Debate

El genuino sabor de las palabras

Nuestro lenguaje se derrumba. Hay que recuperar la conciencia de las buenas, fuertes y ricas palabras, que tanto se precisan en una comunidad de seres tan lastimados como siguen siendo los argentinos.

Ivonne Bordelois. Lingüista y ensayista

Se está hablando actualmente, con creciente inquietud e intensidad, del derrumbe del lenguaje entre nosotros. También se discuten los posibles caminos de una recuperación en ese sentido.

Pero cuando hablamos de un rescate de nuestra lengua no lo hacemos en términos de maestra ciruela o de censores agraviados. Tampoco enarbolamos nostalgias: no pretendemos regresar al lenguaje de generaciones anteriores ni a un purismo utópico que nunca existió.

Se trata de una empresa más radical: la de recuperar la energía de un lenguaje atrofiado por la vulgaridad y la blasfemia, pero ante todo atrofiado por la falta del agua, del aire y la luz de las verdaderas palabras, que están tan lejos del palabrerío como la noche del día. No nos asustan las malas palabras: nos aflige la miseria verbal de quienes no pueden pronunciar una frase sin intercalarlas.

En el ser humano hay una necesidad de bendecir y otra de maldecir. La primera parece haberse ocultado entre nosotros: la maravillosa endecha del "Gracias a la vida" de Violeta Parra se encuentra olvidada. Pero en el mismo arranque, Violeta compuso "Maldigo del alto cielo", una canción blasfematoria que todavía nos estremece y es un alto ejemplo del maldecir cuando se mantienen los verdaderos poderes de la palabra.

Las palabrotas repetidas e insistidas presentan un alto nivel del peligro: el desgaste les hace perder toda eficacia. Hace tiempo, boludo era un terrible insulto; en nuestro días se ha vuelto una triste etiqueta gris. Cuando se desfonda la eficacia de las maldiciones, uno se pregunta adónde va a parar la agresión verbal, que no deja de ser necesaria y útil —si se la sabe articular sin exceso—.

Según una última encuesta, los insultos más temibles se han vuelto viejo y gordo. Este dato muestra hasta qué punto la tiranía de las imágenes comerciales y los prototipos culturales de una sociedad vaciada de toda comprensión de la diversidad del prójimo lleva a excesos que se plasman en discriminaciones arbitrarias y peligrosas.

El verbo blasfemar se relaciona etimológicamente con lastimar. Quien pretende lastimar así al otro se lastima a sí mismo y al lenguaje, ya que el propósito de dañar cambia el sentido normal de estas palabras y las convierte en afrentas para el destinatario. No olvidemos que en la masacre de Carmen de Patagones, el atacante había sido previamente agredido de esta manera.

Pero el exceso de la mala palabra proviene en primer lugar del abandono de la conciencia de las buenas, fuertes y ricas palabras que tanto se precisan en una comunidad de seres tan lastimados como lo hemos sido y lo seguimos siendo tantos argentinos. Y también se olvida que existen entre nosotros grandes hablantes, grandes cantantes, grandes poetas, grandes actores y actrices que tanto saben de las palabras nuevas y fuertes que necesitamos. Y grandes maestros que conocen la tradición de una lengua que nos ha dado a Borges y a Sarmiento, a María Elena Walsh y a Pizarnik: una literatura que no por demagogia Carlos Fuentes ha calificado como la mejor de Latinoamérica. Y no queden atrás cantautores y humoristas, que a veces son la vanguardia de los nuevos lenguajes que perforan el futuro.

El panóptico era un sistema carcelario —todavía visible en Usuahia— en el cual todas las celdas se comunicaban, en forma concéntrica y aislada, con un núcleo de vigilancia permanente. Nuestra vida cotidiana ha erigido un panóptico doméstico en el que una pantalla central nos envía mensajes idénticos pero nos hunde al mismo tiempo en el aislamiento mutuo y nos infunde a menudo una visión recortada y aplastante del mundo —a la que adherimos con plena voluntad—.

Desde ese nuevo panóptico no sólo se reparten vulgaridades sino que se excluyen tenazmente los caminos de las palabras hermosas, de los poemas compartidos, de los diálogos reflexivos y de la gracia sin insidia. En una palabra, nos están prohibidos, en gran medida, los caminos que profundizan el gozo del arte verbal entre participantes y oyentes.

La sensación de pantano que nos sumerge a veces al abrir la pantalla viene en gran parte de sentirnos traicionados en nuestro fuero más íntimo por una programación inícua.

Dejando fuera a más de la mitad de la población, se privilegia al fútbol, y al mismo tiempo se limitan a un mínimo miserable los programas de verdadero contenido cultural. El despiadado perfil economicista de la televisión busca además justificar estas prácticas bajo el lema del rating, cuando la popularidad de estos programas se ha ido inculcando tenazmente mediante una propaganda perfectamente calculada, que tendría también éxito si se orientara a otras posibilidades.

Pero en ausencia de pan, fomentamos el circo. Discriminamos tercamente a aquella zona de la población que pide el pan de la palabra, porque no ha olvidado todavía su genuino sabor. Desde otro lado de la pantalla, tercamente, los argentinos de esa zona seguimos pidiendo la palabra.