"En la actividad científica, uno tiene que ser conservador y arrojado al mismo tiempo. No podemos minimizar la experiencia acumulada ni el conocimiento sólido, muchas veces sólo se hace más sofisticado lo que ya está consolidado. Hay espíritus que disfrutan ese tipo de trabajo; pero hay otros que quieren dar un pasito adelante. En esa franja sutil entre lo que ya se sabe y lo que no se sabe me muevo muy bien y disfruto el reto particularmente”.
Al relatar cómo se interesó en el estudio de las neurociencias, campo en el que ha realizado contribuciones muy importantes y reconocidas en el ámbito internacional, el doctor Ranulfo Romo Trujillo expresa su convicción de que en México se puede hacer ciencia de muy alto nivel, aunque los obstáculos sean importantes. La curiosidad, el interés por conocer más allá de lo que ofrece la escuela, la paciencia y la tenacidad han forjado este convencimiento, pues en un ambiente muchas veces adverso, ha desarrollado una vida académica plena y fructífera.
“El contacto solitario con las plantas y los animales del campo en Guadalupe de Ures, Sonora, mi pueblo natal, me permitió reflexionar sobre la naturaleza. Uno de mis profesores de biología en la secundaria, estimuló aún más mi curiosidad sobre los seres vivos y también sobre la conducta del ser humano. En la preparatoria de la Universidad de Sonora, tuve muy buenos profesores de anatomía, de física, de química y de biología, con tan rica experiencia desde niño, fue natural que en momento dado se me presentara el dilema acerca de mi futuro: ¿me dedicaría a estudiar biología o medicina?”
Sus lecturas sobre fisiología y anatomía le hicieron pensar que el animal más interesante de conocer es el hombre, eso lo impulsó a e estudiar medicina, y tomó el reto de adentrarse en los misterios del cuerpo humano. En esa época, a principios de los setenta, la UNAM estaba en huelga, así que convenció a sus padres para que lo apoyaran en su decisión de estudiar medicina en la Universidad Autónoma de Guadalajara. El argumento que usó en su favor, fue que siendo una escuela privada, seguramente habría poca gente y podría dedicarse a sus estudios sin la amenaza de las huelgas. Sin embargo, recibió dos grandes sorpresas en sus clases de fisiología y anatomía.
“La primera fue que los profesores no eran investigadores. Me di cuenta que el maestro de fisiología, básicamente repetía de forma mecánica los contenidos de un libro que yo ya había estudiado en la preparatoria. El segundo hecho fue que en la clase de anatomía, el profesor nos mostró unas vértebras en una caja de cartón y nos alertó que podíamos verlas, pero que quien se robara alguna quedaría expulsado de la escuela. Me sorprendí: ¡cómo! ¿es qué puedo ser un ladrón potencial? Decidí dejar esa escuela y esperar a que se abriera la convocatoria de la UNAM.
“Regresé a Sonora y como la huelga de la UNAM se prolongaba, un año la pasé muy bien con mis amigos y en las fiestas. En Hermosillo me dediqué a explicar libros y hacer ensayos de literatura para las chicas de la Universidad. Cuando apareció la convocatoria, vine con unos amigos a presentar el examen para ingresar a la UNAM. Lo terminé en una hora, pero esperé toda la tarde a mis amigos, quienes me dijeron que el examen les había parecido muy difícil. Regresé a Sonora preocupado por haberme acelerado al responder las preguntas. Pero dos semanas después, una de mis amigas me dijo que había visto mi nombre en la lista de aceptados del Excélsior.
“Mi primer profesor de fisiología en la Facultad de Medicina de la UNAM se veía muy activo y su clase era muy interesante; de modo que en la primera oportunidad le pregunté si hacía investigación y me dijo que sí, inmediatamente le solicité asistir a su laboratorio, pero entonces me contestó que no, argumentando que solamente aceptaba personas muy entrenadas en su campo. Lo curioso fue que aceptó a mis compañeras, pero no a mí. Insistí, pidiendo que me dejara simplemente limpiar los instrumentos, lo que fuera, con tal de presenciar los experimentos . Así entré a su laboratorio donde se estudiaba la fisiología del sueño. Me gustó el ambiente del lugar, al grado que los cursos de la carrera de medicina se volvieron secundarios para mí. Buscaba estar en el laboratorio y preparaba las clases o los exámenes en la madrugada; era joven. Así fue como entre al mundo de la investigación científica”.
El doctor Romo observó que los laboratorios estaban bien equipados, pero que trabajaban temas ajenos a las grandes líneas de investigación en el contexto internacional. Después de escribir un par de trabajos en revistas mexicanas, empezó a madurar la idea de prepararse fuera de su país. Solicitó una beca al CONACYT, pero la respuesta fue que no era el candidato apropiado para salir. Entonces se dirigió a un grupo muy sólido en el estudio de la liberación de neurotransmisores localizado en Francia y fue aceptado.
“Después de aprender francés tomando cursos por las noches y vender todas nuestras chácharas, en 1981 llegué a Paris junto con mi esposa y mi hijo que entonces tenía tres años. Para entonces ya había conseguido una beca del IMSS, pero todo se colapsó con la devaluación del peso en 1982. Afortunadamente, ya tenía algunos resultados interesantes y el director del laboratorio pensó que bien merecía una beca del Instituto Nacional de la Salud de Francia. Con esta beca pudimos vivir en Paris.
“Tengo una esposa maravillosa. La conocí cuando ingresé a la Facultad de Medicina y desde entonces he pensado que ella es la compañera de mi vida. Nos casamos a la edad de 21 años. Vivíamos de becas, muy modestamente. Provengo de una familiar muy trabajadora, pero muy austera en su forma de vivir y que se comporta con mucha mesura. El compartir esa forma de ser, fue importante para que la experiencia europea fuera feliz y al mismo tiempo nos permitiera hacer lo que más nos gustaba. Mi esposa realizó su doctorado en historia y filosofía de la medicina y actualmente es muy exitosa. Nos sentimos orgullosos de haber compartido tantas cosas en diversos ambientes y de seguir adelante. Ahora nuestro hijo tiene 29 años de edad y está haciendo su especialidad en ortopedia”.
En esa época, el doctor Ranulfo Romo estaba interesado en entender cómo es que la liberación de un neurotransmisor influía la conducta de los animales, ya sea en el sueño, en el control motor o en los estados atencionales.
“Las técnicas de entonces eran muy lentas, localizar con precisión en qué momento una molécula tenía impacto en la conducta era prácticamente imposible. Sin embargo, no me desanimé y pensé que en ese grupo podía tener una muy buena formación en el entendimiento de los procesos metabólicos de la síntesis, liberación y activación de los neurotransmisores.
“Antes de buscar técnicas de investigación, me ha gustado partir de las cuestiones fundamentales sobre el ser humano. Las grandes preguntas fueron planteadas desde la Grecia clásica. ¿Cómo memorizamos? ¿Cómo percibimos? ¿Qué es la conciencia? ¿Qué es la voluntad? Después viene el reto de encontrar estrategias para responderlas, pues las técnicas no son más que una extensión de nuestros órganos de los sentidos.
“En particular, en esa época me dedicaba a estudiar la liberación de dopamina, una molécula muy importante para el control motor. De hecho, la muerte de las neuronas que sintetizan y liberan este neurotransmisor genera la enfermedad del Parkinson. Curiosamente, al asistir a un congreso de psicofarmacología, celebrado en Florencia, coincidí en un bar con Wolfram Schultz un investigador alemán que trabajaba en Suiza. Conversamos por casualidad y al presentarnos advertimos que habíamos leído mutuamente nuestros trabajos. En esa ocasión me dijo que él estaba muy interesado en estudiar las neuronas dopaminérgicas del mono en tareas de control motor. Al conocer mi interés en el tema me invitó al laboratorio que estaba instalando en Friburgo, Suiza, para que realizara allí un posdoctorado”.
En 1985 Romo se fue a Friburgo y al estudiar las neuronas dopaminérgicas descubrió algo sorprendente: su actividad no tenía nada qué ver con el movimiento.
“Era paradójico. ¿Cómo es posible que cuando estas neuronas se mueren, el sujeto ya no pueda generar los movimientos? y ¿cómo es posible que en condiciones funcionales normales, estas neuronas no contribuyan al movimiento? Quizá esas neuronas se activaban solamente ante los estímulos sensoriales. Para encontrar respuestas, usamos una batería de pruebas y encontramos que no tenían nada qué ver con el sensorium, sino con las recompensas. Empezamos a madurar la idea de que las neuronas dopaminérgicas tenían qué ver con la motivación, que su papel era valorar la información del ambiente. De hecho, las personas con mal de Parkinson pierden interés por su entorno, ya no estiman la información visual, auditiva, somestésica, etcétera. Este hallazgo ha sido muy importante y tenemos el crédito de haber iniciado esta línea de investigación.
“Después nos interesamos en encontrar los circuitos cerebrales relacionados con la iniciación de movimientos. Estudiamos otras zonas del cerebro y encontramos lo que muy probablemente podría ser el sustrato de la ejecución de movimientos voluntarios. Este fue otro hallazgo importante que nos condujo a una reflexión extremadamente interesante acerca de qué es lo que genera el movimiento voluntario. Estos trabajos siguen siendo muy citados.
“Por entonces recibí la oferta de quedarme en Suiza, pero mi respuesta a Wolfram fue que mi interés en esa línea de investigación no podía suplir nuestras deficiencias en un campo tan complejo y competitivo internacionalmente. Por entonces, empezaba a interesarme de modo especial en los mecanismos de la percepción sensorial.
Ranulfo Romo deseaba entender cómo eran procesadas en el cerebro las variables físicas de los estímulos para generar estos movimientos voluntarios. Así que escribió a Vernon Mountcastle, un profesor de la Universidad de Johns Hopkins, quien había descubierto a finales de los años cincuenta la organización columnar de la corteza cerebral.
“Mountcastle encontró que el procesamiento de la información sensorial en la corteza cerebral era vertical. Esta línea de investigación se volvió tan interesante que a principios de los ochenta Hubel y Wiesel ganaron el premio Nobel por haber descubierto la organización columnar visual y cómo las neuronas procesaban estímulos visuales. Sin embargo, Mountcastle hacía algo todavía más interesante: utilizaba técnicas de la psicofísica para medir con precisión las respuestas perceptuales de los monos y de los humanos, es decir, medía cuántas unidades físicas de un estímulo se requerían para que fueran detectadas o discriminadas.
“En 1987 llegué al laboratorio de Mountcastle donde pasé dos años realizando este tipo de estudios. Quería buscar el correlato neural directo entre la actividad de las neuronas y lo que determina la conducta perceptual del sujeto. Me encontraba en la Meca de las neurociencias en Estados Unidos y allí maduré muchas ideas de lo que podía hacer a mi regreso a México.
Considerando que en esa época había poco financiamiento en México para hacer investigación, convenció a Mountcastle de que le permitiera trabajar en el taller de electrónica durante las noches y fabricar el equipo que necesitaría en su país para iniciar su investigación en neurofisiología con el soporte técnico adecuado.
“La crisis económica de los ochenta era muy fuerte y no había plazas para regresar. Escribí varias veces a centros de investigación en México, pero no tuve respuesta. Entonces ocurrió un evento decisivo. Nancy Carrasco, amiga de mi esposa, nos visitó en Baltimore y me preguntó: ‘¿Qué vas a hacer de tu vida?’ Le dije: ‘quiero regresar a México, pero si no tengo respuesta en un año, pues buscaré dónde quedarme por acá’.
“Nancy Carrasco era una ex alumna del doctor Antonio Peña, quien por entonces dirigía el Instituto de Fisiología Celular de la UNAM. Al poco tiempo de su visita, mientras realizaba un experimento con Mountcastle, recibí una llamada telefónica de Antonio Peña quien me pidió que le enviara mi currículum vitae. Le solicité a Vernon diez minutos para enviar el fax. Regresé a trabajar y después de quince minutos volvió a llamarme para decirme: “está contratado”. “¡Cómo, si no he firmado nada!”, respondí. Insistió: “está contratado”. Entonces le pedí mil dólares para comprar chips electrónicos, resistencias, otro tipo de alambritos y terminar el equipo que estaba fabricando. Respondió que no me podía enviar mil dólares porque no estaba contratado. “¿Cómo es posible? Bueno, entonces mi firma vale mil dólares”, le contesté. Al cabo de tres días recibí un cheque por mil dólares que no me duro más de una semana. Tomé el teléfono y le dije al doctor Peña: “creo que con cinco mil dólares más, podría terminar todo lo que necesito”. Contestó que lo estaba chantajeando, a lo que repiqué: “mi firma vale ahora seis mil dólares”. No sé cómo le hizo Peña, pero me mandó cinco mil dólares y con ese dinero prácticamente completé el equipo.
“Después me llamó por teléfono y me dijo: “ahora me toca a mí”. Se había creado la Fundación Mexicana para la Salud, dirigida por el doctor Guillermo Soberón, y había fondos para repatriar investigadores. Antonio Peña me pidió que escribiera un proyecto. “Claro, ¿para cuándo lo quiere?”, le pregunté. “Para hoy en la tarde”, me respondió. Eran las diez de la mañana y una vez más me disculpé con Mountcastle, pues tenía que dejar el experimento para escribir el proyecto. En la noche me habló Peña y me informó que habíamos obtenido un donativo de 10 mil dólares para el laboratorio y 5 mil dólares para menaje de casa. Así fue como vine a México.
El doctor Romo Trujillo advierte que en la actualidad se están formando investigadores en México, pero sin que se genere infraestructura. En su opinión no hay cerebros fugados sino cerebros que no pueden regresar, pues hay pocas plazas para que los que han salido a realizar un doctorado o posdoctorado al extranjero se dediquen después a la investigación en México.
“Al llegar a México, me tomó varios meses la importación del equipo que había fabricado; mi laboratorio era un cuarto vacío, no había dinero en CONACYT para apoyo científico. El salario era ridículo, el equivalente a trescientos dólares mensuales. Tenía una familia qué sostener. La libraba con visitas que realizaba a la Universidad de Johns Hopkins donde me pagaban algunos dólares por realizar experimentos durante dos semanas.
“Pero tuve la suerte de ganar en 1990 el premio Demuth de la Swiss Medical Research Foundation, de Berna, Suiza, que consistía en quince mil dólares. Con ese dinero di el enganche de un departamento. La cosa ya estaba mejor, y mejoró aún más en 1991 cuando gané una de las becas del Instituto Médico Howard Hughes: medio millón de dólares por cinco años, que incluía diez por ciento para mi salario. Con ese dinero terminé de pagar el departamento y monté el laboratorio que soñé toda mi vida. Cada cinco años he podido renovar la beca del Instituto Médico Howard Hughes, que ha sido extremadamente generosa e importante para mi investigación.
“Con la experiencia acumulada desde estudiante e investigador asociado en México, Francia, Suiza y Estados Unidos, me propuse estudiar cómo las propiedades físicas de los estímulos sensoriales se representan en el cerebro, es decir, me interesaba encontrar el sustrato de la representación sensorial como un primer paso para entender las sensaciones y las percepciones. Nuestro grupo fue uno de los primeros en explicar ese proceso. Después de encontrar las bases físicas de la representación sensorial, buscamos saber si ésta realmente tiene que ver con su percepción.
“Realizamos muchos experimentos en los cuales pudimos observar no solamente el correlato neural entre esta representación y su grado de percepción, sino que además descubrimos que el animal responde igual ante la información sensorial o la introducción directa de su código en las neuronas. Este trabajo lo publicamos en Nature en 1998 y fue el primero que demostró el valor de una representación sensorial para la percepción.
“Posteriormente, en mi laboratorio atacamos otro problema extremadamente interesante: ¿a dónde se va esta información sensorial? Encontramos que una vez que el estímulo no estaba presente, las neuronas podían codificar en alguna zona del lóbulo frontal las variables físicas del estímulo de la misma manera que las neuronas sensoriales. Fue un hallazgo importante, porque hasta ese momento no había ninguna explicación biológica de cómo la información sensorial se guardaba en la memoria. Junto con Carlos Brody, un estudiante posdoctoral y mi fiel colaborador, y Adrián Hernández, escribimos un artículo para Nature que se publicó en 1999. Dos Nature en dos años: ¡todo un hito!.
“Con base en estos experimentos, encontramos cómo se codifica la información sensorial, la relación de esas neuronas con la percepción y el sitio dónde se guarda la información sensorial para la percepción, entonces nos enfocamos en el estudio de la toma de decisiones. Nuestro cerebro depende de las representaciones sensoriales y la memoria para decidir. Descubrimos cómo es que las neuronas “deliberan” para generar la toma de decisiones. Decodificamos la información de memoria y la información sensorial; vimos cómo se mezclaban y después cómo se separaban para generar una señal categórica, que es lo que le permite a usted indicar: “esto es así” o “esto es de otra manera”. A principio del año 2000 publicamos estos trabajos. Siguió una cadenita de publicaciones en grandes revistas: Neuron, Nature, Neuroscience, Science. Nuestro grupo es reconocido por estas tres contribuciones a las neurociencias”.
En la actualidad el doctor Ranulfo Romo forma parte de la Junta de Gobierno de la Universidad de Sonora y observa con mucho cuidado el desarrollo de la investigación en esta Universidad.
“Quizá algún día regresaré a mi terruño. La intención de salir a entrenarme al extranjero siempre estuvo condicionada al propósito de regresar a mi país; por eso decliné ofertas de trabajo en cada sitio donde trabajé. Todavía recibo invitaciones para trabajar en Europa o Estados Unidos, con financiamiento mayor al que puedo tener aquí. Pero siempre he considerado que mi lugar está en México. Soy uno entre millones de habitantes, considero que tengo que desempeñar mi papel y contribuir en lo que pueda para que este país sea mejor. Creo que cada uno de nosotros tiene que aportar algo para hacer que las cosas se vuelvan más humanas, que funcionen mejor”.
Nuestros Investigadores
Ranulfo Romo
En la ciencia se tiene que ser conservador y arrojado al mismo tiempo.
Autor/a: Juan Carlos Villa Soto