La lepra no es una enfermedad especialmente maligna ni peligrosa y habrá que preguntarse por qué entonces arrastra su mala fama. La primera respuesta estaría en que por manifestarse con signos muy visibles confiere al paciente un aspecto físico a veces repulsivo. Efectivamente, provoca más rechazo social una persona con bultos y úlceras en la piel que otra que quizá tenga corroídas las entrañas por un tumor canceroso pero que no se ve. Esta característica hizo que la lepra fuese una enfermedad rechazada por la sociedad de todos los pueblos desde las épocas más primitivas de la Historia. Pero a nosotros tal rechazo nos ha venido referido por un libro cuya influencia en nuestra cultura es fundamental: la Biblia.
El pueblo judío se regía -y aún sigue haciéndolo- por unas normas religiosas que en gran parte traducían reglamentaciones higiénicas. En el Levítico se dedican nada menos que dos capítulos completos (XIII y XIV) a describir con exactitud los distintos tipos de lepra, a intentar distinguirla de otras afecciones cutáneas y a las medidas que la sociedad y el propio enfermo debían adoptar. Durante siglos, y desde luego en la cultura hebrea véterotestamentaria, el nombre de lepra se aplicaba a un gran número de enfermedades que hoy sabemos que son en realidad totalmente distintas tanto en su causa como en sus síntomas y, por supuesto, en su tratamiento y pronóstico. Lo único común a todas ellas, y aun esto muchas veces de forma forzada, es que tienen alguna manifestación cutánea con cambio en el color, la textura o la integridad de la piel. A partir del siglo XIX, con el avance de la microbiología y de los estudios microscópicos, se pudo distinguir por fin entre unas y otras enfermedades; pero hasta entonces muchos enfermos de males benignos o simples poseedores de alguna alteración cutánea eran etiquetados como leprosos y condenados a sufrir el triste destino de éstos en lazaretos aislados de la sociedad y de sus mismas familias.
El redactor del Levítico demuestra en estos capítulos poseer una gran experiencia médica -de la Medicina de su época, claro- y su lectura constituye un verdadero tratado de dermatología arcaica. Distingue, aunque metiendo todas en el mismo saco de lepra, lesiones como tumor, erupción, mancha, divieso, quemadura, tiña, eccema y ciertos tipos de calvicie. Cualquiera de estas lesiones obliga a quien la padece a presentarse ante los sacerdotes, que ejercían también labores de médico, para ser examinados. Si el diagnóstico era de lepra -y lo era en la mayoría de los casos- debía seguir la siguiente norma (Lev. XIII. 45-46): "El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: ¡Impuro, impuro! Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada."
Muchas de aquellas enfermedades, precisamente por no ser auténtica lepra, se curaban en más o menos tiempo. Y era también el sacerdote quien debía comprobar la curación. Si así lo hacía, el enfermo se rasuraba todo el pelo del cuerpo y de la cabeza y se lavaba entero en agua después de quemar toda su ropa: una norma de higiene sanitaria muy recomendable tras haber padecido infecciones dérmicas y cuando no existían antisépticos ni mucho menos detergentes. Luego, el sacerdote procedía a un rito de purificación en el curso del cual tocaba con aceite y con sangre de animales sacrificados -que siempre aportaba o pagaba el enfermo- el lóbulo de la oreja derecha, el pulgar de la mano derecha y el del pie derecho del individuo a purificar. La ceremonia finalizaba con el holocausto de un animal y la suelta de una tórtola.
Pero la lepra, según la Medicina y la religión judía, inseparables, no sólo podía afectar al cuerpo de las personas. También se describe con sus correspondientes ritos y sacrificios de purificación, la lepra de los vestidos y la lepra de las casas.
La lepra de los vestidos es cualquier mancha extraña en un tejido de lana o de lino o en un objeto de cuero o piel. El procedimiento para conocer la malignidad o no de la mancha es muy curioso además de ser extraordinariamente lógico y simple. El sacerdote encierra la prenda durante siete días: si al cabo de ellos la mancha ha crecido, es lepra y el tejido se quemará; pero si no ha crecido, entonces se lava y se vuelve a encerrar otros siete días; si a pesar de ese lavado la mancha no desaparece, es lepra y a quemarla; y si la mancha desaparece pero el tejido ha perdido color, se recorta el trozo desteñido y sólo ése se quema salvándose el resto de la prenda.