica, I: El periodo fundacional (1860-1926) y El poder de la ciencia. Historia social, política y económica de la ciencia (siglos xix y xx), todos publicados en Crítica. Ha sido galardonado con el Premio Nacional de Ensayo 2015.
Fragamento del capítulo 6
Foto: Einstein y su hermana Maja (1894)
Albert Einstein nació en Ulm (Alemania), en el número 135 de la Bahnhofstrasse B, el 14 de marzo de 1879, de padres judíos.1 Aunque una de las características más fuertes de su personalidad fue intentar ir más allá de lo particular, de lo contingente, de la situación concreta, buscando la intemporalidad de las leyes generales y la trascendencia de las teorías científicas, su ascendencia judía terminó influyendo en algunos apartados de su biografía y así fue no por el ambiente familiar sino por las circunstancias históricas en las que le tocó vivir: a pesar de que su certificado de nacimiento identificaba a sus padres, Hermann (1847-1902) y Pauline (1858-1920; Koch era su apellido de soltera), como «pertenecientes a la fe israelita», ninguno era religioso ni seguía las costumbres judías.
Como en tantos otros casos de la Alemania del siglo xix y primeras décadas del xx, los Einstein se consideraban o pretendían ser «judíos asimilados» y, en ese sentido, se esforzaban por no distinguirse de cualquier otro alemán. Los mismos nombres que dieron a sus dos hijos, Albert y Maria, Maja (1881-1951), lejos de los tradicionales Jakob, David, Abraham o Ruth, así lo reflejan.
El que sus padres, como tantos otros judíos, intentasen ser «buenos alemanes», no quiere decir necesariamente que participasen de ese cáncer que plaga la historia de la humanidad: el nacionalismo. Por lo que se sabe de ellos, sus deseos no iban más allá de una asimilación que permitiese vivir, ejercer libremente, sin obstáculos, una profesión.
Si, como parece, los sentimientos nacionalistas, judíos o alemanes, no representaban mucho para los padres de Einstein, menos, mucho menos, significaron para su hijo, que a lo largo de toda su vida mostró con frecuencia lo poco que estimaba los nacionalismos.
«En última instancia –respondió el 3 de abril de 1935 a un tal Gerald M. Donahue, un estadounidense que le había escrito citando una frase que el New York Herald Tribune había atribuido a Einstein («No hay judíos alemanes, no hay judíos rusos, no hay judíos americanos: sólo hay judíos»)–, toda persona es un ser humano, independientemente de si es americano o alemán, judío o gentil. Si fuese posible obrar según este punto de vista, que es el único digno, yo sería un hombre feliz.»
Si rechazaba el nacionalismo en general, simplemente como concepto, más lo hacía en el caso alemán. Así, incapaz de soportar la filosofía educativa germana, en diciembre de 1894 –era prácticamente un niño–, abandonó Múnich, donde estudiaba, para seguir a su familia a Pavía.
El 28 de enero de 1896 renunció a la nacionalidad alemana y continuó siendo apátrida hasta que en 1901 logró la ciudadanía suiza, la única que valoró a lo largo de toda su vida. En este sentido, el 7 de junio de 1918
escribía a Adolf Kneser, catedrático de Matemáticas en la Universidad de Breslau, en la actualidad
Wroclaw, en Polonia (CPAE, 1998 b: 791): «Me duele cuando se abusa de mi nombre y mi trabajo para propaganda chauvinista, como sucede últimamente con muchísima frecuencia.
Esto está fuera de lugar objetivamente. Por herencia soy judío; por ciudadanía, suizo, y, por mentalidad, ser humano, y sólo ser humano, sin apego especial alguno por ningún Estado o entidad nacional». No debe pasar desapercibido el que cuando Einstein escribía estas frases era catedrático de la Universidad de Berlín y miembro de la Academia Prusiana de Ciencias, es decir, un alto funcionario de Prusia, lo que llevaba asociado la nacionalidad alemana, una circunstancia que él preferiría pasar por alto, manteniendo y refiriéndose siempre a su ciudadanía suiza (durante sus años en Berlín viajó con frecuencia con pasaporte suizo; incluso lo
renovó después de haber adquirido, en 1940, la nacionalidad estadounidense, un acto también de dudosa legalidad desde el punto de vista de la legislación norteamericana).
Muestra también de la peculiar manera en que miraba las adscripciones nacionales es lo que escribió sobre él mismo en el Times londinense el 28 de noviembre de 1919, poco más de un año después de que hubiese finalizado la primera guerra mundial (Einstein, 1919 a: 14): «Hoy en día, en Alemania me consideran un “sabio alemán” y, en Inglaterra, “judío suizo”. Si alguna vez mi Albert y su hermana, Maja, 1894. Si alguna vez mi destino fuese el ser representado como una bête noir, me convertiría, por el contrario, en “judío suizo” para los alemanes y en un “sabio alemán” para los ingleses».
La persecución que sufrían los judíos, una persecución que no comenzó con Hitler (con él llegó a extremos absolutamente insoportables), fue lo que lo acercó a ellos. «Cuando vivía en Suiza, no me daba cuenta de mi judaísmo –respondió en una entrevista publicada en el Sunday Express el 24 de mayo de 1931–. No había nada allí –continuaba– que suscitase en mí sentimientos judíos. Todo eso cambió cuando me trasladé a Berlín. Allí me di cuenta de las dificultades con que se enfrentaban muchos jóvenes judíos. Vi cómo, en entornos antisemitas, el estudio sistemático y, con él, el camino a una existencia segura, se les hacía imposible.»