Hará muy pronto cien años de aquel miércoles 6 de septiembre de 1906 en que, mientras en la Reina del Plata se levantaba el Teatro Colón y en LA NACION se anunciaba la actuación de Florencio Parravicini, nacía (circunstancialmente) en París uno de los más notables científicos argentinos: Luis Federico Leloir.
En su último número, la revista Ciencia Hoy se anticipa a los homenajes con una valiosa edición monográfica dedicada a la figura del sabio, que a sus sobresalientes aportes al conocimiento del metabolismo de los azúcares sumó inusuales cualidades humanas.
Ciencia Hoy ofrece un interesantísimo material fotográfico -cedido por algunos de los más cercanos colaboradores del científico-, analiza sus contribuciones y recupera las huellas de la brillante tradición biomédica local. Pero sin duda uno de los recuerdos más cálidos es el que dibuja la pluma del doctor Armando Parodi, uno de sus herederos directos y actual presidente de la fundación que lleva su nombre.
No son muchos los grandes talentos que ostenten virtudes personales equiparables a su estatura intelectual... Sin embargo, la memoria de Parodi nos devuelve en ese aspecto un Leloir decididamente excepcional.
Recuerda, por ejemplo, su paciencia con las consecuencias inesperadas del Nobel: la procesión de inventores que aparecían por su laboratorio para dar a conocer sus creaciones al científico, como máquinas capaces de realizar el imposible sueño del movimiento perpetuo o anteojos destinados a leer sin cansar la vista. "Estos consistían de un solo vidrio, que se ajustaba con una serie de piolines para leer con un solo ojo -rememora Parodi-. Cuando se cansaba, sólo era cuestión de desatar nudos y volver a atarlos para pasar el vidrio al otro ojo."
Acerca de sus pequeños grandes gestos cotidianos, asegura que nunca mostraba enojo, pero se molestaba cuando alguien emitía opiniones descorteses sobre terceros; odiaba la ostentación; supo compartir la dirección de su instituto con sus colegas y les hizo sentir que eran partícipes de una gran empresa común; nunca tuvo una oficina privada, recibía a los visitantes y despachaba asuntos burocráticos en el mismo laboratorio; como Houssay, recibió ofertas generosas para proseguir sus trabajos en el exterior, pero prefirió continuar su tarea en la Argentina; era de una austeridad y una generosidad fuera de lo común. "Todo lo que tocó como científico (...) lo convirtió en oro -escribe Parodi-. Una vez que abría un camino en la investigación bioquímica dejaba que otros llenaran los detalles. Estos últimos lo aburrían (...). En el instituto decíamos que la primera ley de Leloir estaba regida por la fórmula número de tubos por ideas igual constante. Esto significaba que para quien tuviera muchas y buenas ideas el número de tubos de ensayo necesarios para obtener buenos resultados sería pequeño, mientras que si las buena ideas escaseaban, había que aumentar el número de tubos para lograr un resultado publicable. Eran tradicionales los experimentos de Leloir de sólo dos tubos, el ensayo y el control. No todos teníamos ese don."
Se dirá que el tiempo engrandece los aciertos y borra las asperezas de la historia... Pero no cabe duda de que, a la distancia, el doctor Leloir encarna lo mejor de un pasado que debería iluminar el camino que tenemos por delante.
Por Nora Bärciencia@lanacion.com.ar