A veces, como al príncipe Hamlet, me ronda la sombra de mi viejo. Yo sabía que lo iba a entender cuando fuese demasiado tarde, y no hice nada para impedirlo.
Sembraba mi camino de libros sin decirme nunca: “¡Leelos!”. El Juan Cristóbal en el descanso de la escalera, Redoble por Rancas sobre la tapa del inodoro, Rayuela en el cajón de las medias. Yo los leía, pero no le decía nada. Él lo sabía, y también callaba.
Una mañana bajé a la cocina, tenía quince años, él tomaba mate mientras leía el diario. Se preparaba para ir al hospital. Era médico, ese era su lugar propio, íntimo, su espacio natural. Allí era feliz como en ninguna otra parte. Usaba un maletín de cuero viejo y gastado que jamás cambió, aunque le regalaban uno nuevo cada año. Le hablé mirando al piso, como si no pasara nada importante: “Creo que tengo una supuración”, le dije. Me llevó al hospital bajo una lluvia de otoño. Me aplicó inyecciones durante tres días. Al cuarto, me entregó una caja de forros. “Ya está —me dijo—, nunca más sin estos”. Fue suficiente, nunca más.
Todos los años me echaban del colegio. Él escuchaba al señor rector como si lloviera. De vuelta a casa me daba un papel con una dirección. “Mañana vas a inscribirte”, me decía entregándome el papelito. Yo empezaba el nuevo año en otro lugar. La historia volvía a repetirse. Siempre igual. Nos mirábamos uno al otro, pero jamás al mismo tiempo.
Una madrugada me llevaron en cana en un recital de Pappo. Había minitas y hierba colombiana. Me dejó en la comisaría hasta la noche siguiente. Nunca supe por qué. Volvimos en el auto sin decirnos una palabra. En la vereda apoyó su mano sobre mi hombro. Pesaba una tonelada. “Hacé lo que creas que tenés que hacer —me dijo, sin quitar los ojos del frente y con la otra mano aferrada al volante—, pero hacete cargo de las consecuencias”. Me apretó el brazo. Hizo una pausa antes de hablar. Quería que yo sintiera el apretón. Y lo siento hasta hoy. “Tu madre no tiene por qué enterarse, ¿estamos?”. Apenas nos tocábamos y siempre con extrema prudencia.
Cuando terminé el colegio, me preguntó qué pensaba hacer. “Voy a estudiar”, le dije. “¿Ya sabés qué carrera?”. Nos mirábamos con el rabillo del ojo, eludiéndonos. “No, todavía no lo sé. Pero sí sé qué carrera no voy a estudiar Medicina”. Sirvió dos tazas de café. Me ofreció uno. Bebí un sorbo. “No puedo soportar ver sufrir a una persona enferma, no puedo hacerlo”. Los dos revolvíamos el café. Despacio, mirando la cucharita girar para no mirarnos a nosotros. Hizo una pausa larga, cargada de silencio. “Curioso —dijo como si pronunciara las palabras letra por letra-, curioso, reptió. Esa es la misma razón por la que yo decidí estudiar Medicina”. Salí dando un portazo. A la mañana siguiente, fui a la universidad y me inscribí en Medicina.
Sobre mi escritorio hay una foto en la que él me entrega el título de médico en el aula magna de la facultad. Los dos estábamos incómodos. Yo quería salir corriendo. Él lo sabía. Veo su mano detrás de mi cabeza sosteniéndome para evitar mi huida. Con la otra me ofrece una cartulina enrollada, atada con una cintita con los colores de la bandera argentina. Ninguno de los dos se adaptaba a la celebración ni a las multitudes. El concepto “fiesta” nos resultaba repugnante, intolerable. Si no me hubiera retenido, yo habría escapado de ese horroroso momento sin medir las consecuencias. “Tranquilo, es apenas un minuto, aguantá. ¡Te felicito, estoy orgulloso de vos!”, me dijo acercando su boca a mi oído sin soltarme para que corriera. No volvimos a hablar del tema. A la mañana siguiente, encontré sobre la cama un Littman Cardiology edición limitada y un vale de la Editorial Panamericana. No nos felicitábamos por lo que considerábamos nuestra obligación.
Muchos años más tarde nació mi primer hijo. Él llegó con un paquetito de regalo. Lo miró durante un rato largo a través del vidrio de la nursery. Me abrazó. No me dejaba soltarlo. Supe que estaba llorando. Esperé. Hice tiempo entre sus brazos poderosos hasta que la respiración se fue normalizando. No lo miré a los ojos. Se dio vuelta y se fue por el pasillo. Volvió con dos cafés en vasos de plástico.
Una noche entré corriendo a su casa. Lo encontré tirado sobre el piso del comedor. Tenía los ojos abiertos y las manos cruzadas sobre el pecho. Me agaché. Levanté su cabeza y la abracé con una fuerza que no sabía que tenía. Antes de bajarle los párpados lo miré de frente. Le dije: “Te quiero, viejo, perdoname”. Pero era demasiado tarde.
Daniel Flichtentrei