Pocas cuestiones resisten más a las definiciones que el arte. Siglos de intentos frustrados han procurado encerrar en los límites de la razón el estremecimiento que ocasiona una obra de arte aterrizando sobre un espíritu sensible. Es una suerte. Casi todo lo que admite definiciones precisas muere asesinado por la propia definición. Advertía Benedetto Croce en sus estudios sobre estética: “Apenas empieza a manifestarse la reflexión y el juicio, el arte se disipa y muere...”. Desde Kant a Umberto Eco, de Platón a Henri Bergson pocos pensadores se han sustraído sin embargo a la tentación de hacer teoría del arte.
El artista australiano Ron Mueck produce obras "monstruosas", versiones perfectas de personas "normales" con la fidelidad de impiadosos espejos. Y eso es muy raro, excepcional. Porque todos los espejos mienten. Son esclavos. Serviles y traidores se rinden a la soberanía de la mirada. Dicen lo que queremos saber. Repiten, como imbéciles superficies refratantes, el ácido discurso de la piedad y la autocomplacencia. Si tuvieran acceso a la verdad. Si, por un instante, nos escupieran al rostro el atormentado escalofrío de la existencia, ya nadie podría mirarlos. A esa cruel operación nos someten las obras de Mueck.
Los ásperos vínculos entre realidad y arte aún no encuentran reposo. En tiempos de cuerpos diseñados y triviales sueños de Photoshop, alguien decide amplificar lo real hasta los límites de lo tolerable. Multiplique usted el universo visual en el que habita –y para el que somos empecinadamente ciegos- y ya no podrá reconocerlo. El extrañamiento del mundo elevado a una potencia insoportable le hará ver la curiosa zoología fantástica que entre todos conformamos. Una fauna de seres imperfectos, clausurados en el desasosiego de vivir. Freaks, zombies, replicantes, clones. Tristes monstruos melancólicos construidos a partir del hiperrealismo furioso que amplifica lo que todos creemos ver hasta hacerlo irreconocible. Alienado de sus dimensiones habituales, lo real se hace visible hasta en la mínima potencia del detalle. Entonces, aparece la angustia feroz de la verdad y ese antiguo temblor de las primeras perplejidades. Tal vez, sólo se trate de eso. Tal vez, sin mayores pretensiones, habría que llamarlo arte y rendirse a la salvaje potencia de su desmesura.
Daniel Flichtentrei
Ron Mueck
Nacido en Melbourne (Australia), en 1958, sus padres, de origen alemán, eran diseñadores de juguetes, aunque el mejor entretenimiento del niño era hacer esculturas de arena en la playa. Como una cosa lleva a la otra, acabó haciendo teleñecos para la televisión. Lo fichó Dave Goelz para la serie Fraggle Rock y se mudó a Londres en 1982 para trabajar en el Muppet Show, las marionetas de Jim Henson, y en los efectos especiales de la película Dentro del laberinto, protagonizada por David Bowie y Jennifer Connelly. Cuando fundó su propia empresa de utilería, maniquíes y robots animados para la industria de la publicidad, sus obras eran perfectamente hiperrealistas, salvo que estaban diseñadas para ser fotografiadas desde un solo ángulo. No tenía que acabarlas, le bastaba completar la parte que iba a ser mirada por la cámara. Mueck pensó que aunque la cámara no viera las partes inconclusas, Dios sí lo haría. Y también los visitantes de los museos, que suelen dar vueltas alrededor de la pieza, inclinarse en diferentes gimnasias, porque sin fisgar no tendría gracia mirar esculturas. Decidió dejar la industria para pasar con armas y bagajes al arte puro y blando. Las esculturas de Mueck son blandas, o lo parecen, porque simulan la textura precisa de la carne. No trabaja la piedra o el bronce, sino el poliéster, la silicona y las resinas.
En 1996 su suegra, la pintora portuguesa Paula Rego, le ofreció la oportunidad de hacer un arte refinado. Encargó a su yerno una escultura de Pinocho para una escena que exhibía en la galería londinense Hayward. Fue Rego quien le presentó al coleccionista Charles Saatchi, que quedó estremecido, como el mundo entero desde entonces. El célebre mecenas lo propuso para exponer en Sensation junto a los nuevos artistas británicos, profanadores sacrílegos que llevaban su oficio a extremos escalofriantes. Ninguna de esas irreverencias sacudió tanto la sensibilidad de los espectadores como Dead Dad, hiperrealista hasta la náusea. Fue el debut de Mueck como orfebre de escalofríos.
Más que un escultor, el australiano Ron Mueck (pronúnciese miuik) parece un espejo: refleja con tal exactitud a sus modelos que su trabajo tiene el hálito de la vida, parece que respira. Salvo cuando esculpe un cadáver. Se atrevió a copiar el de su propio padre para una obra.
Era una escultura que imitaba el cadáver desnudo de su padre. La obra reproducía cada detalle del cuerpo con la frialdad meticulosa de un miniaturista. Todo estaba allí; los tendones, las uñas de los pies, la querencia de los pelos oscuros a cubrir las calvas, las canas, el pene incircunciso señalando las cuatro en punto. No había duda para ningún espectador: no estaba en presencia de un durmiente, era la muerte anidando en un cadáver.
Estupor. Dos años después confirmó en Londres esa vocación en el Millenium Dome con Boy, un muchacho en cuclillas, de cinco metros de altura, que causó estupor en la Bienal de Venecia de 2001 y en el Grand Palais de París en 2005. Pero su definitiva consagración le había llegado en 2003 cuando expuso en solitario en la National Gallery, el principal museo de Londres, codeándose con Rembrandt, Rafael o Rubens. De las obras de aquella exposición aún quedan memorias sacudidas por una maternidad en la que el niño, todavía unido al cordón umbilical, reposaba sobre el vientre de su madre, que apenas ha tenido tiempo de tomarse un respiro tras la última contracción. Era una imagen tierna, de una perfección sobrecogedora, en la que el artista había cuidado todos los detalles, desde los pliegues de una vagina dolorida hasta cada poro de la madre y el bebé. Era su versión posmoderna de la Virgen María y el niño Jesús.
Mueck acudió a libros médicos y fotografías de partos con el fin de resultar pavorosamente exacto. Como en la colosal figura (2 metros y 60 cm) de una embarazada (su modelo fue su mujer Carolina, con la que tiene dos hijas) liberada del tabú del desnudo. Mueck es un Pigmalión posmoderno, una vuelta de tuerca sobre el mito del monstruo del doctor Frankenstein.
Ha renovado la escultura contemporánea con sus piezas, liliputienses o colosales, que crean una tensión entre nuestro universo real y un mundo fantasmagórico. Sus personajes parecen inmersos en sus pensamientos, vivos, sólo les falta la palabra y el movimiento. Mueck se adentra en las esferas psicológicas de personajes complejos, cuyas vidas se inducen a través de la puesta en escena de cada uno de ellos. Lo que resulta inquietante es que nos reconocemos en sus obras de silicona, como si intuyéramos que nuestro destino es ser de plástico, biónicos y replicantes de nosotros mismos.
En 10 años ha creado 36 piezas. Sólo una de ellas a tamaño real. La última la tituló A Girl, que se exhibe en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga (CAC) desde el próximo viernes hasta el 17 de junio. Se trata de un bebé de seis metros, creado en 2006 para una exposición en Edimburgo, Escocia.
*Fuente: El Mundo, España