Se nos fue Don Vicente, hombre a carta cabal, dedicado en cuerpo y alma al estudio y tratamiento del dolor, a la enseñanza, al ejemplo, a seguir por una ruta de nueva creación hasta su total culminación, y a dejar huella imperecedera en generaciones de médicos y pacientes, por su calidad y calidez humana.
Hijo de Rodolfo García Bravo, minero oriundo de Mineral de Ocampo, y de Guadalupe Olivera Pérez, originaria de Etla, Oaxaca; su fecha de nacimiento fue el 7 de marzo de 1916, en la ciudad de Pachuca, Hidalgo. Su madre murió poco tiempo después del parto y su padre, dos años más tarde. Una tía recogió a Vicente y a su hermano; pocos años adelante, su abuela norteña, que vivía en el DF, lo adoptó, pero con grandes carencias económicas.
Sin embargo, Vicente era un niño muy inteligente y ávido de conocimientos, por lo cual decidió estudiar la primaria en un colegio privado, cuyos costos de inscripción y colegiatura mensual eran de cinco y tres viejos pesos, respectivamente. Al no tener apoyo económico, buscó trabajo. Era un niño delgado pero fuerte, y con una meta bien definida, inamovible: salir de pobre, estudiando. Empezó a trabajar en una heladería, aprendió a hacer y palear las nieves por un salario mínimo, pero suficiente para pagar su instrucción primaria. Como buen niño, inquieto y curioso, un día se le ocurrió meter la mano a la rica nieve y de repente ¡sácatelas! recibió tremendo golpe en el ojo derecho y –contaba– hasta vio estrellitas y todo se le nubló. Cuando despertó, el dueño de la nevería le explicó que estaba prohibido meter las manos en el helado y, para contentarlo, le obsequió un boleto para ir a ver el box: era Rodolfo (El Chango) Casanova.
Al terminar la primaria, enviaron a los hermanos García Olivera a Oaxaca, con un pariente de su abuela materna; cuando Vicente cumplió 14 años, le indicaron que para poder sobrellevar mejor la magra economía familiar los mandarían a una hacienda fuera de la ciudad; les ensillaron dos caballos pero, nuevamente, Vicente decidió que su meta no era el trabajo de campo, aunque le gustaba mucho. Entonces, con el dinero que había juntado con muchos sacrificios, se regresó a la Ciudad de México a seguir estudiando y trabajando.
De día trabajaba en la Compañía de Luz y Fuerza del Centro detrás de un escritorio, puesto que consiguió por sus aptitudes contra nueve competidores (¿a que horas se dio tiempo Don Vicente para aprender a teclear con velocidad y eficiencia la máquina de escribir?). El hecho es que entraba a la Escuela Nacional Preparatoria a las seis de la tarde y salía a las diez de la noche a preparar clases, entre innumerables noches de desvelo, con una convicción férrea y definitiva –Quiero ser médico.
De 1936 a 1942 estudió la carrera de Medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México mientras seguía trabajando para pagar todas sus necesidades. Al terminar, presentó su tesis titulada Las anestesias combinadas en cirugía general, que genera asombro dado que muchas décadas después este tipo de anestesias se pusieron en boga, sólo que con otro nombre: anestesias mixtas, que dan mayores ventajas fisiológicas al paciente quirúrgico, en especial al de alto riesgo; dicho de otra forma: se adelantó unos 40 años a la modernidad.
Su mente era clara, fresca y decidida; su carácter estricto y disciplinado, cuyas debilidades principales –para quienes lo conocimos de cerca– eran la bondad, el paternalismo, la amabilidad y el afecto. Con fortaleza y rectitud enfrentó dos situaciones trascendentales en su vida: primero, el matrimonio con su hermosa novia, la señorita Cordelia Puente García –hija del Dr. Ramón Puente, excelente cirujano de esos años– con quien compartía un extraordinario afecto y admiración mutua; su enlace tuvo lugar en 1943. Cordelia supo comprender, impulsar, acceder y equilibrar esta unión con Vicente. Ella era una persona muy sensible, bailarina de ballet y pintora amateur, muy suave en su hablar, encantadora en su trato y con muchas cualidades musicales, quien sin lugar a dudas contribuyó con su amor y paciencia a la cimentación personal de Vicente, ante una cantidad impresionante de obstáculos. Y segundo, la educación autodidacta como anestesiólogo, la cual inició desde 1938, en el Hospital Juárez de la Ciudad de México.
Aún antes de titularse como Médico Cirujano y Partero ya ejercía las actividades académicas como profesor de anestesia y asistenciales en la Cruz Roja Mexicana y el Hospital Colonia de los Ferrocarriles Nacionales.
El 2 de enero de 1944 fundó el Servicio de Anestesia en el Sanatorio No. 1 del Instituto Mexicano del Seguro Social, el primero en su tipo en esta Institución. Sin embargo, al año, renunció para autobecarse en el Hospital Bellevue de Nueva York, donde compartió y aprendió experiencias muy importantes y trascendentales en relación a la anestesia regional y el dolor rebelde; también conoció y se hizo amigo del Dr. Vincent J Collins, extraordinario maestro de la anestesiología norteamericana, cuya amistad perduró de por vida.
Al ser fundador de la Sociedad Mexicana de Anestesiología y colaborando estrechamente con el maestro Benjamín Bandera, fundó la Revista Mexicana de Anestesiología, en 1948, la cual rinde tributo a este insigne anestesiólogo, nombrándolo Director Honorario Vitalicio.
En 1953, nuevamente se autobecó para asistir durante tres meses al Curso de Estudio y Tratamiento del Dolor, en la primera Clínica del Dolor Interdisciplinaria –como se le reconoció años después por la IASP– impartido por el Dr. Duncan Alexander del Veterans Hospital en McKinney, Texas.
Regresó con conocimientos excepcionales y muy promisorios en aquellos años del “despertar” de la medicina institucional mexicana; sin embargo, no se convencieron del trabajo en equipo, tal y como se requería, ni tampoco del espacio físico que delineó nuestro esforzado maestro, y por tanto, tuvo que trabajar en esta área de la medicina del dolor, en un nivel subóptimo, sin dejar de ver el resultado de sus experiencias, y con ese tesón que lo caracterizó toda la vida y su don de gentes, nos permitió acercarnos y conocerlo. Por fin, después de no pocos obstáculos más, convenció al Dr. Salvador Zubirán de la creación de la Clínica del Dolor, la cual iniciamos con gran entusiasmo el 2 de junio de 1972, en el entonces Instituto Nacional de la Nutrición.
En 1976, en colaboración con el Dr. Miguel Herrera Barroso, fundó la Clínica del Dolor del Hospital General de la Ciudad de México, la cual ha engrandecido tanto al Hospital General como al maestro Vicente García Olivera y a quienes trabajaron junto con él. A fines de 1979, Vicente, Carlos Del Valle (de Guadalajara, ex alumno de John J Bonica), Miguel Herrera Barroso y el suscrito, decidimos conformar y organizar la Asociación Mexicana para el Estudio y Tratamiento del Dolor, AC, y uniendo el compromiso al esfuerzo logramos nuestra idea a mediados de 1980; en octubre de ese mismo año organizamos la Primera Reunión Anual de la AMETD, en el Hospital General de México, donde se reconoció y nombró al Dr. Vicente García Olivera como Presidente Honorario Vitalicio de la Asociación.
Vicente García Olivera es la raíz de donde surge una nueva y extensa veta de una mina que esperaba ser descubierta, y cuyo volumen y extensión desconocemos, pero nos sorprende por vasta y fecunda. Vicente la descubrió en México y nos la ha ofrecido como buen mexicano, buen médico y buen padre. Quiero expresar que haber sido alumno de Vicente siempre ha sido un gran orgullo personal, y al reiterarlo como mi Maestro, estoy seguro que su hijo, el Licenciado en Derecho Vicente García Puente, su nuera Laura y sus nietos, Laura Elisa y Vicente, deben sentirse muy conmovidos por su imagen. Esta semblanza sólo resalta algunos de los aspectos más sobresalientes en la vida del Dr. Vicente García Olivera en reconocimiento de su generosidad, dignidad, y a su persona en general, como símbolo de rectitud, superación, tenacidad y humanismo; este sencillo pero sincero homenaje es apenas uno de los muchos que recibirá por generaciones, por ser ejemplo del cual nos nutrimos.
¡Gracias Maestro Vicente García Olivera!
Descansó en paz y se adelantó a muchos de sus alumnos el día 3 de diciembre de 2009.
Nota Autobiográfica
Desde el año de 1937, siendo estudiante de Medicina, leía todo lo concerniente a la anestesiología en revistas norteamericanas, canadienses y francesas: mi interés iba creciendo; al año siguiente (1938), siendo prácticamente adjunto en el Hospital Colonia, llegó a México la Dra. Huberta Livingstone y al visitarnos tuve la oportunidad de mostrarle todos los servicios y subrayar que éste era el único que tenía el gabinete de anestesia para el uso de gases anestésicos como el ciclopropano, protóxido de azos y etileno; se lo mostré y me explicó que era lo más avanzado en la aplicación de gases anestésicos; le ratifiqué mi interés por la anestesiología y me explicó que en el Hospital Bellevue de la Ciudad de Nueva York (afiliado a la Universidad de NY) se había generado la mayor experiencia sobre el manejo de gases anestésicos –servicio manejado por el Dr. Emery A Rovenstine y su destacado grupo– y me recomendó que asistiera como observador, pues la calidad de la enseñanza había trascendido a toda la Unión Americana. Además me explicó que ella era la Jefa de Anestesiología del Hospital de Chicago y que si mi interés era genuino me enviaría toda la literatura médica sobre anestesiología que sus colegas aplicaban en Estados Unidos. Así lo hizo: semana a semana recibía reimpresos sobre lo que hacía el Dr. John Lundy en la Clínica Mayo, en Rochester, el Dr. Griffith en Canadá, la Dra. Julia Arrowood en Boston; las publicaciones en resúmenes de lo que hacían en Nueva York la Dra. Virginia Apgard y Geraldine Light, y sobre todo las informaciones del Dr. Rovenstine. Pasaron los años y a principios de 1944 escribí al Dr. Rovenstine a fin de que me autorizará asistir como visitante asociado; su respuesta afirmativa tardó algunos meses y al fin fui aceptado en el año de 1945, en plena conflagración de la Segunda Guerra Mundial. Esta oportunidad constituía una verdadera excepción, pues disfrutar de las excelencias de este selecto grupo de profesores era todo un acontecimiento.
Al llegar a aquel inmenso hospital me recibieron con una atenta cortesía y desde luego me presentaron a los miembros del grupo: el Dr. Robertacci, Coordinador de Anestesia Regional; el Dr. Lou Orkin, magnífico profesor que vigilaba el adiestramiento clínico; el Dr. Salomón Hershey, encargado de la coordinación de la Clínica del Dolor; y al Jefe de Residentes, que era el Dr. Ira Spitzer, un médico judío muy experimentado que además tenía nexos de coordinación en el Hospital Judío Beth Israel.
Una vez encaminado el trabajo, me dejaron manejar casos asesorados por este grupo; la semana siguiente me
enrolaron al grupo de Clínica de Dolor, en jornada de doce horas, dos veces por semana, para atender a los soldados que venían de los frentes europeos de guerra, mutilados y portadores de dolores rebeldes; llegaban a Staten Island barcos cargados de estos ciudadanos y en este movimiento activo me dieron a conocer el código de procedimientos que el Dr. Rovenstine había diseñado años atrás (1936). La tecnología de procedimientos regionales ya la conocía, pues la había ejecutado en la Cruz Roja Mexicana en los años de 1942 y 1943, así que no me era ajena. Los viernes me invitaba el Dr. Spitzer a que practicara los bloqueos regionales en los pacientes quirúrgicos del Hospital Beth Israel, un hospital muy moderno, bien equipado y mejor organizado. Ahí tuve la oportunidad de aplicar una raquianalgesia al profesor Albert Einstein para una hernioplastia. Esta suma de experiencias me permitieron avanzar considerablemente en una gran variedad de analgesias regionales: raquianalgesias en todas sus modalidades; isobáricas, hiperbáricas, etc., a muy distintos niveles: analgesias caudales y peridurales, medianas y altas por vía central y por vía oblicua; además, bloqueo en diversas neuralgias periféricas faciales y cervicales lumbares; y bloqueos ciáticos periféricos repetidos con fines terapéuticos.
Estos hechos complementaron mi adiestramiento en estos menesteres. La experiencia de haber participado con cientos de soldados con lesiones dolorosas me dio la idea de divulgarlo en nuestro medio hospitalario en la Ciudad de México. La guerra terminó en octubre de 1945 y fue un júbilo extraordinario lo que observé en Times Square, una alegría contagiosa. Esto me hizo meditar que por fortuna en México no sabemos lo que es una verdadera guerra.
Al regreso a la Ciudad de México tenía la idea fija de organizar una Clínica del Dolor dentro de mi servicio hospitalario del Departamento de Anestesiología, pero mis informaciones, pláticas y conferencias no encontraban eco, ni mucho menos reconocimiento de los grupos médicos de los hospitales. Mientras tanto, atendía a los pacientes que requerían de mis servicios. Algunos de los colegas señalaban que mientras hubiera narcóticos inyectados u orales no representaba ninguna importancia el tratamiento del dolor con otros procedimientos.
Mi interés persistente en las analgesias regionales era ampliamente conocido, aunque no bien aceptado, hasta que hubo un acontecimiento que fue trascendente para mi interés profesional. Vino a un Congreso Nacional de Anestesiología el Dr. Leo V Hand, de la Ciudad de Boston, a presentar un tema sobre analgesias regionales; los organizadores del Congreso me encomendaron que tradujera este trabajo enviado de antemano –lo cual hice detalladamente– y que además hiciera la traducción oficial y el comentario. Al llegar el Dr. Hand le informé que yo sería su traductor y comentarista oficial; así lo hice y al final de la presentación le señale que en algunos puntos yo difería de sus opiniones. El doctor Hand aceptó las razones de un criterio diferente y me permitió que le acompañara a visitar sitios históricos de la Ciudad de México, pues él había leído mucho sobre el Castillo de Chapultepec y el Museo de Antropología e Historia y disponía de veinte días para visitarlos. Así fue, sólo que le pedí que me acompañara al Servicio de Anestesiología en la Clínica Londres 38 y él se ofreció como ayudante–colaborador.
Los médicos, que algunos de ellos habían estado en la ciudad de Boston y lo conocían, decían que cómo era posible que una figura de la anestesiología estuviera ayudándome, ante lo cual les señalé que “estaba haciendo meritos” para quedarse como mi ayudante de base. Le mostré procedimientos de hipnosis rectal con barbitúricos en los niños candidatos a amigdalectomia, a fin de evitarles el terror al ingresar despiertos a la sala de operaciones, y le enseñé la analgesia caudal y transsacra en ciertos procedimientos urológicos. Le acompañé como guía de turistas al Castillo de Chapultepec, al Palacio de las Bellas Artes y al Museo de Antropología. Claro que tuve que informarme previamente a fin de conocer nuestra historia y habilitarme como un eficiente guía. Un buen día se accidentó y se golpeó la cara externa de la rodilla; le atendí, le hice bloqueos de los nervios peroneales para aliviarle el dolor, el Dr. Hand insistía en pagarme, lo cual rehusé.
Pocos días después regresó a la ciudad de Boston. Al despedirle le pregunté si existía la posibilidad de asistir a un seminario o curso sobre manejo del dolor en algún hospital de la ciudad; lo pensó un momento y me dijo que no, pero que conocía a un canadiense, amigo de él, que en el año siguiente (1953) organizaría por segunda
vez un curso teórico–práctico sobre manejo del dolor, con duración de tres meses, que si en verdad me interesaba me pondría en contacto con él y sus organizadores, y me aseguró que pronto tendría la información necesaria; efectivamente, a principios de diciembre de 1952 me llegó la carta atenta del Hospital de Veteranos de la Ciudad de McKinney, Texas, en la que se me notificaba que estaba inscrito para asistir al curso anual que comenzaría el tres de enero; asimismo, que la cuota de inscripción de cien dólares la había cubierto el Dr. Leo V Hant. Con este gesto amable acepté la invitación al curso dirigido por el Dr. FA Duncan Alexander. Escribí aceptando asistir y llegué la víspera a la ciudad de McKinney, una pequeña población a treinta y ocho millas al noroeste de la ciudad de Dallas. Asistimos cincuenta y nueve médicos de distintas partes de la Unión Americana, yo era el único mexicano. Las conferencias se desarrollaron con maniquíes anatómicos y comentarios de artículos sobre síndromes dolorosos. Participaron farmacólogos como el Dr. Arthur Grollman, cirujanos como el Dr. Scott Wisong, fisiólogos y expertos en analgesias regionales.
Nos insistían en los factores adversos, las reacciones tóxicas inesperadas, las alergias e intolerancias; sobre técnicas de reanimación cardiopulmonar, sobre la descripción de síndromes dolorosos somáticos y autónomos. Asistieron dos médicos de la Clínica Mayo, uno de ellos era el Dr. John Pender, radiólogo, Jefe de la Unidad de Pugh, y nos explicaron la importancia del control radiológico simple y estereoscópico de los bloqueos ganglionares. Cada semana había un examen escrito sobre los temas teóricos expuestos. Este curso se completó con la ejecución de procedimientos asesorados por los instructores, el Dr. Louis Lewis y el Dr. Davison, este último, médico californiano.
Conocimos el empleo de los medios de contraste radiológico en los bloqueos ganglionares del simpático, lo mismo que el uso de los llamados neurolíticos, a fin de prolongar el efecto funcional. Todo esto en los territorios esplácnico-celíaco, cérvico-dorsal y lumbar.
A fines del mes de febrero de 1953 se dio por terminado el curso que fue magnífico. En cuanto regresé a la Ciudad de México comencé a informar sobre estos acontecimientos que consolidaban con mayor firmeza lo observado en Nueva York, pero ningún médico le daba la menor importancia; el único que le dio su verdadero valor fue mi distinguido compañero, el Dr. Luis López Antúnez, quien desde hacía años era Profesor de Anatomía en la Escuela Superior de Medicina del Instituto Politécnico Nacional. Desde luego, el primer paso fue invitarme a ejecutar bloqueos del ganglio estelar y del simpático dorsal en la Unidad Neuroquirúrgica que había instalado en el IMSS, en la calle de Naranjo de esta ciudad, y posteriormente me envió al administrador del Sanatorio No. 2 del IMSS, quien estuvo pendiente de valorar los resultados; con estos hechos obtuve apoyo y asesoramiento en algo que los demás grupos no comprendían o no querían comprender. En esos años logré que el Dr. Luis López Antúnez fuera nombrado Neurólogo Consultor dentro de la consulta general en la Clínica Privada de Londres 38, pues ésta tenía neurocirujano, pero era indispensable contar con un neurólogo clínico. Todos estos hechos dieron principio a la organización de la Clínica del Dolor. Hubieron de pasar algunos años más hasta que en 1951 los anestesiólogos del Hospital General, algunos exalumnos del Dr. López Antúnez, organizaron una conferencia sobre los logros de la Clínica del Dolor y me pidieron los datos sobre lo observado en Nueva York.
Al respecto y cuando llegamos a los bloqueos autónomos, le tocó al Dr. López Antúnez dibujar en forma excelente el territorio ganglionar cervical y lumbar; además de los dibujos anatómicos, hizo un relato de las investigaciones de Claudio Bernard sobre la denervación del simpático y explicó los datos de las observaciones fisiológicas del Dr. Walter B Canon, de la ciudad de Boston y específicamente de la Universidad de Harvard. Ello ocasionó un creciente interés en dos de sus alumnos anestesiólogos que se formaron en el Instituto Politécnico Nacional, y quienes me acompañaron en los talleres sobre temas de clínica del dolor, que nacieron de estas conferencias. Este fue el prólogo de la Clínica del Dolor en el Hospital General.
En 1956-57 se advirtió la necesidad de hacer cursos teórico-prácticos para médicos en formación de anestesiología, cursos patrocinados por la Lotería Nacional y la Dirección del Hospital General. A este curso fue invitado el Dr. Martín Maquivar Amelio, para presidirlo como Director Coordinador, y a mí me nombraron como uno de los instructores, habiendo conferencias de neumólogos, cardiólogos, terapistas en rehabilitación y cuatro instructores más. En este curso aproveché para estudiar a los enfermos oncológicos con dolor y a los politraumatizados portadores de causalgias, a fin de dar a conocer lo que el anestesiólogo debe saber al respecto de clínica del dolor; los casos eran discutidos por los becarios, se hacían los procedimientos y el seguimiento en su evolución. Señalábamos que la anestesia era el evento inicial, pero el complemento de terapia del dolor era una necesidad que había que cubrir.
Una vez terminado el curso, los alumnos graduados, encabezados por el Dr. Miguel Herrera Barroso, pugnaron por que la Dirección del Hospital les concediera un espacio físico para atender estos casos, a fin de no invalidar ninguna sala de operaciones, para ejecutar algunos procedimientos; así fue como el Dr. Francisco Higuera Ballesteros, Director en turno del Hospital General, concedió el espacio físico en el año de 1976. Estos años transcurridos fueron de ratificación: el primer espacio ya ha sufrido tres ampliaciones, la primera en 1985, poco después del sismo, y posteriormente dos remodelaciones más.
La demanda creciente de numerosos pacientes nos ha obligado al aumento de los espacios, sin demeritar la calidad de la atención. En el año de 1992 recibimos la visita del Ministro de Salud, Dr. Jesús Kumate Rodríguez, quien se interesó en conocer el número de pacientes que se atendían diariamente; insistió sobre la variedad de patologías y su incidencia numérica; se le informó que la Universidad Nacional Autónoma ya había dado su aceptación, desde 1988, sobre el curso de posgrado en terapia del dolor y quedó estipulado que se reconocía como un diplomado para aquellos anestesiólogos certificados por el consejo de la especialidad que hubieran aprobado el examen previo sobre clinopatología y nosología de algunos síndromes. Como consecuencia de su visita, acompañado del Dr. Ramón de la Fuente, entonces Director de la Facultad de Medicina, se dictó el Acuerdo No. 106, por el que se establece el Centro Nacional de Capacitación en Clínica y Terapia del Dolor, con sede en el Hospital General de México; este acuerdo fue publicado en el Diario Oficial de la Federación el 6 de Octubre de 1992.
Previo a esta decisión, el Jefe de información Médica de la Secretaría de Salud nos envió a cuatro de los miembros del personal de base de la Clínica del Dolor a lugares como Veracruz, Oaxaca, Zacatecas, Yucatán y Colima, a fin de ampliar la información sobre el quehacer de la clínica, su integración, los temas sobre dolor crónico refractario y los tratamientos habituales; estas informaciones realmente despertaron interés en los médicos dirigentes de enseñanza e investigación en cada hospital. Estos hechos permitieron que médicos capacitados en esta área fueran asignados a tales hospitales. Así se logró el establecimiento de doce Clínicas del Dolor en diversas entidades de la República. El número de médicos egresados de nuestro Centro Nacional de Capacitación asciende a cien, aproximadamente, sin contar con los que están por terminar su año de preparación. Estos logros han fructificado, pues entidades alejadas que no cuentan con personal calificado envían sus casos al hospital más cercano, que sí cuenta con tales servicios, de tal manera que las comunidades cercanas o lejanas pueden ser apoyadas por estas unidades de terapia del dolor.
En 2002, los médicos becarios egresados formaron la Asociación Mexicana de Algología, AMAL, “Dr. Vicente García Olivera”; que ya ha llevado a cabo diversos congresos. El primero se realizó en Puerto Vallarta, el segundo en la Ciudad de Tampico, el tercero en la Ciudad de Veracruz, el cuarto en Tuxtla Gutiérrez y el quinto en la ciudad de Zacatecas.
Nuestro ideario ha venido madurando con el tiempo y las circunstancias. En foros nacionales hemos sostenido que crear una Clínica del Dolor y acreditarla lleva mucho tiempo y esfuerzo, y desacreditarla se logra en un momento.
Seguimos insistiendo en que el problema fundamental de la Medicina es aliviar el dolor y en esto estamos de acuerdo con el Dr. Kumate, cuando afirmó ante los médicos y autoridades del Sector Salud en el Hospital General de Tepic, Nayarit, que “un Hospital que no tiene Clínica del Dolor deberá considerarse mutilado”. Esta es una verdad con que el tiempo va adquiriendo sus dimensiones reales. Actualmente, las doce Clínicas del Dolor que funcionan en las doce entidades de la República están cumpliendo sus propósitos con un desempeño muy responsable. La calidad y el esfuerzo están presentes. Con orgullo vemos que la tarea sigue en franco movimiento para beneficio de nuestro país.
Curriculum Vitae
Nombre: Vicente García Olivera
Lugar de nacimiento: Pachuca, Hidalgo
Fecha de nacimiento: 7 de marzo de 1916
Enseñanza Primaria: México, DF, Centro Escolar Benito Juárez, Escuela Alberto Correa 1925–1930
Secundaria: Escuela No. 4 1931–1933
Preparatoria: Escuela Nacional Preparatoria 1934–1935
Profesional: Facultad Nacional de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México 1936–1942
Examen Profesional: 30 y 31 de marzo de 1943
Tesis Profesional: Las anestesias combinadas en cirugía general
Actuación Hospitalaria
• Presidente de la Sociedad de Practicantes del Hospital Colonia de los Ferrocarriles Nacionales de México, 1939–1940.
• Prácticas en el Hospital Central de la Cruz Roja Mexicana del Seguro Social, 1941.
• Jefe Fundador de los Servicios de Anestesiología del Sanatorio No. 1 del Instituto Nacional del Seguro Social, 1944–1945.
• Jefe Fundador de los Servicios de Anestesiología de la Clínica Londres 38, 1941–1968.
• Secretario del comité organizador del Primer Congreso Mexicano de Anestesiología. Hospital Juárez, noviembre de 1946.
• Presidente del comité organizador del Tercer Congreso Mexicano de Anestesiología, noviembre de 1950.
• Fundador de la Revista Mexicana de Anestesiología, Julio de 1951.
• Fundador de la Sociedad Mexicana de Angiología, en unión del angiólogo Dr. Héctor Quijano Méndez, octubre 15 de 1959.
• Asistente al curso trimestral de actualización en Clínica y Terapia del Dolor en el Hospital de Veteranos en McKinney, Texas, 1953.
• Fundador de la Sociedad Mexicana de Anestesiología en su remodelación, julio de 1948.
• Profesor–instructor del Curso de Anestesiología del Hospital General de México, 1956-1957.
• Ingresó a la Academia Mexicana de Cirugía como Académico en el sillón de Anestesiología, Noviembre de 1961.
• Presidente de la Sociedad Mexicana de Anestesiología, 1969–1970.
• Ponente por México en el Simposium Latinoamericano de Anestesiología. Miami, Florida, 1971.
• Asesor honorario de la Clínica del Dolor del Hospital General de México de la SSA, 1976.
• Asesor de la Clínica del Dolor en el Instituto Nacional de la Nutrición, 1972–1976.
• Consultor de Base. Clínica del Dolor del Hospital General, SSA, 1981.
• Fundador de la Asociación Mexicana para el Estudio y Tratamiento del Dolor. Guadalajara, Jal. Noviembre de 1979, y nuevamente en 1981.
• Jefe (por oposición) de la Clínica del Dolor del Hospital General de México, mayo de 1982.
• Profesor Titular de Anestesiología. Escuela Nacional de Odontología de la UNAM, 1962–1971.
• Profesor Titular de Terapia del Dolor. Educación Médica Continua de la UNAM, de 1988 en adelante.
• Profesor invitado al Hospital de la Universidad de los Ángeles, UCLA, a sustentar conferencias sobre la Clínica del Dolor 1989.
• Premio de la Excelencia Médica en Anestesiología. Premio entregado en la Residencia Oficial de los Pinos por el Presidente Ernesto Zedillo Ponce De León. 23 de Octubre del año 2000. Medalla de Oro.
• Premio a la Excelencia médica otorgado por el Colegio Médico Hidalguense. 23 de Octubre de 2001. Medalla y Diploma. Pachuca, Hidalgo.
• Aceptado como Socio de Número por la Asociación de Historia y Filosofía de la Medicina en agosto del año 2001. Sede: Academia Mexicana de Cirugía.
• Consultor Técnico en Clínica del Dolor del Hospital General de la SSA, en años recientes.
• Profesor Titular del Curso de Clínica del Dolor y Cuidados Paliativos, en años recientes.