"En todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío"
Ernesto Sábato, El Túnel
“Bienvenido a la residencia, deje aquí su vida social”, grita el cartel escrito con niebla en la entrada del hospital. La realidad ya quedó a espaldas de aquellos valientes inocentes que compraron su ticket para emprender la aventura de formarse en una especialidad médica. Todo transcurre allí con una intensidad vertiginosa, una montaña rusa que dominará tus sentidos. Para muchos sus nuevos juguetes serán los “bagartos”, pacientes extremadamente complejos e inoxidables (que nada tendrán que envidiarle a los “gomers” de "La Casa de Dios"*). Otros condenarán sus días a sobrevivir en el oscuro universo del quirófano. Las galerías y subsuelos son sacudidas por la marcha ininterrumpida de calzados plásticos acribillados. Clinicoides, cirujas, ginecópatas y otras especies desfilan por el tren fantasma con sus ambos impregnados de aroma a encierro mezclados con manchas de purgatorio. Dormir será el más valioso de los premios, siempre y cuando el murmullo de los pulmones artificiales de UTI no juegue un partido de tenis en tu cabeza…
La realidad te termina pegando una cachetada. Esa Medicina que soñaste: de consultorio deslumbrante repleto de certificaciones y honores, es hoy una verdadera utopía. La sobredosis de cafeína te convierte en Centauro, mitad Hipócrates mitad Bill Gates, para intentar transformar en Power Point ese caso tan enredado que debés presentar en el seminario central de Clínica Médica en menos de veinticuatro horas. El nuevo estetoscopio rosa que te regalaron tus padres y que mostraste con orgullo en Facebook, hoy le pone el oído al jadeo de un niño que aletea las narinas en la sala de Pediatría. El sol sigue en penitencia y vos ya estás de punta en blanco con las carpetas en la cabecera de cada cama para el pase de Cirugía General. Los pequeños felinos del lugar son tus testigos de madrugada mientras vas al trote hacia el laboratorio central, sosteniendo en una mano un frasco con líquido cefalorraquídeo y en otra la interconsulta con Neurología. En la misma secuencia tu compañero de servicio pasa a tu lado como un autito chocador, llevando en sillas de ruedas a una paciente para tomografía y esquivando al cardiólogo que entra sigilosamente a Unidad Coronaria con un electrocardiograma colmado de supradesniveles.
El comedor es el punto de encuentro de los resistentes. En esa guarida las ojeras son la última moda, incluso a veces reprimiendo lágrimas cobardes que no se animan a expresar la angustia de esta nueva rutina. “¿No fue ayer que me bañaban con huevos y harina mientras salía de rendir mi última materia?”, reflexiona nostálgico el residente de Traumatología. A su lado, su colega de Obstetricia lo acompaña en silencio con un cigarrillo sin prender en la mano, misma garra con que se batió a duelo sosteniendo un fórceps minutos atrás en sala de parto. “Parece que se olvidaron de pagar el sueldo del último mes”, es el rumor que empieza a correr y a generar suspiros, mezcla de indignación y de bronca. Algunos dialogan con sus ideales intentando vencer el miedo de proponer un paro de actividades, aunque aquella medida pueda tentar al diablo a meter la cola. Entre todos se abrazan con la mirada mientras intentan recargar energías a base de menús con alimentos en plena autolisis. Pero el combustible está en otro lado… Es tan grande el sacrificio y la lucha contra uno mismo que se hace difícil valorar los pequeños grandes pasos que vas logrando. Porque la recompensa está en esa vía central que colocaste épicamente o en el primer apéndice operado, en la enfermera que te acaricia con un mate cuando te ve abatido, en la sonrisa tímida de ese paciente oncohematológico que con tu misma edad tiene unas ganas de vivir que son inversamente proporcionales a esas pocas plaquetas que defiende con uñas y dientes. Nadie podrá despojarte del pacto de incondicionalidad entre amigos de lucha que firmaste sin querer desde el primer día que iniciaste esta hazaña. Y así te vas haciendo adicto a esos momentos que te dan el coraje para sobrevivir en ese parque de diversiones del terror, tratando de transformar cada obstáculo en un nuevo desafío.
“¡Taxi!”, vociferás con tus últimas fuerzas en la puerta de la dimensión que había quedado en el olvido. Ese medio de transporte te regala un rato más que el eterno colectivo de regreso para poder reencontrarte con tu entrañable perro y la tan codiciada cama. Te acomodás en el asiento de atrás buscando entre tus llaves sintiendo encontrar la sortija de calesita que te condena por los próximos 3 o 4 años a ganarte una revancha más todos los días. Al instante, el chofer empieza a aturdirte con su análisis de la economía del país y un rock ochentoso que sale por los parlantes. Intentás escaparte mentalmente repasando todos tus pendientes para otra jornada pero un comentario interrumpe tu cálculo del ajuste de dosis de antibiótico que tenés que administrarle a un paciente con falla renal: “Sabe una cosa tordo, mi hijo va a ser médico. Le encanta mirar Dr House, se sabe todos los diagnósticos. ¿Usted qué dice?”. A punto de contestar regurgitando honestidad brutal, frenás tu instinto invocando a la calma hasta que la radio te gana de mano: “Welcome to the jungle, we got fun and games”. Agoniza el día, ya estás adoctrinado para no regalar más tiempo reflexionando. Mañana hay otro pase directo a la vuelta al mundo…
*Referencia: Samuel Shem. La Casa de Dios (The House of God). Putnam. Nueva York, 1978
El autor: Esteban Crosio
-Residente de Hemoterapia e Inmunohematología del Htal Provincial del Centenario de Rosario.
-Docente de la Cátedra de Histología y Embriología de la Facultad de Ciencias Médicas (UNR).
-Twitter: @esteban22sc