"Obesos y famélicos"

Una contradicción muy gorda

En Obesos y famélicos (Marea), libro del que aquí se reproduce un fragmento, el economista británico de origen indio analiza las consecuencias de la globalización en los sistemas de producción y comercialización de los alimentos.

Fuente: La Nación

Por Raj Patel

La humanidad produce actualmente más alimentos que en toda su historia, y sin embargo una cifra superior al diez por ciento de la población padece hambre. El hambre de esos 800 millones de personas ocurre al mismo tiempo que otro récord histórico: mil millones de seres humanos sufren hoy en día sobrepeso.

El hambre y el sobrepeso globales son síntomas de un mismo problema. Es más, el camino que podría conducirnos a erradicar el hambre del mundo serviría de paso para prevenir las epidemias globales de diabetes y afecciones cardíacas, y para hacer frente a un montón de males medioambientales y sociales. Los obesos y los famélicos están vinculados entre sí por las cadenas de producción que llevan los alimentos desde el campo hasta nuestra mesa. Guiadas por su obsesión por los beneficios, las grandes corporaciones que nos venden comida delimitan y constriñen nuestra forma de comer y nuestra manera de pensar sobre la comida. En los puntos de venta de la comida rápida es donde con mayor claridad se ven las actuales limitaciones, pues allí apenas podemos elegir el McNugget y el McMuffin. Pero aun cuando creemos encontrarnos lejos del ámbito de Ronald McDonald también hay limitaciones ocultas y sistémicas.

Incluso cuando queremos comprar algo sano, algo que nos mantenga alejados del médico, estamos atrapados por el propio sistema que ha creado las "Fast Food Nations" ("países de comida rápida", en alusión al libro homónimo de Eric Schlosser). Intente, por ejemplo, comprar manzanas. En los supermercados de Norteamérica y de Europa, las elecciones están restringidas a media docena de variedades: Fuji, Braeburn, Granny Smith, Golden Delicious y quizá un par más. ¿Por qué éstas? Porque son atractivas: nos gusta su piel lustrada e inmaculada, y tienen un sabor que, para la mayoría del público, es inobjetable; pero también porque soportan ser transportadas a través de largas distancias y su piel no se daña si son sacudidas en el trayecto desde el huerto hasta la góndola; además, toleran las técnicas de lustrado y los compuestos que permiten el transporte y que las mantienen atractivas en los estantes, son fáciles de cosechar y responden bien a los pesticidas y a la producción industrial. ...stas son las razones por las cuales nunca encontraremos manzanas Calville Blanc, Black Oxford, Zabergau Reinette, Kandil Sinap o las antiguas y venerables Rambo en los estantes. No somos nosotros los que elegimos por nuestra cuenta porque, ni siquiera en el súper, elaboramos nuestro menú a partir de lo que nosotros elegimos, o de la estación o el país en el que nos encontramos, ni por la amplísima variedad de manzanas existente, ni por la amplísima gama de alimentos y sabores existentes, sino sometiéndonos al poder de las empresas de alimentación.

Los intereses de las empresas que producen alimentos tienen ramificaciones que van mucho más allá de lo que nos ofrecen los estantes del súper. Son esos intereses los que generan el olor a podrido en el corazón mismo del sistema alimentario actual. Demostrar la habilidad sistemática de unos pocos en afectar la salud de la mayoría requiere una investigación global que implica viajar desde los "desiertos verdes" de Brasil hasta la arquitectura de la ciudad contemporánea, y moverse a través de la historia desde la época de los primeros cultivos hasta la batalla de Seattle. Es una pesquisa que descubre las verdaderas causas de las hambrunas en Asia y en África, por qué hay una epidemia mundial de suicidios entre los agricultores, por qué ya no sabemos qué contiene nuestra comida, por qué en Estados Unidos los afroamericanos presentan mayor tendencia al sobrepeso que los norteamericanos blancos, por qué hay vaqueros en el sur de Los Ángeles y cómo el movimiento social más grande del mundo está descubriendo maneras, a mayor o menor escala, de que pensemos y vivamos de un modo distinto respecto a la comida.

La forma de comer alternativa a como lo hacemos actualmente promete solucionar el tema del hambre y las enfermedades relacionadas con la dieta mediante una manera de nutrirnos y de cultivar alimentos ecológicamente sostenible y socialmente justa. Entender qué problemas plantea el modo en que se cultivan los alimentos y cómo se ingieren también ofrece la clave para una mayor libertad y un camino para recuperar el placer de comer. Tan urgente es la tarea como enorme el premio.

En todos los países, las contradicciones entre la obesidad, el hambre, la pobreza y la riqueza se están agudizando cada vez más. Por ejemplo, la India ha destruido millones de toneladas de cereales permitiendo que se pudrieran en silos mientras que la calidad de los alimentos que comen los indios pobres es la peor desde la independencia, en 1947. en el año 1992, en los mismos pueblos y aldeas donde la malnutrición había comenzado a atacar a las familias más pobres, el gobierno indio permitió que se colaran en su sistema económico, hasta entonces muy protegido, los fabricantes de refrescos extranjeros y multinacionales de la alimentación. En el plazo de una década, la India ha logrado la mayor concentración de diabéticos del mundo: personas -muy a menudo niños- cuyos cuerpos se han quebrado bajo el peso del consumo excesivo de alimentos inadecuados.

La India no es el único país que padece estos contrastes. Son globales, y están presentes incluso en el país más rico del mundo. En 2005, en Estados Unidos 35,1 millones de personas no sabían si iban a poder pagarse la siguiente comida. Y esto coincide con el momento en que en Estados Unidos hay más comida que nunca en su historia, y también mayor número de personas aquejadas por dolencias relacionadas con la alimentación.

Resulta fácil acostumbrarse a esta contradicción; su versión cotidiana sólo provoca una desazón pasajera cuando, de camino a los supermercados llenos de comida a reventar, nos cruzamos con carteles que nos hablan de gente "hambrienta" y "sin techo". Hay excusas morales que sirven para calmar nuestra conciencia atormentada: los pobres tienen hambre porque son perezosos, o los ricos son gordos porque comen alimentos que engordan. Esta clase de sabiduría popular es muy antigua. De alguna forma, todas las culturas han comprendido que nuestros cuerpos son libros contables donde queda registrado el catálogo de nuestros vicios privados. Sin embargo, las frases inculpatorias no nos sirven para comprender las razones por las cuales hemos llegado a una situación inédita en la que hambre, abundancia y obesidad son conceptos más complementarios que en toda nuestra historia.

La condena moral sólo funcionaría si los afectados hubiesen podido hacer las cosas de forma diferente, si hubiesen tenido opciones. La prevalencia del hambre y de la obesidad afecta a la gente con demasiada regularidad y en demasiados lugares distintos como para que sean consecuencia de algún defecto personal. En parte, nuestro juicio yerra de forma tan notable debido a que todavía interpretamos los cuerpos a la manera antigua, sin darnos cuenta de que los tiempos han cambiado. Aunque en algún momento fuese cierta, la suposición de que tener sobrepeso es ser rico ya no es válida: la obesidad no puede explicarse exclusivamente como la maldición de la opulencia individual. Hay rasgos globales que marcan la diferencia. Por ejemplo en México, un país en desarrollo con un ingreso medio de 6000 dólares anuales, hay más adolescentes gordos que nunca, aunque el número de mexicanos pobres aumenta. La riqueza individual no explica por qué los hijos de algunas familias son más obesos que otros: el factor crucial no son los ingresos, sino la proximidad con la frontera de Estados Unidos. Cuanto más cerca viva una familia mexicana de sus vecinos del Norte y de sus hábitos de comida procesada rica en grasas y en azúcar, más sobrepeso sufrirán los niños de esa familia. Que la geografía tenga tanta importancia desmiente la idea de que la elección personal es la clave para prevenir la obesidad o, del mismo modo, prevenir el hambre. [?]

Uno de los efectos perversos del modo en que nos llega la comida a la mesa consiste en que ahora existe la posibilidad de que padezcan obesidad personas que carecen de los medios necesarios para comprarse alimentos. Los niños que se crían malnutridos en las favelas de San Pablo, por ejemplo, sufren mayor riesgo de obesidad cuando llegan a adultos. Sus cuerpos, afectados por la pobreza de la niñez, metabolizan y almacenan mal los alimentos, por lo que presentan mayor riesgo de retener como grasa la comida de mala calidad a la que tienen acceso. A lo largo y ancho del planeta, los pobres no pueden permitirse comer bien, y esto es cierto incluso en el país más rico del mundo: en Estados Unidos son los niños quienes sufren las consecuencias. Un equipo de investigación indicó recientemente que, si persisten los actuales modelos de consumo, los niños norteamericanos de hoy vivirán cinco años menos, debido a las enfermedades relacionadas con la dieta a las que estarán expuestos en el transcurso de sus vidas.

En cuanto consumidores, se nos incita a pensar que un sistema económico basado en el elección individual nos salvará de los males comunes del hambre y la obesidad. Sin embargo, es precisamente la "libertad de elección" la que ha incubado estos males. Aquellos que pueden dirigirse al súper se quedan pasmados ante la posibilidad de escoger entre cincuenta marcas de cereales azucarados, media docena de tipos de leche con sabor a tiza, estantes de panes tan saturados de productos químicos que nunca se pudrirán y estantes repletos de productos cuyo ingrediente principal es el azúcar. Por ejemplo, los niños británicos tienen la posibilidad de escoger entre veintiocho marcas de cereales para el desayuno, cuyo marketing está dirigido directamente a ellos. El contenido de azúcar de veintisiete de éstos excede las recomendaciones del gobierno. Nueve cereales para niños tienen un contenido de azúcar del 40%. Así pues, no es para nada sorprendente que en el Reino Unido el 8,5% de los niños de seis años y más de uno de cada diez chicos de quince años sean obesos. Y los niveles están aumentando. El ejemplo de los cereales para el desayuno es un signo de un rasgo global más amplio: las corporaciones que producen alimentos tienen todos los incentivos para vender comida sometida a un procesamiento que la hace más rentable, aunque menos nutritiva. Por cierto, esto también explica por qué hay a la venta muchas más variedades de cereales para el desayuno que de manzanas.

Nuestras opciones tienen límites naturales. Por ejemplo, la gente está dispuesta a comer un número limitado de frutas, hortalizas y animales disponibles en la naturaleza. Pero incluso en este caso, un poco de publicidad nos puede persuadir a expandir el alcance de nuestras opciones. Pensemos en el kiwi, que hace mucho era conocido como la grosella china: para adecuarse a los prejuicios de la Guerra Fría, la empresa de Nueva Zelanda que lo lanzó al mercado a finales de la década de los años 50 le cambió el nombre. Era un sabor con el que nadie se había criado, aunque ahora parece que siempre haya existido. Y mientras agregan lentamente nuevos alimentos naturales a nuestros menús, la industria alimentaria suma todos los años decenas de miles de nuevos productos a los expositores, algunos de los cuales se convierten en elementos indispensables hasta tal punto que, después de una generación, no se puede pensar en vivir sin ellos. Esto es un signo de cuán limitada puede ser nuestra imaginación gastronómica, y también de que no estamos totalmente seguros de cómo, de dónde o por qué ciertos alimentos llegan a nuestra mesa.

La Arcadia perdida

El relato de cómo se producen los alimentos, aceptado por casi todos nosotros, se parece a los cuentos de hadas y a los programas infantiles de televisión. No revisamos hoy en día los mitos acerca de la producción de la comida que nos contaron de pequeños, y seguimos aceptando de manera acrítica las leyendas de felicidad pastoril, las historias de campesinos que enterraban una semilla en la tierra, que la regaban y esperaban que el sol saliera para que la planta creciera fuerte y sana. Se trata, sin duda, de una manera de explicar cómo se producen los alimentos. Y glosa sus momentos más importantes. Pero estos cuentos chinos sirven para taparles la boca a los miles de pobres del mundo rural. Cuando el origen de la comida se reduce a una sola frase de una etiqueta, todo lo que no llegamos a entender, todo lo que ni siquiera comprendemos que tendríamos que preguntar se convierte en un universo inmenso.

Por ejemplo: ¿quién es el personaje central de nuestro relato? ¿El agricultor? ¿Cómo es su vida? ¿Qué es lo que puede comer? Si preguntásemos, lo sabríamos: la mayoría de los agricultores del mundo lo pasan muy mal. Algunos de ellos tienen que vender sus tierras y se convierten en jornaleros en las tierras que antaño habían sido sus propiedades familiares. Otros emigran a las ciudades, o incluso al extranjero. Los hay también que se suicidan.

Las preguntas son interminables. Por ejemplo: ¿qué es lo que planta un agricultor? La mayor parte de las opciones de cultivo que tienen los agricultores vienen estrictamente limitadas por el tipo de tierra que poseen, el clima, su acceso a los mercados, el crédito bancario y un espectro de ingredientes visibles e invisibles en la producción de alimentos. No es el momento de chuparse un dedo, exponerlo al viento y decidir qué estaría bien comer el próximo año. Si tienen esperanzas de vender sus cultivos a cambio de dinero en vez de comérselos ellos mismos, la mayoría de los agricultores tienen pocas opciones, particularmente los del Sur Global (el término que usaré en este libro para referirme a los países más pobres del mundo). Estarán obligados a plantar los cultivos que el mercado requiere. Al fin y al cabo, el negocio de la agricultura está restringido por las reglas del juego que marca el mercado. Sin embargo, lo que este lenguaje oculta es que el territorio del mercado no es tanto un campo de juego como el filo de una navaja. Si hay lugar para tomar decisiones acerca de lo que se planta, éstas son muy duras y deben optimizar múltiples parámetros, con poco margen de error. El mercado castiga las malas elecciones con pobreza. Para los agricultores que están muy endeudados, esto significa la bancarrota.

Los bancos y los distribuidores de semillas han desarrollado formas nuevas para enfrentarse a la insolvencia que provocan sus actos. Los contratos de arrendamiento, por ejemplo, reducen a los agricultores a simple mano de obra barata en sus propias tierras. No obstante, los campesinos están dispuestos a adaptarse a estos nuevos pactos agrícolas porque no tienen muchas opciones: con los bancos que amenazan permanentemente con la ejecución hipotecaria, cualquier tipo de agricultura, incluso la que destruye el suelo, es mejor que nada. De modo que el agricultor se ve forzado a "elegir" entre estas alternativas, y las otras opciones desaparecen. Al mismo tiempo que decrecen las posibilidades de los campesinos, otros -los grupos poderosos, las corporaciones, los gobiernos- expanden el imperio de sus opciones. En cada etapa de la cadena de producción alimentaria se hacen elecciones en un amplio rango de asuntos que va de lo obvio a lo esotérico. ¿Quién determina los niveles seguros de los pesticidas, y cómo se define "lo seguro"? ¿Quién decide qué es lo que procede de dónde para cocinar? ¿Quién decide cuánto se les paga a los agricultores que cultivan los alimentos, o a los jornaleros que trabajan para aquéllos? ¿Quién decide si las técnicas de procesamiento que se usan son fiables? ¿Quién gana dinero con los aditivos de los alimentos y quién determina si hacen más bien que mal? ¿Quién garantiza que haya energía barata y en abundancia para transportar y combinar ingredientes que proceden de todos los rincones del mundo?

Estas cuestiones tal vez parezcan increíblemente distantes, tan alejadas de nuestra experiencia como compradores de alimentos que es como si todo esto ocurriera en Marte. Sin embargo, las mismas fuerzas que configuran las opciones de los agricultores también llegan a las góndolas repletas de los supermercados. Al fin y al cabo, ¿quién determina la variedad de artículos que éstos acogen? ¿Quién decide cuánto cuesta cada cosa? ¿Quién gasta millones de dólares en descubrir que el aroma del pan recién horneado y los gemidos de Annie Lennox en los supermercados pueden hacer que los clientes compren más? ¿Quién decide que los precios sean más altos de lo que la gente más pobre puede pagar?

He aquí el meollo de la cuestión. La abundancia relativa de los estantes, los aparentemente bajos precios en la caja y la casi constante disponibilidad de alimentos son nuestra compensación. La "comodidad" nos mantiene anestesiados como consumidores. Así es como nos disuaden de hacer preguntas comprometedoras, no sólo cómo han sido manipuladas nuestras preferencias y nuestros gustos individuales, sino cómo es que nuestra libertad de elección en el momento de llegar a la caja elimina la libertad de elección de las personas que cultivan nuestros alimentos.

[Traducción: Alejandro Manara] 

Raj Patel, datos biográficos

Raj Patel ha trabajado para el Banco Mundial, como becario en la Organización Mundial del Comercio (OMC), hecho consultorías para las Naciones Unidas y ha estado involucrado en campañas internacionales contra todas estas organizaciones en las que antes había sido empleado.

En la actualidad es investigador en la University of KwaZulu-Natal en Sudáfrica y profesor visitante en el Center for African Studies en la University of California at Berkeley.

Es licenciado por Oxford, por la London School of Economics y Cornell University. Es también miembro de la junta de gobierno del Institute for Food and Development Policy/Food First en Oakland, California. Recientemente ha publicado su primer libro, Obesos y famélicos: El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial.