(segunda parte)

Dolor y duelo

Si la persona que perdimos era importante para nuestra relación diaria con otros o con el mundo, es probable que el sentido de la vida se desbarate o se pierda: todas las actividades y conversaciones que teníamos con la persona fallecida, los propósitos del presente y los planes para el futuro ya no tienen cabida, ya no tiene caso salir temprano del trabajo o no hacer compromisos los fines de semana.

Autor/a: Ma. Eugenia Ibarzábal Ávila, médica cirujana, psicoterapeuta de familia

Fuente: VOL. IV / No. 8 / ABRIL / 2006

Indice
1. Introducción
2. Recuperación del Duelo
3. Referencias bibliográficas

 La vida con el ser querido fallecido, que tanto tiempo nos costó construir a través de muchos años de convivencia, deja de tener sentido cuando la persona ya no existe.

Posteriormente, Ana inició la tercera etapa del duelo, llamada conservación- aislamiento. Se trata de una aflicción severa acompañada muchas veces de depresión. Ana se mostraba impaciente, creía que tenía que hacer algo para no sentir el dolor, pero no sabía que todas las actividades realizadas la cansaban; se desesperaba, estaba fatigada, débil, sin energía, quería estar sola, no deseaba ver ni a Juan, que estaba por regresar a Europa, tenía mucho sueño, dormía casi todo el día. Se la pasaba recordando a Braulio cuando era niño, adolescente, empezó a engrandecerlo, a mitificarlo, lo consideraba un ser inteligente, bondadoso, generoso, cualidades que no correspondían a la realidad. Esta situación resultaba molesta para Juan por la rivalidad que siempre había existido entre ambos. Ana se sentía desamparada e impotente al no saber qué hacer para no sentir dolor, dejar de pensar en su hijo y explicarse por qué lo había hecho.

Otro factor que determina la respuesta del duelo es la forma de la muerte; en este caso, al ser una muerte repentina y violenta destruyó más la vida y el mundo de los deudos, a diferencia de las muertes anticipadas, por ejemplo, por enfermedad prolongada, que permiten cierto tipo de adaptación o preparación. Cada duelo es único, la respuesta es individual; los hombres y las mujeres en general tenemos diferentes respuestas ante el dolor emocional del duelo.

Esto quedó de manifiesto en la actitud de Ana y Juan; este último controló la expresión emocional del dolor, mantuvo ante la familia y la madre una imagen de fuerza y control, de protector, de solucionador de conflictos, regulador de emociones y autosuficiente.

Juan empezó a tomar decisiones casi saliendo  del funeral. Contrató un servicio de limpieza y una mudanza; limpió la recámara del hermano, donde encontró cartas de Braulio que expresaban enojo y resentimiento hacia la madre, los medicamentos que no tomó en los últimos meses, botellas de  bebidas alcohólicas vacías. ¡Nada de eso lo comentó o mostró a la madre! (con un sentido protector).  Vació la casa, hizo la mudanza y puso la casa en venta; le pidió dinero prestado al abuelo y empezó a buscar un departamento para que Ana lo habitara  lejos de su domicilio anterior y lejos de la familia de ésta, que, según Juan, les habían hecho mucho daño a los tres. Ana estaba como observadora, no podía tomar ninguna decisión, lloraba y suspiraba continuamente por el hijo, pensaba que el tiempo pasaba y el dolor cada día era mayor.

El dolor de la pérdida de un ser querido no envejece ni desaparece, se adormece, se hincha por tiempos, por momentos cambia de color; es un dolor que no mejora, empeora, y que además no tiene perspectiva de mejoría a corto plazo. Se dice que no es el transcurrir del tiempo lo que va curando, sino lo que uno hace con ese tiempo. 

Juan estuvo varios meses con Ana, poco a poco dejó de culparla y de culparse por no haber venido antes para ayudar a su hermano. Ana y Juan fueron aceptando lentamente que Braulio estaba enfermo y cansado de tomar medicamentos, que su calidad de vida era muy pobre y sin un sentido de vida propio, que no tenía redes sociales de apoyo propias y que sufría. Lentamente, como el agua en la roca, ellos empezaron a tener más claridad de pensamiento y de emociones; ella tenía la idea fija de ayudar a madres de hijos con esquizofrenia para que no sufrieran lo que había sufrido. Lo que aún le costaba trabajo era aceptar que la muerte de su hijo había sido por suicidio pese a que lo había visto; repetía la versión oficial de la familia: que había muerto ahogado mientras dormía por efecto de los medicamentos. En privado aceptaba el suicidio, pero en público lo negaba. No cabe duda que la muerte por suicidio sigue siendo un estigma social que llena de culpa a los familiares.