El autor hace un largo recorrido por el tiempo, registrando de qué manera las diferentes culturas y sus emergentes abordaron una problemática que sigue generando infinitas preguntas y limitadas respuestas.
Ser sano o convivir con la enfermedad son extremos que dieron origen, en el curso de la historia del pensamiento y el arte, a respuestas diversas y puntos de vista condicionados por los males de cada época, desde las grandes pestes de la antigüedad y la Edad Media hasta este Siglo XXI con Sida, dilemas bioéticos y gurúes de la autoayuda.
La busca de la salud y el rechazo a la enfermedad parecerían estar fuera de discusión en casi todos los tiempos. Sin embargo, a lo largo de la historia de la humanidad y aun en la era de apogeo de la ciencia, existen interpretaciones distintas y opuestas desde perspectivas mitológicas, religiosas, filosóficas, paracientíficas y estéticas.
Al mismo tiempo que, en la antigüedad griega nacía la medicina, en los cultos dionisiacos el desborde, la alucinación y el estado de trance de las sacerdotisas era considerado una “enfermedad sagrada”, estadio superior de la espiritualidad.
En la Edad Media cristiana la enfermedad perdió el carácter festivo de los ritos paganos para adquirir, por el contrario, el estigma de la maldición. Las grandes pestes eran el castigo por el pecado y debían ser vividas con sentimiento de expiación y culpa. Para la concepción medieval, no obstante, el momento culminante de la vida de un hombre era su muerte, y la enfermedad se justificaba como su preparación.
Las enfermedades son sucesos individuales, solitarios que aíslan al enfermo; las grandes pestes de otros tiempos eran, en cambio, un acontecimiento colectivo que originaba, por lo tanto, mitos distintos.
Albert Camus –él mismo un tuberculoso– recurrió en la novela La peste(1947) a una epidemia ocurrida en el año 194 en Orán como una alegoría de la ocupación alemana en Paris. Pero la novela admitía a su vez otra lectura en clave metafísica, la peste era un símbolo de la humanidad entera, de la miseria del hombre frente a los sufrimientos, la enfermedad, la muerte y a la vez su grandeza y su dignidad cuando luchaba contra esos males y expresaba su solidaridad con los sufrientes.
Romanticismo y enfermedad
La salud como valor y como ideal logró imponerse plenamente solo con el advenimiento de la modernidad, fue una conquista de la Ilustración y el humanismo. Pero la historia de la cultura es siempre contradictoria, cuando aparece una idea nueva surge al mismo tiempo la opuesta. Fue así como entre los siglos XVIII y XIX, contrapuesto al positivismo cientificista y al racionalismo apareció el romanticismo, no sólo como corriente literaria y artística sino como una concepción del mundo y un estilo de vida que implicaba, entre otros aspectos, una idea distinta de la enfermedad y la salud.
Para los románticos, la enfermedad era una forma superior de vida más espiritual y profunda, un rasgo de mayor sensibilidad; asimismo, representaba lo misterioso, lo angustioso, lo siniestro, “el lado nocturno de la vida” según Susan Sontag, y este era otro aspecto atractivo para los románticos.
La salud, en cambio se identificaba con la claridad de lo clásico y la frialdad de la ciencia, tan devaluados por el romanticismo. Para los buscadores de la profundidad, la salud era una trivialidad, una manifestación del filisteísmo burgués, representado por Gustave Flaubert en el ridículo boticario Homais de Madame Bovary.
La tuberculosis era una enfermedad elegante en el siglo XIX y las grandes heroínas de la novela y del teatro solían morir bellamente de tuberculosis. La Margarita Gauthier de La dama de las camelias de Alexander Dumas (hijo) y la Mimí de Escenas de la vida bohemia de Henri Murguer –él mismo un tuberculoso–, más conocida por la ópera La boheme de Giacomo Puccini, fueron tuberculosas emblemáticas.
El positivista Emile Zola, por el contrario, condenaba a la desenfrenada prostituta Naná a una viruela negra que la degradaba fisicamente. Marcelo Peyret en Los pulpos –una exitosa novela argentina de los años treinta– atribuía a la pasión por la mujeres la tuberculosis de su protagonista.
El mito romántico de la tuberculosis persistió hasta pocos años antes de su desaparición: Hollywood lo reflejó en la Margarita Gauthier de Greta Garbo (1936) a la que su guionista Robert Sherwood hacía decir “Nunca estoy más bella que cuando me estoy muriendo”
La enfermedad romántica no era tan sólo un tema literario: llegó a influir en ciertos sectores sociales y se convirtió en una moda entre los artistas y las mujeres elegantes que bebían vinagre para empalidecer el rostro. Chopin, tuberculoso, era el ídolo musical, una gota de sangre sobre el teclado era bella. Lord Byron, poeta romántico y dandy se miraba al espejo y exclamaba “Estoy pálido, me gustaría morir consumido porque todas las damas dirían ‘miren al pobre Byron qué interesante aparece al morir’”. Henry David Thoreau, tuberculoso, escribía: ”La muerte y la enfermedad suelen ser hermosas como la fiebre tísica”.
Las lánguidas y exhaustas figuras femeninas de la pintura prerrafaelista inglesa –Burnett Jones, Gabriel Rosetti– señalaba el tipo ideal de la mujer victoriana, anoréxica antes de tiempo.
Después de la segunda guerra mundial, con la aparición de la penicilina, la tuberculosis desapareció de la vida real y por lo tanto dejó de ser un tema en el arte y las letras. Sólo entonces pudo hacerse una versión camp acerca de la seducción ejercida por la tuberculosis en Boquitas pintadas de Manuel Puig
Epilepsia, locura y genialidad. Hubo otra enfermedad mítica en el siglo XIX, la epilepsia y el encargado de darle esa categoría fue Fedor Dostoievski. El mismo la padecía. En El príncipe idiota, la epilepsia procuraba al protagonista iluminaciones interiores, revelando el aspecto divino de ese mal, al que se designaba como “enfermedad santa” Pero en Dostoievski la santidad no se diferenciaba demasiado del malditismo, las fronteras del bien y del mal no estaban bien delineadas. El otro personaje epiléptico de su literatura, Smerdiakov de Los hermanos Karamazov era un asesino.
La enfermedad destinada a tener el mayor protagonismo en los mitos filosóficos y estéticos fue sin duda, la locura. Schopenhauer , padre fundador del irracionalismo, en El mundo como voluntad y representación, asoció la idea de locura con la genialidad y definió al arte como una especie de delirio. Entre los grandes íconos artísticos del siglo pasado se encontraban varios locos: Hölderlin, Nietzsche, Van Gogh, Artaud, Roussell. Los surrealistas reivindicaban la locura como una de las mayores fuentes de inspiración humana.
Michel Foucault –Historia de la locura– no diferenciaba el tratado objetivo sobre la locura y una exaltación ditirámbica de la misma. No solo osaba negar la locura como enfermedad y atacar la psiquiatría sino que también combatió la medicina en general como creadora de las enfermedades.
La medicina tuvo también sus defensores;, los médicos y los psiquíatras han sido héroes de algunas novelas y películas: La ciudadela, de Archibald J. Cronin, un bestseller de los años treinta, luego llevada al cine, y la serie cinematográfica del Doctor Kildare – dieciséis filmes entre 1938 y 1947– precursora a su vez de las series televisivas sobre hospitales y salas de guardia, realizadas con mayor realismo que la de Hollywood, revelan el insistente interés del público por las enfermedades.
Thomas Mann y la filosofía de la enfermedad. Thomas Mann, fluctuando entre el romanticismo y el clasicismo, es el autor que más se ha dedicado a reflexionar sobre la enfermedad y la salud hasta elaborar una verdadera “filosofía de la enfermedad”. Citando a Nietzsche cuando decía que “el hombre es un animal enfermo” deducía que en la enfermedad yacía la dignidad del hombre y el genio de la enfermedad era más humano que el de la salud.
Con el ejemplo de dos escritores enfermos –Schiller, tísico, y Dostoievski, epiléptico–, encontraba Mann en la enfermedad de ambos “una nobleza, una distinción que significa profundización, elevación y refuerzo de una humanidad, atributo de un humanismo mas elevado” (Goethe y Tolstoi, 1921),
En La montaña mágica (1924) Mann transformaba a un lujoso sanatorio de tuberculosos en Davos, en el símbolo del mundo. Y entre dos de sus pacientes se desarrollaba una polémica acerca de la enfermedad: el jesuita Naphta, encarnación del romanticismo irracionalista, decía: “La enfermedad es perfectamente humana, pues ser hombre es estar enfermo, El hombre es esencialmente enfermo, el hecho de que este enfermo es lo que hace de él un hombre, quien desea curarle no busca otra cosa que deshumanizarle y aproximarle al animal.”
La parte decadentista de Mann se mostraba al vincular la enfermedad y la muerte con el erotismo, El amor secreto del protagonista por el adolescente Tadzio –La muerte en Venecia(1912)–, lo llevaba a caer víctima de la peste que asolaba la ciudad
Con cruel ironía trataba, en el relato “El cisne negro” la confusión de la enfermedad con el erotismo. Una mujer madura que se sentía rejuvenecida con un amante joven, creía descubrir con alegría que estaba embarazada –a pesar de haber pasado la menopausia– cuando en realidad se trataba de un tumor canceroso. En Doctor Faustus (1947) reiteraba: “Las relaciones de la salud con la inteligencia y el arte son pocas, existe incluso un cierto contraste entre una cosa y otra y en todo caso, nunca la salud se ha preocupado gran cosa del espíritu y viceversa”. Ejemplificando esta tesis, el protagonista encontraba impulso para su creación artística en la sífilis.
Enfermedades sin glamour
La tuberculosis, la epilepsia, la locura fueron enfermedades capaces de convertirse en mitos filosóficos y estéticos, otras enfermedades por sus propias característica resultaban más difíciles de idealizar. El infarto –una de las mas frecuentes causas de muerte– no ha sido estetizado, es demasiado prosaico, demasiado vinculado a burgueses estresados y sobrealimentados y apenas fue introducido por Paul Morand en su novela El hombre apurado (1941) como un síntoma de vértigo de la vida moderna.
El cáncer fue tomado por Alexandre Solyenitsyn, él mismo curado de esa enfermedad, en su novela El pabellón de los cancerosos (1968) como una metáfora del sistema totalitario estalinista, donde el cáncer de lengua parecía ser el castigo del que hablaba demasiado
El cáncer fue imposible de idealizar, se construyó a su alrededor un mito negativo, como lo ha mostrado Susan Sontag, ella misma enferma de cáncer. Esta autora, en La enfermedad y sus metáforas (1977) se propuso desmistificar las metáforas y figuras que deforman y estigmatizan la enfermedad real.
Algunos psicólogos y los psicoanalistas en la época de su apogeo, inventaron la peligrosa teoría del origen psíquico del cáncer como consecuencia de la autorepresión de los impulsos. El cáncer, según esta concepción, sería todo lo contrario a la dionisíaca y desinhibida locura, y mas cercano, en cambio, al carácter culposo de las pestes medievales.
De esta teoría psíquica del cáncer derivaría la terapia de la autoayuda. Louise Hay, una de las creadoras de ese subgénero con su best seller Usted puede sanar su vida, pretendía haber curado su cáncer de matriz por sus propios medios con sólo haber logrado superar el resentimiento .
El sida entra en escena. Los partidarios de la interpretación de la enfermedad como producto de la voluntad o del carácter del paciente tuvieron un regalo inesperado, aunque terrible, en la década de los ochenta, con la aparición del sida. El sida, cuando al comienzo pareció estar limitado a los homosexuales y a los drogadictos, parecía venir a confirmar todas las doctrinas de las enfermedades como originadas en la personalidad del paciente. Además dió la oportunidad de desencadenar campañas moralistas y puritanas. Los sectores fundamentalistas de los distintos grupos religiosos interpretaron a la nueva enfermedad como un castigo de Dios por pecados nefandos, prejuicio que debió ser olvidado tras descubrirse que estaba extendido a todo tipo de individuos.
El tema del sida se ha convertido hoy en un subgénero literario, iniciado por el cuento de Susan Sontag “Ahora vivimos asi” y con la novela semiautobiográfica de Hervé Guibert "Al amigo que no me salvó la vida", aparecida en Francia en 1990. Guibert narraba el proceso de su propia enfermedad y de algunos de sus amigos y la relación con el otro, con los que permanecían sanos.
Eran identificables entre los personajes, aunque con nombres de fantasía, la actriz Isabelle Adjani y el filósofo Michel Foucault, cuya agonía es detalladamente descripta. El autor explicaba: ”Insisto en decir que este libro es único porque no cuento mis relaciones con estas personas en concreto , sino más bien la encrucijada de destinos que se ven trastornados por la presencia del Sida, sus modelos existen, pero han sido transformados en personajes”.
También el sida pudo ser presentado con sentido del humor negro en la pieza La visita inoportuna, de Copi, él mismo enfermo terminal
Los nuevos métodos que prologan la vida del enfermo de sida han quitado mucho de la dramaticidad que esta enfermedad tuvo en sus comienzos, y parecería destinado a languidecer como tema literario.
Lo obsesión del hombre occidental desde el último tramo del siglo pasado ya no es la enfermedad sino la salud. Gimnasia, dietas y cientos de terapias alternativas junto con pilas de medicamentos en la mesa de luz forman parte del combate del hombre moderno contra la enfermedad y la muerte que han perdido su glamour de los años románticos para transformarse mas bien en algo vergonzoso, que debe ocultarse en el interior de clínicas ascéticas.
No sabemos todavía qué literatura y arte podrán surgir del nuevo mito del “hombre sano”. Las familias felices no tienen historia, decía León Tolstoi. Podríamos decir asimismo que los hombres sanos no tienen novelas. Pero la plenitud de una vida sin enfermedad es un deseo aun lejos de cumplir, tal vez una utopía inalcanzable; la literatura y el arte no se quedarán sin tema.
Juan José Sebreli: nació en Buenos Aires en 1930. Colaboró en Sur y Contorno y actualmente en Perfil, La Nación y Ñ. Sus obras son: Martínez Estrada, una rebelión inútil (1960), Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964), Mar del Plata, el ocio represivo (1969), Tercer Mundo, mito burgués (1974), Los deseos imaginarios del peronismo (1983), La saga de los Anchorena (1985), El asedio a la modernidad (1991), El vacilar de las cosas (1994), Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades (1997), La era del fútbol (1998), Las aventuras de la vanguardia (2000), Crítica de las ideas políticas argentinas (2002), Buenos Aires, ciudad en crisis (2003) y El tiempo de una vida (2005), las diez últimas publicadas por Sudamericana. Se han editado textos suyos en España, Italia y Alemania.