En la gran mayoría de los países latinoamericanos, la variables geográficas, climáticas, culturales y económicas (más allá de las gestiones estatales de turno) hacen que los sistemas de salud estén casi siempre muy fragmentados. Perú lo vive y lo sufre, y como bien describen los Estudios de la OCDE sobre los Sistemas de Salud: Perú 2025, “es el tercer país más grande de América Latina y es extremadamente diverso, tanto geográficamente como en términos socioeconómicos (…). Está atravesado por la cordillera de los Andes que, junto con la selva del Amazonas al noreste, da lugar a un entorno geográfico complejo”. Hay muchos más datos en ese reporte; por ejemplo, analiza las fuertes disparidades socioeconómicas entre regiones, y señala, por ejemplo, que étnicamente (y, por lo tanto, culturalmente) hablando, de una población estimada en más de 34 millones de personas, principalmente concentrada en la costa, la mayoría son mestizos (60 %). Entre los grupos étnicos se destacan los quechuas (20 %), los aimaras (5 %) y los afroperuanos (4 %), pero hay muchísima población originaria de otras etnias. Cuando analiza en concreto los indicadores generales de salud, destaca las crecientes tasas de obesidad, los niveles persistentemente elevados de anemia y la prevalencia sistemática de enfermedades infecciosas, “un desafío cada vez mayor para la salud pública”. También lo son –agrega– “el fortalecimiento de la infraestructura sanitaria, el incremento y la mejor distribución del personal de salud en todo el territorio, y el refuerzo de la atención primaria”.
En este contexto, la voz de los expertos es clara. “En muchas comunidades rurales y urbanas del Perú, el acceso a servicios de salud continúa siendo limitado”. Así empieza una nota de opinión publicada en el diario El Comercio; su autor, Aníbal Velásquez, es un médico epidemiólogo con amplia experiencia en investigación en ciencias de la salud, diseño e implementación de políticas de salud, y evaluación de proyectos y programas sociales de salud. Fue ministro de Salud del Perú entre noviembre de 2014 y julio de 2016, y es asesor senior de Políticas Públicas y Alianzas del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas en Perú. Velásquez sostiene que hace ya tiempo, como efecto de la compleja realidad peruana, “ha emergido una figura fundamental para cerrar brechas y transformar vidas: el agente comunitario de salud”. “Reconocido o elegido por su propia comunidad, este actor se ha consolidado como un recurso esencial para mejorar la salud familiar, especialmente la de madres, niñas y niños”.
Se refiere a los Agentes Comunitarios de Salud (ACS), miembros de las comunidades capacitados para promover la salud, prevenir enfermedades y acompañar. Su conocimiento del territorio y de las realidades locales le permite facilitar el acceso a la atención y fortalecer el vínculo con los servicios de salud. Su labor ha sido clave para asegurar tratamientos, detectar enfermedades de forma oportuna y mejorar el bienestar de miles de personas.
Pero nunca fue sencillo realizar esa labor: “Aunque desde 1979 el Ministerio de Salud reconoce su labor como parte de un voluntariado, eso no basta. Ser voluntario no debería significar pagar de tu bolsillo los traslados, los alimentos, el tiempo que se le resta a la siembra, la pesca o el trabajo doméstico. Ser voluntario no debería significar cargar sobre los hombros una responsabilidad estatal sin las condiciones mínimas para ejercerla”, señala la periodista Fabiola Torres, del medio digital de investigación peruano Salud con Lupa, en un editorial titulado “El Congreso puede cerrar una brecha histórica en salud comunitaria. ¿Lo hará?”. La pregunta del título se refiere a la posibilidad de un avance que –de lograrse-, abriría las puertas a empezar a cambiar algunas cosas…
Un poco de historia |
La actividad de los agentes comunitarios está regulada por ley desde 2018, pero los primeros grupos nacieron mucho antes, gracias a la acción de un médico indígena (de hecho hay reportes de que “fue víctima de discriminación racial por sus rasgos indígenas andinos”), nacido muy lejos de la capital. Se llamaba Manuel Núñez Butrón; hizo sus estudios preuniversitarios en la Universidad de San Agustín, en Arequipa, y se inscribió luego en la limeña Universidad de San Marcos. La Reforma Universitaria de 1919 interrumpió su formación, de modo que viajó a Barcelona, donde obtuvo el título de médico cirujano en 1925; a su regreso al Perú revalidó su título. Cuando lo tuvo en sus manos volvió a su tierra, Puno, “uno de los departamentos más marginados y atrasados de Perú, ubicado en los límites con Bolivia, en las márgenes del lago Titicaca, con un clima frío y árido”. La cita es de un trabajo que otro médico, el cardiólogo David Salinas Flores, de la cátedra de Medicina Humana, de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima, publicó en la Revista Médica de Chile. “El abandono del Estado había convertido en endémicas a varias enfermedades (…). El tifus y la viruela eran endémicos en los Andes y raros en la costa, debido a las características de estas enfermedades, y eran aceptadas, por su frecuencia, como eventos naturales, lo que hacía difícil su erradicación. En una época en la que nadie se preocupaba de los problemas de salud de los campesinos puneños, Núñez Butrón lo hizo: decidió viajar a diferentes localidades, contactó a personas dispuestas a colaborar y las organizó en brigadas”, añadía Salinas Flores.
La primera brigada nació 1933 en Juliaca, la localidad de unos pocos miles de habitantes donde Núñez Butrón había concluido sus estudios secundarios. A cada “brigadista” lo llamó rijchary (“despierta”, en quechua), pues estaba convencido de que el atraso indígena no era irreversible. Su enfoque se basaba en una tríada: salud, educación y trabajo, con símbolos como el agua pura, el jabón y el lápiz. Cada rijchary recibía un brazalete con una cruz roja (a pesar de que no había vínculo con la Cruz Roja Internacional) y un documento de acreditación. Su rol no era curar, sino prevenir. Él mismo fue reconocido como el Hatun Rijchary (“Gran Despierto”) y su propuesta, que integraba medicina tradicional y occidental, pasó a la historia como el Rijcharismo. Desde entonces, brigadas como estas fueron creándose en diferentes lugares de Perú y han sido fundamentales para mejorar las condiciones de vida en zonas desfavorecidas. También se fueron creando brigadas como estas en muchos otros lugares de América Latina (en Argentina se llaman agentes sanitarios), pero esa ya es otra historia. Volvamos a la que nos ocupa ahora…
En su nota, Velásquez afirma que, por ejemplo, el proyecto Mamás del Río, que acompaña a mujeres embarazadas, ha mejorado de forma notable la salud materno-infantil en la Amazonía peruana. O resalta el rol clave de los agentes comunitarios en la lucha contra la anemia infantil (uno de los serios problemas sanitarios peruanos), cuando, junto con el Programa Mundial de Alimentos (WFP), trabajaron en la promoción de prácticas saludables, el consumo de alimentos nutritivos y el seguimiento del tratamiento con hierro. Todo esto, y muchas cosas más, “todo a pulmón”. Pero quizás las cosas puedan empezar a cambiar: el 8 de abril pasado la Comisión de Salud y Población del Congreso aprobó por mayoría dos proyectos de ley que buscan un mismo objetivo : “elevar el estatus de los agentes comunitarios y garantizar la sostenibilidad de su trabajo como actores fundamentales en la respuesta comunitaria en salud”.
Según informa Salud con Lupa, la propuesta aprobada cuenta con el respaldo del Ministerio de Trabajo y del Colegio Médico, “que la consideran viable”, y Congreso plantea medidas concretas: “un incentivo económico de hasta S/1,130, equivalente a una remuneración mínima vital; la entrega de implementos y de materiales adecuados a cada territorio —urbano o rural—, y la obligación del Ministerio de Salud (MINSA) de asumir los gastos en caso de fallecimiento de un agente comunitario. También contempla controles periódicos para vigilar su estado de salud y prevenir riesgos laborales, así como atención prioritaria si su salud se ve comprometida a causa de su labor”. A eso se suma la propuesta de que el MINSA, los gobiernos regionales y las municipalidades implementen un sistema de monitoreo continuo para los agentes comunitarios, junto con una plataforma digital que permita dar seguimiento a sus actividades y ofrecer capacitaciones virtuales que incorporen saberes de la medicina indígena. Por ejemplo, asegurar a las mujeres indígenas “su derecho a tener un parto vertical o en una posición que respete sus costumbres, tal como lo reconocen las guías técnicas del propio Ministerio de Salud. También pueden colaborar con las parteras tradicionales para que acompañen a las gestantes durante el parto, fortaleciendo así la articulación entre el sistema de salud y las prácticas culturales de la comunidad”.
¿Será el principio del cambio? Difícil saberlo, pero la esperanza es lo último que se pierde, dicen…