Resulta infrecuente que un colectivo profesional haga explícitos sus modalidades de pensamiento. La imprescindible pausa reflexiva que, volviéndose sobre sus propios pasos, intente sacar a la luz los mecanismos mediante los cuales razona, formula hipótesis, extrae conclusiones, suele no formar parte de su agenda cotidiana. Abusando de una vieja formula del chiste sintáctico alguien podría modificar la pregunta que motiva esta columna convirtiéndola en el incómodo interrogante: “Cómo, ¿los médicos piensan?”
El pensamiento es una acción sujeta a reglas, influenciada por la tradición y, a menudo, plagada de cortocircuitos automáticos, de estereotipos sobre los que nadie reflexiona, en fin, un acto que la repetición permanente torna invisible y del que raramente tomamos conciencia. Tal como aseguraba H. G. Gadamer: “Una auténtica pregunta es aquella en la que corremos el riesgo de dejarnos sorprender por la respuesta”. Alejada de las falsas preguntas que prefiguran la respuesta y señalan el sendero por el cual ésta deberá circular. Las buenas preguntas nos arrojan al áspero territorio de nuestra propia precariedad, de nuestra indigencia para afrontar las inhóspitas circunstancias de la vida real. Nos enfrentan a los límites de nuestro propio pensamiento. Pensar es una práctica que se ejerce contra nosotros mismos, que nos desafía y nos pone a prueba, que nos expulsa del confortable útero ideas reafirmativas y los benévolos espejos.
En Medicina el lenguaje ha sido desde tiempos inmemoriales un instrumento de indagación y de conocimiento sustentado en una serie de condiciones previas que lo hacen posible: la empatía, las habilidades de comunicación y el tiempo imprescindible para que la palabra se despliegue en toda su potencia. Nadie ignora que estos requisitos se han convertido en un bien escaso en nuestros días. Tampoco ignoramos que –por esos y otros motivos- la indagación se ha desplazado progresivamente desde el diálogo hacia una larga serie de sustitutos tecnológicos. ¿Dónde encontrarían médicos y pacientes el tiempo y el espacio para pensar juntos acerca de la salud y la enfermedad?
Las condiciones materiales en las que se ejerce la práctica de la Medicina esculpen el pensamiento a través de una serie de recursos adaptativos que se desarrollan para sobrevivir. La crítica justificada que desde muchos sectores se ejerce suele desconocer este detalle fundamental. No existe una perversa voluntad que, deliberadamente, corrompa los cimientos de las relaciones entre médicos y pacientes. Nadie se ha sentado a diseñar las estrategias que degradan los vínculos, disuelven el valor de la palabra y producen conductas automatizadas. Más bien son esos los resultados de una serie de condiciones previas que les han dado motivos para aparecer. Nada podrá modificarlas si el suelo sobre el que se sostienen no comienza a cambiar. Aún así no deberíamos dejar de reflexionar acerca de la forma en que diariamente nos conducimos ya que la conciencia lúcida de nuestros propios errores de pensamiento y acción es la única garantía que nos protege de ser pensados por otros o de naturalizar lo que es decididamente cultural y adquirido.
Aunque la Medicina se sustenta en el conocimiento científico y en los desarrollos tecnológicos conviene no desconocer que aún sigue siendo una “práctica” que consiste en cuidar de las personas enfermas y prevenir las enfermedades. La Medicina Basada en Evidencias ha incrementado los fundamentos científicos provenientes de la investigación clínica lo que permite refinar el juicio clínico pero no altera el carácter básico de la profesión ni la racionalidad que la subyace.
El ejercicio del juicio clínico requiere aún hoy de habilidades diagnósticas, de experiencia práctica y de información científica. Los datos provenientes de la investigación empírica no anulan el hecho de que las mismas enfermedades –incluso las ocasionadas por gérmenes, genes o tumores- se comportan de un modo a menudo impredecible en los individuos particulares. La tarea cotidiana del médico –pese al vertiginoso avance tecnológico y científico- se desarrolla en situaciones de una innegable incerteza. La proliferación neoplásica de la información no dispensa de la tarea de decidir qué porción de ella aplica a un paciente individual en una circunstancia determinada Esta incertidumbre resulta a menudo silenciada u ocultada bajo el ropaje de comportamientos ritualizados, profesionalismo austero y riguroso u otros recursos que permiten que, médicos y pacientes, olviden esa realidad. Como tantas otras veces, las personas disfrazamos las verdades insoportables con ficciones que las hacen aparecer como afirmaciones indudables o pronósticos sobre los que no cabe dudar. La información científica reduce, pero de ninguna manera elimina, la incertidumbre del acto médico.
La información estadística resulta un insumo irreemplazable pero nada debe permitir que se olvide que las cifras aluden a promedios no a individuos. La proliferación de algoritmos, consensos, guías de práctica clínica, árboles de decisión, son herramientas que permiten la estandarización del conocimiento y atenúan la ambigüedad del lenguaje profesional permitiendo que cada uno comprenda de qué habla el otro. Pero alguien debería decir que un demonio duerme en el frío corazón de cada uno de ellos. Su utilización automatizada, su aplicación sin referencias al contexto, a la historia personal o a las preferencias de las personas pueden desalentar el pensamiento creativo y promover la paradoja de que, mientras se espera que expandan las posibilidades del razonamiento, por el contrario lo encarcelen en la estrechez de sus rígidos cursos de acción. Tal como afirma Kathryn Montgomery1: “La educación médica es tanto moral como intelectual” desde que debe reparar al futuro médico para convivir con la paradoja y la contradicción creando hábitos de saludable escepticismo. El médico se entrena para aspirar a la máxima certeza pero, ya que lo inesperado no puede excluirse, debe permanecer en extremo alerta para encontrarse con las anomalías y con lo desconocido.
La idea de que la Medicina es una ciencia en su versión más primitiva e inactual no hace justicia a lo que la profesión realmente es ni a lo que idealmente debería ser. La compleja empresa social que la Medicina encarna está muy alejada de las visiones ingenuas de la ciencia que aún sobreviven en las mentes de muchos de sus críticos más fundamentalistas. Una ciencia sometida a la lógica más elemental, basada en reglas que gobiernan sus eventuales consecuencias es una construcción ideal que ya no sólo no existe en ningún área del conocimiento sino que resulta un modelo de lo más alejado de lo que la Medicina es en tanto práctica gobernada por la contingencia.
El ámbito donde los médicos actuamos demanda flexibilidad intelectual y capacidad interpretativa para determinar el mejor curso de acciones en un escenario donde el conocimiento depende de las circunstancias en las que deberá aplicarse. La capacidad interpretativa en medicina es el “juicio clínico” muy alejado de la racionalidad primaria de la ciencia. La creencia en que la Medicina es ciencia en el sentido más riguroso convierte a la práctica en un ejercicio carente de flexibilidad y generadora de no pocos efectos adversos. Más allá de cuales sean los sólidos fundamentos de la ciencia o de la exquisita precisión de la tecnología, la Medicina continúa siendo una práctica interpretativa que descansa en la habilidad del médico para la aplicación del juicio clínico.
La confusión entre Medicina y ciencia representa un auténtico “escotoma epistemológico” tal como lo designa Kathryn Montgomery. Un punto ciego que impide ver nuestra propia condición y que impone expectativas ilusorias sobre los resultados de las intervenciones y el modo en que éstas deben seleccionarse. La representación de la práctica médica como una ciencia, con su carga imaginaria de precisión, infalibilidad, resultados sometidos a reglas o la estrecha y reducida concepción de causalidad son en parte responsables –junto a múltiples determinantes sociales- de un ejercicio impersonal de la clínica, de la demanda permanentemente insatisfecha de los pacientes y sus familias y de la más brutal tendencia a la frustración, la enfermedad, y no pocas veces la alta mortalidad de los médicos.
1: "How doctors think", Katryn Montgomery. Oxford University Press, 2006
Daniel Flichtentrei
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