"La violencia de la positividad no es privativa, sino saturativa; no es exclusiva, sino exhaustiva. Por ello, es inaccesible a una percepción inmediata". Byung-Chul Han
El genial músico Tom Petty falleció hace pocos meses en su casa de Malibú a los 66 años de edad. Los resultados de los exámenes post-mortem realizados por la oficina forense de Los Ángeles atribuyeron su muerte a una "falla orgánica multisistémica" tras ingerir una mezcla tóxica de múltiples medicamentos analgésicos, entre ellos fentanilo y oxicodona. Tom padecía de dolor crónico en muchas localizaciones y de lesiones en su cadera que finalizaron en una fractura. El dolor era insoportable. Sus numerosos compromisos -con más de 50 shows contratados- le hicieron tomar la decisión de ignorar el síntoma silenciándolo con fármacos que le permitieran continuar con su trabajo. Todos los que amamos su música sentimos el dolor de la pérdida. Ahora también sentimos la obligación de reflexionar acerca de otros “dolores” que nos involucran como sociedad.
Lo que la epidemia de opioides ocultaEn los EE.UU. se señala desde hace varios años que existe una grave “epidemia de opioides” que se cobra alrededor de 50.000 vidas al año y muchos más que sobreviven con adicciones pagando un precio dramático en sus existencias personales. Los casos de sobredosis se incrementaron en un 28% solo durante el año 2016. Los presupuestos de salud se resienten, la medicina no logra encontrar soluciones que prevengan esta catástrofe; ¿por qué?
Una “epidemia de opioides” es una forma elíptica de mencionar la consecuencia para ocultar su causa: la verdadera epidemia no es opioides sino de dolor. El consumo descontrolado de analgésicos es la irresponsable respuesta para mitigarlo y la adicción un efecto secundario del abordaje irreflexivo de un síntoma ignorando sus motivos. Dos nuevos problemas amenazan el bienestar y la salud de las personas en el mundo de hoy: el dolor y el cansancio o fatiga. La medicina los enfrenta con sus limitados recursos y con una actitud que se ha convertido en un grupo de reglas o principios de acción naturalizados como sentido común sin que nadie se anime a cuestionarlos:
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Matar la señal
El dolor –como otras señales- aparece evolutivamente para indicar alarma por daño inminente y/o daño consumado. Es una parte fundamental de la compleja respuesta de protección orgánica. Su mecanismo consiste en estimular la conciencia con el mensaje perceptivo que se proyecta sobre la zona amenazada o dañada. Su función es la de modificar la conducta mediante un estímulo inhibitorio. Al igual que la fatiga, el dolor pide reposo, suspensión de la actividad que es interpretada como peligrosa en el contexto en el que ocurre. Atención a las señales del cuerpo y suspensión de la actividad para dar lugar a la reparación y prevenir un riesgo mayor, dos cosas que la cultura en la que vivimos no se permite.
Para la medicina la fisiopatología va del síntoma al daño, la mera existencia de síntomas sin evidencias de daño produce una disonancia cognitiva. Sin embargo, esta situación es hoy uno de los trastornos más frecuentes. La aparente paradoja de señales sin emisor, desorienta al clínico ya que sus categorías no le permiten clasificar el cuadro. Las denominaciones abundan: síntomas sin explicación médica, trastorno somatomorfo, psicosomático, alteración funcional, etc. Las etiquetas describen más la desorientación que la clínica que los pacientes presentan. El dolor o la fatiga crónica producen enorme padecimiento en cientos de miles de personas a las que la medicina no puede clasificar y, en consecuencia, culpa de su propio padecimiento. Ya hemos publicado en IntraMed acerca de este problema en la encefalomielitis miálgica con síndrome de fatiga crónica.
El caso del dolor crónico sin daño ostensible de órganos o tejidos es también un motivo frecuente de incertidumbre clínica. Si reconocemos la señal pero no encontramos el daño, optamos por alguna de dos intervenciones, ambas erradas y con frecuencia catastróficas.
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1. La primera condena al enfermo a padecer el síntoma y también la incomprensión, la descalificación de su narrativa y la falta de acompañamiento. Esta situación ha sido abordada por muchos filósofos de la medicina adoptando la denominación de Miranda Fricker de “injusticia epistémica”. En un libro muy recomendable hace afirmaciones que deberían obligar a la reflexión en el ámbito de la medicina.
Una injusticia epistémica se produce cuando se anula la capacidad de un sujeto para transmitir conocimiento y dar sentido a sus experiencias sociales. Fricker analiza y hace visible el error que se comete —y las consecuencias que acarrea— cuando se desacredita el discurso de un sujeto por causas ajenas a su contenido. La autora determina dos tipos de injusticia epistémica: la que se produce cuando un emisor es desacreditado debido a los prejuicios que de él tiene su audiencia —la injusticia testimonial—; y la que se produce ante la incapacidad de un colectivo para comprender la experiencia social de un sujeto debido a una falta de recursos interpretativos, poniéndolo en una situación de desventaja y de credibilidad reducida —la injusticia hermenéutica. La caracterización de estos dos fenómenos arroja luz sobre infinidad de cuestiones, como el poder social, los prejuicios, la razón o la autoridad de un discurso, y permite revelar los rasgos éticos intrínsecos en nuestras prácticas epistémicas. |
2. La segunda opción elimina una señal impidiendo que lo señalado por ella se haga manifiesto y modifique la conducta. El sueño de una humanidad sin dolor es absurdo y peligroso ya que consiste en privarnos de las señales que nos protegen de daños mayores. La especie nos ha dotado de exquisitos mecanismos defensivos que apelan al síntoma para modificar la conducta: náuseas, vómitos, diarrea, tos, asco, aversión, miedo, ansiedad, palatabilidad, etc. Manipularlos desconociendo el mensaje biológico que encierran es una forma enfática de ejercer el desconocimiento de los sutiles sistemas de señalización que facilitan la adaptación al ambiente y nos preservan del colapso vital. Atenuar el sufrimiento no puede consistir en ignorar el peligro que esos síntomas señalan.
La dificultad de comprender nuevas formas de fisiopatología por fuera del modelo secuencial en el que hemos sido educados: del síntoma al daño, es un obstáculo epistemológico que nos impide ayudar a nuestros pacientes. Nos resulta imposible admitir que entre una señal y un órgano hay un nivel intermedio de señalización molecular (inflamatoria, inmunológica, neurológica) que puede presentar alteraciones por sí mismo en ausencia daño tisular. Este nivel disregulatorio ya está siendo mencionado por muchos autores como el profesor Michael Hyland en un profundo artículo teórico que publicamos hace pocos días. A diario se identifican mecanismos capaces de producir clínica por fuera de nuestros esquemas tradicionales. El dolor sin daño al que hacen referencia los Dres. res. Eduardo Stonski y Daniel Weissbord en una entrevista de nuestro sitio. La activación neuro-inmune de la glía en el dolor persistente con inflamación crónica mediada por citoquinas, factores neurotróficos y activación de la inmunidad celular. Estos son solo una pequeña muestra de la cantidad de evidencias que muestran datos que podrían explicar la frecuente "anomalía" clínica que asistimos a diario y frente a la que, o no tenemos respuesta, o aplicamos una estrategia equivocada. La falta de categorías para abordar una nueva realidad nos obliga a "guardar las corbatas en el cajón de las medias", solo porque es el único que tenemos / conocemos.
Los dolores de la sociedad del rendimiento y de la autoexplotación
Vivimos en la sociedad del rendimiento maximizado, somos empresarios de nosotros mismos, nuestros más severos e impiadosos explotadores
Las enfermedades prevalentes siempre han estado vinculadas a los modos de vida de una sociedad en un momento determinado. La epidemiología infecciosa del siglo XIX o la era del cansancio y del dolor del siglo XXI no serían posibles sin sus raíces históricas específicas, sin sus valores, sus creencias y sus modos de exsitir.
Vivimos en la sociedad del rendimiento maximizado, somos empresarios de nosotros mismos, nuestros más severos e impiadosos explotadores. Mientras permanecemos ciegos a esta realidad cultural, nos sentimos ingenuamente libres y dueños de nuestras decisiones. No detener la maquinaria de la que formamos parte –aunque creamos que somos individuos autónomos- ya no es la decisión de un capataz feroz que, látigo en mano, nos obliga a bajar al socavón de la mina o a labrar la tierra de sol a sol. La determinación de explotarnos -superando incluso los límites que impone la fisiología- es ahora aparentemente "nuestra", es una esclavitud voluntaria. Hemos incorporado a nuestro capataz como a un homúnculo interior disfrazado de emprendedor y meritócrata por pura determinación personal. El látigo se ha tornado invisible porque ya no se descarga fuera sino dentro de nosotros mismos.
La forma optimizada de aumentar la productividad en nuestros días requiere pasar desde una sociedad disciplinaria a una de rendimiento. Hemos creado el animal laborans que se explota a sí mismo, voluntariamente y sin coacción externa. Creemos no estar sometidos a nadie porque somos ciegos al sometimiento mayor que consiste en estar sometidos a nosotros mismos. Por primera vez es posible una explotación sin dominación. Nos hemos convencido que los objetivos de la sociedad (producción) conciden con los nuestros (felicidad) y que la forma en que los primeros nos permitirán acceder a los segundos es consumiendo sus productos y buscando un placer o recompensa que se muestra como la flasa puerta a la felicidad personal. No hay tiempo, no puede admitirse la fatiga, todo depende de nosotros. La hiperkinesia cotidiana arrebata a la vida humana cualquier elemento contemplativo, cualquier capacidad para demorarse. En una sociedad atomizada de individuos aislados y eogomaníacos, el dolor y el cansancio deben ser silenciados.
Los médicos necesitamos comprender lo que le pasa a nuestros enfermos. Nos urge crear categorías que los describan e investigar basados en nuevas hipótesis y teorías para buscar las evidencias que las confirmen o las refuten. Ni el ingenuo Big Data, ni el abuso de una tecnología que no podrá responder las preguntas que no sabemos formular. Necesitamos saber lo que ignoramos, explicar y comprender. No solo acumular datos, información e imágenes. Hoy las cosas pierden su significación para someterese al carácter de información. Hay que salir del cómodo vecindario de saberes establecidos para enfrentar la incertidumbre y el desafío de la nueva epidemiología.
"La explotación a la que uno mismo se somete es mucho peor que la externa, ya que se ayuda del sentimiento de libertad. Esta forma de explotación resulta, asimismo, mucho más eficiente y productiva debido a que el individuo decide voluntariamente explotarse a sí mismo hasta la extenuación". Byung-Chul Han
Gran parte de lo que hoy se nos presenta como problemas clínicos son formas desesperadas de organismos que buscan adaptarse a un mundo que ignora sus límites, que los demanda por encima de las posibilidades fisiológicas. Muchos síntomas expresan la brutal discordancia entre las estrategias de afrontamiento sobrepasadas y la ceguera (de pacientes y de médicos) para respetar las señales en lugar de asesinarlas. La medicina no puede contribuir a expandir esta ceguera deliberada. Cada vez que apagamos una queja orgánica desconociendo el contexto biográfico y narrativo, el mundo ultra-demandante más allá de nuestra oficina o la biología desadaptativa que enciende, no solo no resolvemos nada sino que lo empeoramos. Hay una biología identificable que gobierna el esfuerzo adaptativo a cada circunstancia. Y no la conocemos lo suficiente.
No se trata de practicar una disciplina de meras conjeturas exasperadas, ya hay quienes ejercen ese desatino desde hace más de un siglo, sino de comprender la naturaleza sistémica de los fenómenos que observamos. Hay que desterrar la absurda frontera entre mente y cuerpo, lo que existe es dualidad, no dualismo. Hemos dividido arbitrariamente los fenómenos por pura ignorancia o mera obstinación. Nadie puede asistir a los pacientes desconociendo su biología ni hacerlo ignorando su subjetividad. Son dos formas arrogantes de la ignorancia que solo la ciencia está logrando integrar. Es hora de que lo hagamos nosotros también. La medicina no puede contribuir a perpetuar un mundo que maximiza el rendimiento a expensas de nosotros mismos; más bien tiene la obligación ética de desenmascararlo y de resistirlo.