Parte I
Comprender el tema del miedo no es fácil, dado que tenemos que entender còmo surge, còmo se desarrolla, despliega y cómo nos confunde.
Podemos padecer innumerables temores de intensidad diversa, desde temores que nos provocan un leve malestar, hasta aquellos que producen cuadros de ansiedad generalizada y otros trastornos. Los miedos objetivos de resguardo del propio cuerpo o mente ante una situación real, como encontrarnos frente a un animal peligroso o un precipicio, son miedos de cuidado y constituyen un temor sano que nos protege. Ante un riesgo cercano actuamos con responsabilidad.
Más complejo es el tema de los miedos subjetivos producidos por la evaluación que hace el pensamiento de un hecho determinado. En éste caso no se puede entender el miedo sin incorporar el factor tiempo. Pero no el cronológico, el que marca el reloj, que es real y nos señala el paso del tiempo objetivo en nosotros mismos. Nos referimos al tiempo subjetivo o psicológico. Éste es individual y arbitrario, está asentado en un tiempo- espacio imaginado.
Los hechos placenteros o dolorosos que suponemos nos ocurrirán se van a construir sobre la base de un almacén de recuerdos y experiencias personales que cada uno alberga, llamado memoria. Del acontecer de nuestras variantes imaginadas, surgen sensaciones de agrado (placer) o desagrado (sufrimiento, miedo), ya que el pasado con sus amores y horrores se nos hace presente y se convierte en una profecía personal de lo que nos sucederá (futuro).
Si ante determinada situación actuamos de inmediato, como cuando estamos en contacto con el hambre o con la temperatura ambiente, el pensamiento interviene muy poco, es racional, decisorio y la respuesta es rápida.
En otros casos, la mente-pensamiento coteja el hecho que nos ocurre, lo identifica en base al depósito de recuerdos, conocimientos y experiencias vividas (memoria consciente o inconsciente) y produce una sensación de agrado (placer) o desagradan (sufrimiento, miedo) según las circunstancias.
Esta evaluación mecánica del hecho que acaece por parte de la memoria condicionada es lo que dispara una amplia gama de sentimientos y sensaciones que oscilarán desde el extremo de la euforia jubilosa hasta su opuesto, el trastorno de pánico pasando por todos los estados intermedios.
No se trata sólo de nuestra memoria individual, sino también de aquella que heredamos a través de diez mil años de evolución humana y que nos ha sido transmitida genética y socialmente a través de palabras, imágenes, símbolos y signos.
El miedo sería, por lo que hemos visto, el resultado de teñir el hecho presente con ideas, imágenes y experiencias negativas dolorosas o frustrantes que guardamos en la memoria creyendo que nos protegerán.
Parte II
El pensamiento intelectual es el que predomina hoy en día. El desarrollo inesperado que alcanzaron la ciencia y la técnica en la segunda mitad del siglo XX, inclinó la balanza hacia ese tipo de pensamiento, tanto que lo empleamos en forma casi exclusiva, en desmedro de otras funciones del cerebro.
El pensamiento intelectual se manifiesta en una forma de actuar práctica, ahorrativa y resolutiva que hemos aprendido a aplicar en nuestra vida diaria. Es el intelecto quien nos hace saber, en caso de necesidad, cómo se arregla un circuito eléctrico o de qué modo haremos la respiración boca a boca en una urgencia.
En la nota anterior vimos que el pensar intelectual es especulativo y arrastra con él no sólo la carga de nuestro pasado individual, sino también, la del pasado colectivo.
Lo que llamamos “yo” o su acentuación, el “ego”, es el representante de tal pensar y el producto final de una serie de ingredientes que incorporamos sucesiva o simultáneamente a lo largo de la vida. Podríamos decir que, factores como la genética, el parto, la alimentación, el clima, la conciencia paterna y ancestral, las diferentes culturas, la educación, la propaganda, entre otros muchos y con distintas grados de importancia, determinaron lo que somos hoy. De esa combinación surgimos.
El hombre, ignorante de esa programación que se inicia en el momento en que es concebido, se considera libre.
La mochila que recoge toda la saga del pasado es pues la que constituye el eje del pensamiento intelectual o egocéntrico que estamos tratando,
Pero existe otra función de la mente natural que nos propone una alternativa al pensamiento intelectual. Se trata de la conciencia que llamaremos comprensiva, Ella nos libera no solo de todo libreto cultural y social sino también de las heridas del pasado albergadas en la memoria.
La conciencia comprensiva nos permite ver y vernos con discernimiento y ecuanimidad. Es unificadora y se la puede considerar una conciencia religiosa, no el sentido dogmático sino semántico, puesto que deriva del latín religare=unir.
¿Cómo instrumentamos el uso de la conciencia comprensiva? Un ejemplo sencillo de la vida cotidiana sería la actitud que podríamos adoptar frente a las diferencias en general, se refieran éstas a creencias, costumbres, etnias u otras. Mientras en estos casos el pensamiento intelectual define al otro como budista, espiritista, cristiano, judío, mahometano, ateo o negro, indio, ario, semita, etc. ya que es un pensamiento clasificador, reaccionario y trivial, la conciencia comprensiva nos propone que profundicemos la mirada para obtener una visión nueva del ser humano subyacente. De ese modo nos sentiremos integrados con los demás en una percepción humanitaria.
Donde sólo hay intelecto, no hay amor. Es la conciencia comprensiva la que nos conduce a él.
Todos los “deberías” o “no deberías” que arrastramos en el pensamiento intelectual constituyen la trastienda del miedo.
En la próxima nota veremos cómo las exigencias de triunfar o de fracasar (¿por qué no?), la persecución del placer o del dolor, el castigo o el descrédito que sufrimos cuando no logramos los objetivos propuestos, ya nos delinea de por vida el camino del miedo, del placer y/o del dolor. También veremos cómo aplicar una mirada diferente para producir cambios en esos sentimientos.