Voy a ver a un paciente internado en la Unidad Coronaria. Ella me muestra la historia clínica. Miramos juntos la coronariografía. Repasamos las indicaciones médicas. Lleva una noche de vigilia montada sobre los hombros. Viste un ambo arrugado de algodón celeste de pésima calidad tres números más grande que su talle. Tiene el cabello revuelto atado con una bandita elástica. Los pies hinchados dentro de sandalias de color salmón. Las uñas muy cortas y sin pintar. Las axilas insinuándose al fondo de unas mangas enormes con una sombra blanca de talco. El escote cerrado con cinta adhesiva en un intento vano de contener la insubordinación de sus pechos. El cuello largo. Recorrido por sus vértebras como una cordillera ósea sembrada por minúsculos pelitos rubios. Las manos delicadas y angostas. Nerviosas, inquietas. Los ojos verdes, tristes. Las ojeras son dos sombras oscuras como lunas en cuarto menguante recostadas debajo de los párpados. La boca tensa y rosada. Se duerme en cualquier rincón. Huele a jabón de glicerina y a Iodopovidona. Le asoman desde el bolsillo trasero del pantalón: un papelito con el score Apache II, una tira reactiva de glucemia y un ticket de Carrefour. Evita los espejos porque le recuerdan lo que no quisiera mostrar. Se derrumba sobre la mesada del office de enfermería con la birome entre los dedos y la prescripción de Dobutamina a medio escribir: “2,5 ug Kg/ min…”. Emite la misteriosa energía de una mujer que desata el deseo. Ella no lo sabe pero suda una sensualidad entrañable y fatigada. Una atmósfera de hembra que resiste a los abusos del esfuerzo. Antes de irme me ofrece un café. Se sienta sobre un banquito roto. Se frota la cara con las dos manos. Apoya la cabeza contra el vidrio del office de enfermería. Detrás se ven los destellos luminosos de un monitor de seis canales y la silueta de un hombre acostado mirando al techo. Resopla inflando las mejillas. –“¡Uff!! no doy más! Hace un rato llamó mi vieja para decirme que Lucas tiene fiebre”. Me dice mirándome a los ojos. No le respondo. Estiro la mano y le doy un chocolate con almendras. Lo devora chorreándose miguitas que se le pegan sobre el mentón. Está exhausta. Muerta de hambre y de sueño. Preocupada por su hijo. No me animo a decirle nada. Me quedo absorto mirándola. –“¿Qué te pasa? Tu paciente ya está mejor. ¿En qué pensás?". Le peino con los dedos dos mechones de cabello que le tapan los ojos. Ahora me mira con la frente despejada. Así son mis compañeras. Heroicas y apetecibles. Son el corazón desnudo de la fruta que todo hombre quisiera comer con el apetito de un caníbal y la soledad de un náufrago. Las he visto pronunciar los nombres de sus amores secretos o de sus hijos. Dormidas. Con la boca abierta y los zapatos puestos. Sobre una camilla endurecida por el trabajo forzado y los orines viejos. Beben café recalentado y comen galletitas húmedas a las cuatro de la mañana. A veces se quedan mudas mirando la madrugada a través de las ventanas sucias del hospital. Yo sé que se preguntan qué hacen en ese lugar. Parpadean. Se frotan los hombros con las dos manos y siguen adelante. Nunca se contestan nada. Porque la respuesta se les aparece como un argumento irrefutable al primer llamado de emergencia. Les debo la felicidad cómplice de tantos años y la vergüenza de haberlas deseado en silencio sin haberme animado a confesárselos jamás.
D.F.