Debate

Sexo, genética y género

El uso de los géneros en el lenguaje cotidiano no está exento de cierta cuota de discriminación. Así lo explica este traductor español.

Autor/a: Por Alfonzo Oroz

Indice
1. Pensar antes de hablar
2. Ejemplos
3. Conclusión

El movimiento feminista lucha contra las teorías que sostienen que ciertos procesos genéticos son los determinantes primarios de la conducta humana, y que en ellos radica la explicación de las diferencias sociales. Las feministas tienen razón: atribuir al sexo la discriminación y las injusticias de todo tipo que han venido sufriendo históricamente las mujeres sería tanto como aceptar que tal discriminación obedece a un designio inmutable que la naturaleza imprime en todo ser humano desde que nace. Si el hombre es más fuerte que la mujer por razones genéticas, éstas no justifican que someta a su voluntad a ese ser que considera de su propiedad, y a quien la educación (impuesta tantas veces a golpes), las convenciones sociales y la tradición han convertido en una persona pobre, pequeña y preñada.

En el sexo radican, evidentemente, gran parte de las diferencias anatómicas y fisiológicas entre la mujer y el hombre: pero sólo ellas. Todas las demás pertenecen al dominio de lo sociocultural, deben incorporarse al ámbito de lo genérico, no de lo sexual. Cuando las feministas hablan de género, se refieren a esas normas socialmente construídas que, con grandes variaciones de una a otra parte del mundo, nos dictan, tanto a los hombres como a las mujeres, el significado y contenido de lo femenino y lo masculino, a esas normas que regulan el grado de adecuación de nuestras conductas, de nuestro aspecto exterior y hasta de nuestras carreras profesionales.

El discurso feminista está muy claro: puesto que no es posible abolir las injusticias suprimiendo las diferencias sexuales (¿quién podría hacerlo, o acaso querría?), suprimamos las diferencias de género, empezando por el lenguaje.

Porque es en el lenguaje donde con mayor claridad se perciben algunas de las pautas sociales que han contribuído a la infravaloración histórica de la condición femenina. Lo peor de todo es que estas influencias sesgadas actúan desde que el niño o la niña tienen uso de razón y, sobre todo, desde que aprenden a leer. Véase por ejemplo la forma en que se presentan en la literatura infantil los papeles estereotipados de ambos sexos: los hombres van a trabajar, las mujeres se quedan en casa. Véanse también los libros de texto utilizados en miles de centros de enseñanza elemental. Según un recuento de los personajes que aparecen en uno de esos libros, en el mundo habría el doble de niños que de niñas, y siete veces más de hombres que de mujeres.

En la lucha por sus derechos, las mujeres se han propuesto modificar deliberadamente el lenguaje: ojalá lo consigan, están en el buen camino. "Podemos encontrar nuevas palabras -dice una de ellas- para una sociedad más equitativa, en la que tanto las mujeres como los hombres puedan hablar libremente, una sociedad cuyas reglas lingüísticas las hagan las mujeres, tanto como los hombres."

Han empezado por la introdución del nuevo concepto de género, o más bien por la ampliación de su campo semántico. No pasa nada, no están destruyendo el lenguaje, no están derribando ningún templo sagrado. Hay que adaptar el lenguaje a la realidad, no lo contrario. Y la realidad está clara: no cabe ya atribuir la histórica discriminación femenina a las diferencias sexuales o genéticas. Aceptemos jugar en un terreno neutral: el del género.