El doctor Alejandro Cordero, en el living de su casa, rodeado de imágenes de sus perros Foto: Martín Lucesole
Esta es mi abuela, Giménez Zapiola. Este era empresario de ópera, Bonifacio Ramón de Zapiola. Esta, mi tía María Luisa. Estas eran las Cárcano, una foto de Cecil Beaton. Preciosas, ¿no? Esta es mamá, Martha Giménez Zapiola."
El hombre recorre fotos de su biblioteca. Su madre, su abuela, sus tías, mujeres con esa arquitectura que mezcla un siglo de buena discreción y altos modales con otro poco de yo estoy aquí, yo sé quién soy.
-Y ésta es mi tía Teresa. Y éste es el primero de la familia, Juan de Lezica y Torrezuri.
El primero de la familia -el alférez real Juan de Lezica y Torrezuri- nació el 26 de julio de 1709, hijo de Juan Lezica y María Torrezuri. Dueño de acreditada cristiandad, cuentan las referencias de la época, fue, desde 1750, regidor del Cabildo de Buenos Aires, patrono y protector del caserío de Luján, al que elevó a la categoría de villa y donde edificó un templo, creó un cabildo, proclamó a Su Majestad Carlos III y defendió a sus habitantes de los indios. Eso quiere decir que la familia del doctor Alejandro Cordero, argentino, dermatólogo, pisa este suelo desde el siglo XVIII. Y eso quiere decir alguna cosa.
-¿Papá? No, foto de papá tengo una, en mi dormitorio.
Papá era el doctor Alejandro Cordero, dermatólogo, profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires, y su hijo es este hombre, Alejandro Cordero, dermatólogo, socio benefactor con la categoría Platino de la Fundación Teatro Colón (además de miembro de la Comisión Directiva de la Fundación del Hospital de Clínicas y de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Arte Decorativo) que, en el piso veinte de un departamento de la avenida Figueroa Alcorta, muestra las fotos de su familia después de haber contado -largamente- la historia de los diez o doce cantantes líricos que viven y estudian en Moscú, Nueva York, París o Viena y cuyas clases, alquileres, comidas, ropas, bijou, zapatos, tickets para la ópera y transportes paga él desde hace, por lo menos, dos años.
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"Hola, te escribo desde París. Soy egresado del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. Conocí a Alejandro Cordero en 2008, en una audición interna del Instituto. En ese momento él se interesó por mi trabajo y junto a la señora Teresa Aguirre Lanari de Bulgheroni me ayudó a concretar un ambicioso proyecto: perfeccionarme en París con el barítono Gabriel Bacquier. Me presenté a concurso. Obtuve una plaza en la Cité Internationale des Arts, de París. Ya tenía el alojamiento. Y necesitaba ayuda para poder costear mis estudios. Ahí es donde la generosa ayuda de Alejandro entra en juego. Eso me ha permitido no sólo el contacto con el gran Bacquier, sino continuar mi relación con el circuito lírico europeo (debuté en la Opera de Niza en la temporada 2008). Con un mecenas tradicional uno tendría obligaciones y él tendría un rédito. Creo que aquí los más beneficiados somos los cantantes." Sebastián Sorarrain -voz de bajo- escribe eso, así, desde París, París.
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-Ah, el empapelado de la entrada. Sí, es divino.
El empapelado de la entrada es rojo con dibujos orientales y está ahí desde que su madre y su padre se mudaron a este departamento, todo un cambio desde aquella casona de Carlos Pellegrini y Posadas que fue demolida por el Estado cuando se ensanchó la avenida 9 de Julio y donde su padre vivió desde los cinco años.
-Cuando ellos murieron yo me mudé acá y traté de mantenerlo tal como estaba.
Alejandro Cordero está sentado en su pequeño estudio. Un escritorio, una biblioteca empotrada y, al otro lado de la ventana, el mucamo regando las plantas del balcón.
-La ópera en casa viene desde chicos. Nos llevaban al Colón porque papá y mamá eran abonados de toda la vida. Mi abuela, abonada. Yo me sentaba con ella, en la misma butaca, tan chiquito era. Pero después, de grande, yo no iba al Colón ni que me pagaran.
-¿Por qué?
-No sé. No te parecía como canchero. Ibas a bailar. Ibas a Mau Mau. No se te ocurría ir al Colón. No te divertía.
Divertía, divertido, divertir: Alejandro Cordero usa mucho esa palabra que aplica a diversas, a muy variadas situaciones.
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-Si no lo hubiese conocido a Alejandro, y hubiera contado sólo con mi dinero, yo no podría haber hecho ni la mitad de las cosas que hice.
Duilio Smiriglia tiene 39 años, es tenor, grandote, sonriente, rubión, chef, y estudia canto en el Instituto Superior del Teatro Colón. Es habitante de Adrogué, hijo de un cocinero y un ama de casa.
-Un día me avisaron de una audición para un concierto en el Americas Society de Nueva York. Y ahí fue donde lo conocí a Alejandro. Quedé seleccionado y él pagó el viaje, pero además pude audicionar con gente de la Manhattan School of Music, con Joan Dornemann, que es repertorista del Metropolitan Opera House. Ahora me voy a Michigan, a una universidad a tomar clases, y él me paga los pasajes.
Dice eso y dice que, por ahora, sigue con su empresita de catering. Que no puede, todavía, cantar para vivir.
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-¿Usted nació en la Capital?
-Sí, totalmente.
Alejandro Cordero nació totalmente en el Sanatorio Otamendi, y es el más grande de nueve hermanos más. Tres varones y siete mujeres en total.
-Mi abuelo, el papá de mi papá, era empresario teatral. Uno de los primeros que empezaron con los cines en la Argentina. Conoció a mi abuela, que era la hija del empresario del teatro de la Opera. Hicieron una compañía que se llamaba Cordero Pestalardo. Y después él se dedicó a la cinematografía. Hizo el cine Gran Rex y era socio en el Monumental, el Ocean, el Broadway.
Alejandro Cordero vivió toda su infancia en esa casa de Carlos Pellegrini y Posadas, que era una vivienda multitudinaria. A él y a sus hermanos varones los mandaron al piso de abajo, donde moraban sus dos tías, una de ellas con marido, la otra viuda.
-En verano nos mandaban a una quinta que tenían mi tía María Luisa y su marido, Rafael Castellanos, en San Miguel. El era muy músico. Uno de esos tipos que nunca trabajaron, en el fondo, pero era periodista, hizo la revista El Hogar.
Allí, en esa quinta, se pasaban tres meses acompañados por la gobernanta inglesa que murió en esta casa y que está enterrada en la bóveda familiar en el cementerio de la Recoleta.
-En esa quinta nos autoabastecíamos con mis hermanos. Cuando veíamos que venía un auto nos escondíamos en el sótano, che, y teníamos una ventanita y bichábamos. La gobernanta era nuestra cómplice. Recibía a los que venían y decía "No, they are not here", che. No hay nadie. Cuando se iba el auto era, uf, qué felicidad. El otro día alguien me dijo: "Para un Cordero no hay nada mejor que otro Cordero".
La tía María Luisa, dice, tenía gran mano con las plantas. La otra, María Teresa, viuda de un príncipe ruso, no. Ella cantaba, recitaba, llevaba a sus sobrinos una vez por año al grill del hotel Alvear o al del Plaza para que aprendieran a comer en fino.
-Eran todos muy artistas en casa.
-¿Y usted?
-Nada. Ninguna veta artística.
Apenas, dice, un gusto por los muebles que heredó de su padre.
-Pero papá era muy estricto. No. Papá era fatal.
Fatal, dice que era.
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"Conocí al doctor Cordero en la preselección nacional del concurso de canto Hans Gabor Belvedere. Recibí la mención de honor y el doctor se acercó a mí y así llegué a este viaje, que es gracias a Alejandro. Aunque la beca es de otra señora, fue Alejandro quien hizo el nexo, además de que pagó el pasaje. El curso iba a finalizar en enero, pero cuando vino el doctor a Nueva York me dio ayuda económica para poder quedarme hasta marzo, que es la época de audiciones en Estados Unidos."
Juan Pablo Labourdette tiene voz de bajo y es hijo de docentes universitarios. Estudió, antes de dedicarse de lleno al canto, Filosofía en la Universidad de Buenos Aires.
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Terminado el Belgrano Day School, el colegio donde hizo el secundario, Alejandro Cordero decidió que él también sería médico. Se especializó en dermatología por culpa de un exceso de estudio: cuando le tocó rendir esa materia se empeñó triple porque Alejandro Cordero, su padre, era el jefe de la cátedra.
-Me saqué diez. Y me especialicé en piel. Pero me tenía que diferenciar un poco de papá. Porque ser hijo de no es muy cómodo.
Empezó por diferenciarse en algo más o menos básico: allí donde Alejandro Cordero era un hombre de costumbres estrictas que reprobaba la disipación, Alejandro Cordero estaba dispuesto a dejar la vida en los huesos. A los 25 años se fue a París.
-Me fui a hacer la especialización. Me quedé tres años. Mi época de París fue infernal. A veces pienso qué tarado que fui, era tan frívolo. Oíme, yo estaba ahí en mayo del ?68. El Quartier Latin era una revolución. Sacaban los adoquines y hacían barricadas, y nosotros veníamos de salir. Yo tenía un Minicooper blanco, y entonces íbamos al Quartier Latin a mirar las manifestaciones. De smoking. Eramos unos tarados. Ibamos como quien va a ver una cosa rarísima. Tipo espectáculo. No te dabas cuenta de la magnitud de todo eso. Fue una época muy frívola. Hoy en día digo qué horror, cómo fui así.
-¿Pero usted hubiera querido estar del otro lado?
-¡No! No, no, no. Jamás. Nunca. Pero lo miro de acá y digo cómo fui tan frívolo. Eran bailes y bailes en todos los grandes castillos. Un día dije basta. Porque al principio eran todos tus amigos, pero al final eran esas fiestas con millonarios norteamericanos, un jet set que no te aportaba nada.
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"Conocí a Alejandro cuando me eligieron en el Instituto Superior del Colón para ir a hacer un concierto en el Americas Society de Nueva York. El pagó por nuestro viaje y estadía, y una vez allá me becó para quedarme un mes más estudiando. Después, cuando me invitaron a Rusia para cantar en el festival Tres Siglos de Canción de Cámara, en julio de 2008, me becó y consiguió mi pasaje a través de la Cancillería argentina. Ahora estoy viviendo en San Petersburgo, trabajando como solista para la Academia de Teatro Mariinsky."
Carlos D´Onofrio, tenor, es un hombre enorme y elegante. En las fotos se lo ve de impecable negro y blanco, frente a una pianista rubia que es, también, su mujer.
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Cuando regresó de París, Alejandro Cordero empezó a trabajar en el hospital Rawson y, un día por semana, en el dispensario de La Cava, la villa de San Isidro. Montó, mientras tanto y en el Hospital de Clínicas, donde su padre era jefe, el área de Cosmiatría.
-En el cuarto piso empecé a poner consultorios y era infernal. Tenía médicos, psicólogos, psiquiatras, hacíamos depilación eléctrica, masajes, todo.
-¿Y cómo era la relación con su padre?
-Muy difícil. Lo que yo hacía no era lo que a papá le gustaba. El era muy cientista, entendés. Y lo mío le parecía muy light . A lo mío, él lo llamaba "la peluquería". Con eso te digo todo.
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-Yo soy de Adrogué. Tengo 31 años. Desde los 18 años fui herrero; estuve en el departamento de ventas de una empresa. Ahora vivo de la música. En 2007 quedé seminifalista en una audición que se hacía para un concurso internacional en Viena. La Fundación Teatro Colón, que se hacía cargo de esos viajes, sólo tenía dinero para mandar al ganador. Entonces, Alejandro se acercó y me dijo que yo iba a viajar. Yo estoy agradecido de por vida. Por las mías no hubiese podido hacerlo. Creo que el afecto es muy grande y recíproco. Es como nuestro padre en la ópera.
Gustavo Feulien es barítono. En 2007, después de participar en un concurso que se realizó en Zaragoza y al que fue gracias a la ayuda de Alejandro Cordero, pudo tomar clases particulares, personalísimas (eso quiere decir: en la casa de) con Montserrat Caballé.
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Veinticinco años atrás, el doctor Alejandro Cordero tenía 44 años y seguía sin pisar el Teatro Colón: seguía sin parecerle divertido. Entonces, una amiga lo invitó a un palco para el Gran Abono y algo en él -algo que llegó desde la infancia, desde aquellas veces en que, en medio del fulgor enrojecido del Salón Dorado, compartía butaca con su abuela- se desperezó. Tomó un palco propio y, cuando Teresa Aguirre Lanari de Bulgheroni fue presidenta de la Fundación Teatro Colón, él se hizo miembro. La Fundación Teatro Colón se mantiene con el aporte de los socios. El monto mínimo de la membresía es de trescientos pesos anuales. Hacia arriba no hay límites. En ese lugar ilimitado, los socios más extremos están ungidos con el título de Mecenas de Platino. Sólo hay cuatro: Teresa Aguirre Lanari de Bulgheroni, Nelly Arrieta de Blaquier, Carlos Bulgheroni, Alejandro Cordero.
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Alejandro Cordero fuma el segundo o el tercero, sin apuro, con el deleite descuidado de quien hace eso una veintena de veces por día.
-Pasó así. Era el año 2007, y había un concurso internacional de canto en Viena. En la Argentina, usualmente, se hace la audición y la Fundación Teatro Colón paga el viaje de los tres que ganan. Pero ese año se decidió enviar sólo al ganador, porque ya había crisis. Y yo pregunté: "¿Cuánto sale esto? Yo mando al segundo y al tercero".
El pagó aquellos viajes y en noviembre de ese año la Americas Society propuso que un grupo de cantantes argentinos hiciera un concierto en Nueva York.
-Se eligieron dos varones y dos mujeres, y yo pagué pasajes, estadías. Fue estupendo, porque además audicionaron en la escuela Juilliard y en el Manhattan School of Music. Estos chicos tienen unas voces espectaculares, y para hacer carrera tienen que conocerlos afuera. Y si no los ayudás, para ellos es imposible, porque es muy caro. Cuando vamos a Nueva York les compro ropa. Soy como el personal shopper . Me divierto como loco. A las chicas les compro todo en Nueva York y armo la tienda acá, y ellas se prueban y eligen. Y cuando viajo a Nueva York los llevo al teatro, a la ópera. Pero en su vida privada no me meto. Ahora tengo este chico, Juan Pablo Labourdette, becado desde hace seis meses en Nueva York. Tengo a otro chico de La Plata que es muy bueno, Sebastián Sorarrain, que lo hemos mandado a París y está con los mejores profesores franceses. Tengo una chica...
La lista sigue. Carlos D´Onofrio, que se enamoró de la pianista rusa, y Marcelo Ayub, que es tan religioso, y Juan Pablo Labourdette, que es tan ateo, y Gustavo Feulien, que tiene tan buena estampa y aquel que alquila el cuarto extra del departamento para ganarse el dólar, y el otro que come porquerías para ahorrar. De cada uno, Cordero conoce carrera y procedencia, voz y ambiciones, novios y novias, y, casi, los horarios de las clases.
-A veces me dicen: "¡Todo lo que les das a esos chicos!". Pero ellos me dan más. De todo lo que he hecho en mi vida, esto es lo que más satisfacciones me ha dado.
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-En el concierto de Estados Unidos, en el Americas Society, terminé de cantar Una furtiva lágrima . Y lo miré a Alejandro. Y Alejandro tenía lágrimas en los ojos. Yo no sé si él sabe... yo no sé si sabe lo que a mí me ayudó esa mirada de él. Esa mirada de emoción.
Duilio Smiriglia, chef, dice eso a bordo de su camioneta, en uno de esos días en que anda loco con el catering.
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La foto es de noviembre de 2008. Allí, abrazados, están Marcelo Ayub, pianista; Alejandro Cordero; Marina Silva, soprano; Teresa Aguirre Lanari de Bulgheroni, miembro de la Fundación del Teatro Colón; Ana Massone, directora del Instituto Superior del Teatro Colón; Florencia Machado, mezzosoprano; Duilio Smiriglia, tenor; Fabián Veloz, barítono. Todos -sus impecables trajes, sus elegantes vestidos-, en la Americas Society de Nueva York.
Desde hace un tiempo, además de esas galas, Alejandro Cordero muestra las voces de sus chicas, sus muchachos, en recitales líricos que organiza en las residencias de las embajadas en Buenos Aires. Este año, por ejemplo, dará uno el 11 de mayo en la residencia del embajador de Brasil y uno más el 20 de junio en la residencia de la embajadora de Perú.
-Yo organizo todo y lo que se recauda es para la Fundación, evidente. Las entradas no son baratas, pero tengo ciento cincuenta personas que vienen siempre. Me paso buscando publicidad para el programa, que a veces parece un catálogo de cremas, y yo les digo y bueno, si soy médico, qué querés.
Cada vez, en esas residencias, él se presenta tres o cuatro horas antes del comienzo anunciado. Revuelve muebles, chequea las flores, repasa las cortinas, recibe -aparentando calma- a sus cachorros. Llegada que es la hora, los abraza y camina, delante de ellos, hasta el centro exacto de la escena que les tiene preparada. Después los deja y se sumerge -ojos cerrados- en esas voces. En ese caudal que es, de a ratos, toda su vida, su razón de ser.
Por Leila Guerriero
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