Es suficiente con darse una vuelta por cualquiera de los hospitales que hoy asisten a una multitud de personas con sospecha de Influenza A para trazar el perfil de quienes allí trabajan. Enfermeras, médicos, técnicos o mucamas, todos dejan en esos edificios repletos de gente mucho más de lo que cualquier otra tarea reclama a quienes la ejercen. Nadie mide el esfuerzo, nadie pone límites burocráticos o temor ante los riesgos para su propia salud cuando la situación los reclama. Hay necesidades y ellos están allí para hacer lo posible por encontrarles una respuesta.
Incluso cuando las condiciones resultan desfavorables, los recursos insuficientes o las directivas confusas, se entregan sin retaceos porque sienten que eso es lo que deben hacer. Estos días he caminado por los pasillos, las salas de internación, las de cuidados intensivos y de emergencias de varios de esos lugares. En todos me he encontrado con los mismos rostros fatigados, mal dormidos, a veces exhaustos. Pero también con una voluntad extraordinaria, una curiosidad y un deseo de aprender acerca de una enfermedad sobre la que todos somos novatos.
En la guardia de pediatría una enfermera corre de un lado a otro. Nebuliza a más de diez niños al mismo tiempo sentados sobre las faldas aterradas de sus madres. Extrae termómetros de su chaqueta y se los va colocando a cada uno. Moja paños con agua helada en un recipiente de plástico, los retuerce y los extiende sobre las cabezas calientes de algunos de ellos. Cambia los frascos de solución fisiológica y ajusta las tubuladuras. Luego hace una nueva recorrida, retira los termómetros, anota la temperatura en una planilla. Se escuchan llantos, toses, ruidos sibilantes, órdenes, pedidos impacientes, reclamos airados. Una madre se ha dormido con su bebé sobre el pecho. La cabeza apoyada en la pared y la boca oculta detrás de un barbijo sucio. Los párpados pesados la obligaron a una tregua. Está agotada. La enfermera la ve. Se acerca con las manos repletas de objetos. Le coloca una almohada vieja y sin funda detrás de la nuca. Extiende una sábana que alguna vez fue blanca y la cubre a ella y a su hijo. Él la mira. Una extraña serenidad le baja desde la frente. Hunde la nariz sobre el cuello tibio de su madre y cierra sus ojos pequeños. El ruido es ensordecedor. Es casi imposible distinguir una escena de otra. Pero esa mujer lo hizo. Tuvo la habilidad de percibir que alguien la necesitaba. Y se decidió a hacer algo que nadie le pidió pero que era imprescindible. Creo que fui el único en advertir lo que ocurrió en aquellos pocos segundos. Pero no pude no verlo. Y ahora no puedo callarlo.
Hace demasiado tiempo que soy médico. Ya he visto cosas como éstas en otras circunstancias. He participado decenas de veces de la tempestad de una catástrofe o de una demanda que nos desborda. Pero siempre que sucede vuelvo a sentir que algo extraordinario mueve a estas personas. Cada vez que la mezquindad, el esfuerzo que sólo se ofrece en función del propio beneficio o la mediocridad que estaciona a tantas vidas en lugares tan patéticos, amenaza con convencerme de que nada tiene remedio, mis compañeros me sacuden y me rescatan de la derrota. Esta profesión te da una oportunidad. Uno puede tomarla o dejarla pasar. No hay garantías. Es una decisión. Podemos encerrarnos en círculos concéntricos dibujados por nuestros propios dedos. Ajustarlos a fuerza de deseos rastreros y de bajezas absurdas. Reptar a ras del piso. Hasta que una noche sin luna, la oscuridad te gana, el aire te falta y una revelación te desnuda la certeza de que ya es tarde, irremediable, final. Cada uno conoce sus rincones vergonzantes y sus sueños enanos. Lo terrible, lo intolerable es el momento en que la ceguera cotidiana deja entrar un mínimo rayo de luz que te hace ver al tipo despreciable en que te has convertido. No conozco nada de otras profesiones, no creo que carezcan de méritos, pero permanecer indiferente a las escenas que veo durante estos días, callarlas, me haría sentir un miserable. Alguien debería decirlo.
Una médica le explica a una madre como debe aplicar un broncodilatador en aerosol a su niña. Le recomienda que compre una aerocámara como la que ella ahora deposita en sus manos. La mujer la mira con los brazos aún extendidos mientras repasa con los dedos la extraña anatomía de ese objeto desconocido. Le pide que repita la maniobra para garantizar que comprendió el modo apropiado de hacerlo. La mujer lo hace. Se demora unos segundos y le devuelve el artefacto. Toma a su niña en brazos y sale. Ella se queda de pie con la cámara en la mano. Piensa. Mira hacia todos lados para averiguar si alguien la observa. Corre hasta alcanzarla. Vuelve a mirar hacia atrás. Introduce con disimulo la cámara en el bolso que cuelga abierto del hombro de la mujer. Entonces me ve. Nos miramos. No nos decimos nada.
Basta con que se publique un nuevo trabajo sobre el tema Influenza en IntraMed para que en pocas horas acumule miles de lecturas. Nuestros foros se saturan de comentarios, preguntas y respuestas. El que tiene alguna duda siempre encuentra a un colega solidario que lo asiste. Hay un tráfico intenso de referencias bibliográficas, de recomendaciones, de experiencias compartidas y de incertidumbres urgentes. También en nuestras páginas se palpa el pulso febril y la empecinada voluntad de estar a la altura de las circunstancias.
En el comedor van llegando algunos médicos. Se sientan y abandonan sus cuerpos sobra una vieja mesa de madera. Duermen apenas unos minutos sobre migas de pan arropados por el olor del mate cocido. La enfermedad y el agotamiento han dejado a algunos fuera de combate. Los que quedan en pie ven su tarea multiplicada. Se relevan por turnos. Van y vienen por todos lados. Ya no importan las especialidades ni las jerarquías. Donde hacen falta, allí están. Son jóvenes. Escandalosamente jóvenes. No pueden ocultarlo. Sienten lo que los rodea, se sienten a sí mismos con un asombro ingenuo que aún está herido de adolescencia. Podrían estar en cualquier otro lugar pero han elegido estar en éste. Cuando se reúnen tres o cuatro, alguien extrae unas hojas con un artículo. Es un papel blanco con letras apenas visibles. Resulta evidente que la impresora ya no tenía tinta pero la han forzado a segregar los restos agónicos de un color que no es negro, que no es gris, que apenas se deja leer. Una médica joven lee en voz alta. Los demás levantan las cabezas y prestan atención. Emergen desde su sueño ligero atraídos por el tema. El tono de voz subraya los párrafos donde se describen las mismas cosas que ahora ven y que en otros países –México- también vieron hace pocas semanas. Uno de ellos le pide que repita un párrafo y toma nota en una libreta de las dosis de Oseltamivir en niños menores de un año. Hay algo que me resulta familiar en lo que leen. Ese texto ya ha pasado alguna vez por mi mente. Suena el altavoz llamándolos a Emergencias. Se levantan. Beben de pie los últimos sorbos de sus tazas. Se ajustan los barbijos y salen. La cara de la doctora es ahora un enorme desierto de tela blanca rematado por dos soles negros bajo una lluvia fina de cabellos dorados. Las hojas quedan sobre la mesa. Una mancha verde e irregular se extiende sobre ellas como si estuviese viva. Las tomo. Chorrean un líquido espeso. Cuelgan de mis dedos como un pez recién capturado en un río de aguas oscuras. En el margen superior leo unas pocas letras sueltas: www.intraM... luego nada. Apenas un sendero húmedo hecho de mate y migas de pan que no lleva a ninguna parte. Es infame, es egoísta, es estúpido. Pero en ese breve momento sentí que nuestro trabajo encontraba un sentido. Que lo que hacíamos todos los días había llegado al exacto lugar donde debía estar.
D.F.