La imagen del boxeador que esquiva un golpe amagado, que no llegó a salir de los brazos del rival pero que fue anticipado en la mente, es una buena metáfora de qué es un cerebro y para qué sirve. Un cerebro es, básicamente, una máquina para anticipar la próxima jugada, un sistema de predicción que solo tienen los seres dotados de movimiento (las plantas carecen de él). Se considera que la capacidad de prever lo que van a hacer otros mediante imágenes mentales (la conciencia) está en el último escalón evolutivo. Y el no va más es vislumbrar lo que otros saben, desean y pretenden. Esta habilidad, denominada teoría de la mente, representa, qué duda cabe, una ventaja importante para desenvolverse en sociedad. En principio, se consideraba algo específicamente humano, pero cada vez está más claro que compartimos con los simios muchas funciones mentales. Los últimos experimentos sobre teoría de la mente sugirieren, por un lado, que existe una continuidad mental entre especies y, por otro, que esta capacidad de ponerse en la piel de otro está afectada en algunas enfermedades.
Sin embargo, el concepto de teoría de la mente, que se desarrolló a partir de las investigaciones con chimpancés en la década de 1960, se presta a no pocos equívocos y plantea numerosos problemas. Para empezar, no es exactamente una teoría, sino más bien una facultad: la de extrapolar la propia vida mental a otros para así poder predecir o explicar sus actos. Pero, además, el concepto de teoría de la mente es muy amplio y en él pueden caber habilidades de muy distinta complejidad, desde el reconocimiento de las emociones faciales hasta las exhibiciones más complejas de empatía, pasando por el reconocimiento de creencias falsas. Los grandes simios (gorilas, chimpancés, bonobos y orangutanes) parecen ser capaces de adivinar lo que piensa otro cuando maneja información falsa y anticipar lo que va a hacer, según indica un experimento publicado la semana pasada en Science. Lo que ya no está tan claro es cuál es el nivel de complejidad de la teoría de la mente de estos simios. Y es que extrapolar un estado mental a partir de la conducta observable plantea siempre problemas, especialmente en las investigaciones con animales.
En los humanos, la teoría de la mente ya está desarrollada en buena medida a los cuatro años o quizá incluso antes, según algunas investigaciones. Pero esto no ocurre, por ejemplo, en los niños que padecen algún trastorno del espectro del autismo. ¿Cómo se desarrolla la teoría de la mente en una persona sana? ¿Qué zonas del cerebro están relacionadas? ¿Qué niveles de complejidad de esta capacidad pueden distinguirse? ¿Cuáles sería el último escalón evolutivo en cuanto a complejidad mental? ¿Qué relación tiene la teoría de la mente con la inteligencia? ¿En qué medida es una función dependiente del lenguaje? ¿Hasta qué punto y en qué niveles está afectada está capacidad en las personas con alcoholismo, autismo, esquizofrenia, grandes dolores, trastornos de la atención o del aprendizaje? Cuántas preguntas hay por resolver y cuántas ni siquiera se pueden plantear todavía. Lo que parece seguro es que tanto las investigaciones con los grandes simios como con las personas afectadas por distintos trastornos mentales pueden ayudar a esclarecer esta facultad tan íntimamente ligada con la representación de imágenes. Como apunta el neurocientífico Rodolfo llinás, “vivimos para soñar y para hacer imágenes”. Esas imágenes nos sirven para anticipar, errónea o acertadamente, lo que le puede ocurrir a uno y a los demás. El reto científico, para entender el cerebro y ciertas enfermedades, es explicar cómo.
Columna patrocinada por IntraMed y la Fundación Dr. Antonio Esteve (España)