Cada libro, en su circulación por el mundo, se somete a criterios de verdad y a valoraciones públicas investidas de una u otra autoridad, antes de llegar al juicio íntimo, privado, que corresponde finalmente a cada lector. Me interesa examinar aquí algunos mitos y clichés frecuentes, sostenidos sólo por la costumbre de no pensar, a la hora de juzgar un libro en distintos ámbitos.
Empecemos por el malentendido más frecuente: la cuestión del mercado. La literatura tiene, a diferencia de las disciplinas científicas, una dualidad peculiar: es a la vez “fácil” y “difícil”. “Fácil” no sólo porque la lectura, aunque más no sea en un plano elemental, es accesible a cualquiera que haya terminado la escuela primaria, sino también porque, muy frecuentemente, la literatura se ocupa de temas y asuntos que todos creemos conocer y con los que hay una empatía de experiencia y de sensibilidad inmediata: las pasiones, los deseos, las intrigas y maquinaciones, las vicisitudes de la vida y la muerte, todo lo que constituye, en fin, el paisaje próximo de lo humano. Hace poco una señora a la que, sospecho, no le había gustado mi última novela me dijo: “quizá usted sepa de matemática y de teorías, pero le falta aprender mucho más del corazón y los sentimientos humanos!”. Creo que en el acento triunfal y algo vengativo de esta señora se expresa muy bien ese orgullo sobre el conocimiento de “lo humano” que todos creemos tener. Recuerdo, en el mismo sentido, la línea de un tango en que un malevo se jacta: “Yo anduve siempre en amores, ¡qué me van a hablar de amor!”. Y también un pasaje de Confesiones del estafador Félix Krull, de Thomas Mann, donde el protagonista sostiene que, aunque no puede saber nada sobre los orgasmos de los demás, está seguro de que los suyos tienen al menos una intensidad doble.
Esta vanidad y esta certidumbre tan extendida sobre el conocimiento “por experiencia propia” de las pasiones humanas es la clave de una de las formas más usuales de valoración en la lectura: la lectura como reconocimiento, como identificación. La lectura que dice “esto sí” o “esto no” de acuerdo a cómo resuene el texto en armonía o discordancia con lo ya sabido o sentido. La búsqueda en el libro de la versión quizá más nítida, aguzada, “embellecida”, transmutada en palabras felizmente precisas, de lo que uno ya conoce o intuía íntimamente. Este modo de leer, por supuesto, no es sólo el de las señoras expertas en cuestiones del corazón y no es mi intención aquí desvalorizarlo. Es también, al fin y al cabo, el modo de leer de los que se aproximan a un libro con criterios ideológicos o estéticos ya formados y juzgan al texto de acuerdo a si responde o no a estos criterios. Y como todos tenemos preconceptos ideológicos y estéticos de alguna clase -más algún narcisismo- es una actitud muy extendida y hasta cierto punto inevitable.
Pero en esta primera distinción que intento sobre el aspecto “fácil”o “accesible” de la lectura -que no quiere decir, insisto, de ningún modo despreciable- estoy pensando sobre todo en libros que no apelan sino a este núcleo primordial de las emociones y los sentimientos. Hay un caso clínico muy conmovedor que narra Oliver Sacks sobre una chica con cierto retraso mental a quien un día se le muere su abuela, la única persona que la quería y velaba por ella. Sacks la encuentra a la mañana siguiente leyendo en la Biblia el pasaje del Eclesiastés que habla de que hay un tiempo para cada cosa: un tiempo de nacer y un tiempo de morir; un tiempo de plantar y un tiempo de arrancar… La chica alza los ojos y le dice que tiene frío, que el invierno no está afuera sino adentro, que la abuela era parte de sí misma y que también ella se siente ahora muerta. Pero aún así, le dice, sabe que vendrá de nuevo la primavera. A pesar de su retraso, observa Sacks, la chica había entendido que el texto también hablaba de ella y para ella y había encontrado consuelo en él. Muchas obras de ficción, admirables en cualquier sentido, tienen esta cualidad simbólica “universal”: El viejo y el mar, de Hemingway, La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, Al este del paraíso, de Steinbeck y en general toda la tradición de novelas sureñas, los relatos de Jack London, los de Ambrose Bierce…
Lo que me interesa señalar aquí, como característica común de estos textos, es que no requieren ningún entrenamiento particular de lecturas.
En contraposición, el aspecto “difícil” de la literatura tiene que ver, por supuesto, con la literatura entendida como un arte, como una larga historia de permanente invención, variación y agotamiento de recursos y de efectos, de teorías, de retóricas y de géneros. Juzgar a una novela desde este punto de vista “artístico” exige por supuesto otro tipo de adiestramiento, requiere iniciaciones literarias y un lector que cargue con el conocimiento de una diversidad de tradiciones literarias, de mecanismos formales, de confrontación de autores y experimentos. Todo esto supone no necesariamente una formación académica, pero sí al menos la lectura previa de algunos miles de libros.
No hace falta decir que ambos aspectos pueden convivir en un mismo texto, no hace falta decir que una novela escrita con todas las pretensiones y los malabarismos formales puede ser irrisoria, no hace falta decir que lo uno no excluye a lo otro, etcétera. A lo que quiero apuntar en esta primera distinción es que esta dualidad fácil/difícil de lo literario conduce a una bifurcación del público lector. Hasta tanto no se eduque literariamente al soberano, habrá naturalmente siempre una gran mayoría de lectores que prefieran los libros “accesibles” -sobre los que pueden decir sí o no de acuerdo a lo que ya saben- antes que aquellos que exigen una formación literaria más sofisticada. Pero a la vez siempre habrá también una minoría insatisfecha, culta, persistente, dispuesta a dar cuenta del “estado del arte”. Es en esta separación de públicos que se monta la industria editorial para publicar libros con distintas gradaciones y degradaciones, desde el best seller rampante hasta la quality fiction o la colección de “raros”.
Ahora bien, este segmento minoritario, pero de indudable existencia, de lectores entrenados y perfec-tamente inteligentes, que tienen miles de libros en sus bibliotecas y a los que no se les venderá sino aquello que quieran comprar, es el único “mercado”, creo yo, del que tiene sentido hablar en una discusión literaria. Aunque relativamente pequeño, es bien visible en la Argentina: suman no cientos sino miles y cuando convergen sobre un título pueden disparar su venta. Son los lectores que, por ejemplo, llevaron a la lista de más vendidos, por una breve semana, a un libro (¡de cuentos!) como Once tipos de soledad, de Richard Yates y más recientemente a la novela Sábado, de Ian McEwan. Son los que agotan tiradas de las mejores novelas de Paul Auster y dejan de lado las peores, son los que compraron, en una edición no muy glamorosa de Colihue, todos los ejemplares de Una salita cerca de la calle Edgware, de Graham Greene, son los que permiten la reedición de clásicos como Viaje al fin de la noche, de Céline, o resucitar la colección Minotauro. Son los que deambulan por las librerías de viejo (¡también parte del mercado!), y los suficientes para la reproducción capi-talista en sellos pequeños, como Ediciones del Zorzal, Interzona, Eloísa Cartonera, Adriana Hidalgo, o Beatriz Viterbo. Son, también, los lectores curiosos por la nueva narrativa argentina, que le dan una primera oportunidad, y la posibilidad de existir, a la legión de escritores recién estrenados de cada generación.
Si se reconoce la existencia de este sector -si se tiene la mínima honestidad intelectual de reconocer la existencia de este sector- la cuestión del terrorífico mercado con sus tentáculos corruptores pierde bastante de sus pavores: cualquier escritor argentino puede aspirar, sin hacer ningún tipo de concesión en su obra, y más allá de cuán hermético, experimental, vanguardista, o coquetamente “marginal” sea su libro, a ser conocido, difundido y aun “comprado” por este público, (en las cifras modestas, claro está, que corresponden a la literatura). Y aquí incluso, por esas típicas volteretas de la dialéctica, este segmento del mercado, por la sofis-ticación de sus lecturas, al adquirir o desdeñar un libro (después de calibrarlo de ojito en las mesas de las librerías), a la par de los medios culturales, a la par de la academia, y a pesar de las cabezas que puedan menearse al escuchar esto, está ejerciendo también un juicio de calidad.
La academia, por su parte, prefiere en general despreciar todas estas distinciones e imaginar un monstruo perfecto. El mercado es el Mal y la posición frente al mercado explicaría todo en la literatura argentina reciente. En palabras de la directora de uno de los volúmenes de una reciente Historia crítica de la literatura argentina: “El corte ya no pasaría entonces por una posición determinada respecto de la obra de Borges, sino por los vínculos que estos textos entablan –o buscan entablar- con el mercado o en contra de él. Habría así dos grandes zonas dentro de la literatura argentina de hoy: una que se ubica a sí misma en estrecha –y en algunos casos única- vinculación con el mercado y los medios masivos, por un lado; otra que se piensa, en cambio, de espaldas a los criterios de legitimación de la industria cultural o el bestsellerismo y circula por carriles casi secretos”.
Desde el banquito de la academia, los lectores, todos, son seres intelectualmente inferiores que no podrían apreciar ninguna literatura “riesgosa” y cuyas preferencias serán por definición, como parte del dogma académico, siempre equivocadas. En esta línea, que lleva a toda clase de absurdos, no deberíamos ni abrir una novela como El pasado, de Alan Pauls, porque al pecado número dos de ganar un premio literario añadió el pecado número uno de vender muchos ejemplares.
Dentro de esta mitología, a los auténticos escritores, aquellos que no se quieren “vender al mercado”, no les quedaría otro remedio que circular en “carriles casi secretos”, a salvo de los tenebrosos agentes del editing que acechan en las editoriales “multinacionales”, afilando sus manos de tijeras. Por supuesto, esta fábula para niños, que da un poco de vergüenza ajena intelectual, no resiste la menor confrontación con la realidad. Gran parte -sino todos- los autores celebrados por la academia, desde Gusmán a Saer, desde Puig a Piglia, desde Fogwill a Lamborghini, e incluso varios de los libros propios de esta profesora que nos asusta con el mercado, (y también por cierto su Historia crítica de la literatura argentina) están publicados en estas editoriales “multinacionales”. Toda la gran tradición de la literatura argentina se reparte entre estos sellos. Y en cuanto a los escritores “secretos” mencionados por esta académica, que escriben supuestamente “de espaldas a la industria cultural”, no sólo ya fueron todos también publicados por uno u otro de estos grupos maléficos, sino que colaboran regularmente -y se autopro-mocionan- como periodistas culturales de los más grandes medios.
Por supuesto, la mala fe de esta posición se explica por el afán de la academia en erigirse en única, o última autoridad, supuestamente incontaminada de intereses extra literarios. Pero del mismo modo que en los años ’90 asistimos a la era bifronte del periodista-escritor, en los últimos años apareció una variante todavía más perfec-cionada en la escala darwinista: el fabuloso tres en uno académico-periodista-escritor, el crítico con novela propia que ocupa espacios en los principales medios culturales y opera como juez y parte a favor de sí mismo y no pocas veces en contra de sus colegas.
El criterio de verdad preferido de estos críticos es el de “riesgo”, que utilizan como arma a la vez arrojadiza y defensiva. ¿Qué sería lo riesgoso en literatura? Muy sencillo: lo que siempre intentan ellos y nunca los demás. La coartada perfecta. Si alguna obra fuera del círculo de sus amistades tiene un mínimo éxito de cualquier tipo será porque no corrió ningún riesgo. Y cuando sus propios libros fracasan, en realidad les queda el triunfo moral, porque ellos sí que asumieron riesgos. Curiosamente, nunca se dejan la posibilidad, como una conjetura más, de que lo que escriben pueda ser, simplemente, malísimo. En el círculo endogámico que han construido, donde ellos mismos asignan valor a lo que ellos mismos escriben, la falta de respuesta de los lectores sólo puede deberse a que son demasiado brutos para apreciar el riesgo exquisito de sus “apuestas”.
Más allá de estas pequeñas miserias del mundillo literario, yo tengo otras diferencias, desde el punto de vista teórico, con el modo de leer de la academia. Dado que las lecturas de la academia deben dar lugar a trabajos críticos y la crítica es esencialmente argu-mentativa, la operación más habitual en estas lecturas es la de distinguir y extraer a una luz fuera del texto elementos que permitan aludir a discursos reconocibles, a terrenos fácilmente racionalizables: la Historia, una determinada época política, marcas generacionales o biográficas, diálogos o afinidades con otras literaturas. Este tipo de lecturas, como consecuencia lateral, provoca en algunos escritores un irrefrenable efecto de escritura “a pedido”, en el que se dedican a sembrar, para el ojo del crítico, como en el juego de la búsqueda del tesoro, las pistas “culturales” que el crítico adorará encontrar. Así, la crítica empieza a tomar el comando y a dirigir indirectamente la creación literaria.
Pero por supuesto, la cantidad de elementos o alusiones que pueden analizarse por separado en una novela no terminan de decir nada sobre la cuestión principal: el modo en que se articulan, la forma en que viven y dan vida estos elementos dentro del texto. Con los mismos materiales, con los mismos temas, con las mismas alusiones o marcas generacionales, un autor puede escribir una obra maestra y otro una suma de pedanterías. Y en general, estas lecturas académicas nunca llegan a volver de la etapa del desarmadero para darse por enteradas de este pequeño detalle: la cuestión de la resolución estética, las razones de seducción, la gracia y la sutileza en la ejecución, lo que Susan Sontag reclamaba como el eje necesario de una nueva forma de crítica: la erótica de la obra.
Es en esta dirección, sobre todo, en la que reconozco mis criterios propios de valoración como lector. Y si tuviera que hacer una lista de atributos, pondría al principio, junto con la resolución estética, y junto con esa otra cualidad inasible que a falta de palabras mejores llamamos autoridad, o maestría, la característica que más valoro de un texto: la originalidad de imaginación. Es decir, y para volver al principio, la facultad de un texto de revelarnos algo del mundo que no sabíamos, de alzar otro mundo en el mundo, de darnos una nueva forma de ver y de percibir, de hacernos parte a través de la lectura de algo que no hubiéramos podido aprehender con ninguna de nuestras otras facultades intelectuales, algo que existe y convence y se sostiene sutilmente suspendido en el aire por imperio de conexiones que no son puramente lógicas ni culturales, en ese acto de ilusionismo antiguo y siempre renovado, de asombro consentido, que llamamos literatura.
** Transcripción editada de una ponencia en la Feria del Libro de Ciudad de México, (octubre de 2005). Publicado en la revista Esperando a Godot (diciembre de 2005).