Los bares de Buenos Aires tuvieron una especie de vida propia que reflejaba lo que sucedía afuera, más allá de las ventanas.
Mujeres (buenas y "malas"), amigos, el barrio, discusiones políticas, el último clásico corrido en Palermo, los goles de Labruna, literatura o tango eran tema corriente. También, como dice Discépolo, las mesas del boliche eran ideales para llorar una tarde cualquiera el primer desengaño, ese que fatalmente siempre se produce. Herederos de viejos establecimientos coloniales como El café de los catalanes, que abrió en 1799 en la actual esquina de Perón y San Martín, o el Café de Marco, ubicado en la ochava de la Santísima Trinidad y San Carlos (Bolívar y San Martín) -donde tipos como Bernardo de Monteagudo o Juan José Castelli desparramaban pasiones patrióticas en los años de la Revolución de Mayo-, los cafés se multiplicaron del centro a los barrios.
Del otro lado de la ciudad, en la Boca, las crónicas hablan de El Bar de la Negra Carolina (una morena que había nacido en Nueva Orleans), sitio que en realidad se llamaba "The Droning Maud", en cuyos rincones se instalaban marinos de todo el mundo. De acuerdo al relato de Jorge Bossio ("Los cafés de Buenos Aires", editorial Plus Ultra), una noche Carolina Maud atendió a un sujeto de extraños cabellos rubios y "extranjeros" ojos celestes, que perdía el tiempo acomodado en una pequeña mesa arruinada por las sucesivas quemaduras de cigarrillos. El hombre no era otro que Jack London, escritor que se haría conocido a través de libros como "Colmillo Blanco", "El llamado de la selva" o "Martin Eden", su autobiografía.
Alguna vez también pasó por allí Eugene O`Neill, dramaturgo norteamericano ("El emperador Jones", "A Electra le sienta bien") que ganaría el Premio Nobel de Literatura en 1936. Ninguno de los dos volvió a caminar por la calle Pedro de Mendoza, y la Negra murió en el Hospital Argerich en 1927.
Cada vez más lejos de su propia historia, los cafés de Buenos Aires han sufrido una violenta metamorfosis a partir de la década del `90.
Muchos ya habían desaparecido, mientras que otros aún permanecen transformados en otra cosa. Modernidad mediante y con personalidades difusas, todavía funcionan bares tradicionales como La Academia, la Premier, El Estaño, el Politeama, el Bar Suárez o La Paz, escondidos tras montañas de plantas (los parroquianos hasta pueden dudar entre pedir un cortado o un potus…), mozos enfundados en chalecos multicolores bien pegaditos al cuerpo, paredes color pastel y lámparas dicroicas. Parecen todos remodelados por el mismo arquitecto.
La ideal, Suipacha 380, permanece en cambio casi como en 1912, cuando se inauguró: sus pocillos saben que cualquier modificación sustancial hará olvidar que por allí pasaron Alfredo Palacios, Hipólito Irigoyen o Eva Perón. Las Violetas, lugar que Leopoldo Torre Nilsson eligió para filmar algunas escenas de "La mafia", no tuvo la misma suerte. Cerró en 1998, dejando huérfana a la esquina de Rivadavia y Medrano. El nuevo siglo le dio nuevos bríos, y Las Violetas reabrió con la decoración original de los pisos, la boisserie, las columnas y los vitrales.
La confitería El Molino, que desde 1905 funcionaba frente al Congreso Nacional y el mítico Los Angelitos de Rivadavia y Rincón, no tuvieron la misma suerte. El primero sigue con la persiana baja; el segundo, fue demolido.
El extraordinario Café Tortoni sigue abierto como si nada pasara, en Avenida de Mayo al 800, igual que hace cien años. Sus sillas todavía parecen estar esperando al poeta Raúl González Tuñón o a Carlos de la Púa, de vuelta de la redacción del diario Crítica. "Yo espero milagros -escribió Alejandro Dolina-. Milagros constantes y sonantes, no metáforas metidas a prodigio. Por eso elegí estas mesas, Tortoni. Aquí cuando un hombre vuela, es que araña el cielorraso".
Afuera, en los barrios, todavía queda tiempo para imaginar la madrugada o para recordar el sabor de un viejo cigarrillo Saratoga. En Mataderos, en el Bar Oviedo (en la esquina de Avenida de los Corrales y Lisandro de la Torre) aún se habla de cuando Nueva Chicago jugaba en Primera y de la goleada a Boca en cancha de Vélez.
Frente al Parque Lezama, en Brasil y Defensa, el Británico como aquellos días de 1928. Se puede jugar al ajedrez y tomar un café que se enfría despacito de tanto mirar por la ventana. Dicen que allí Ernesto Sábato garabateó los primeros manuscritos de "Sobre héroes y tumbas".
En el centro sólo La Giralda ha permanecido inmutable, con sus mozos vestidos de blanco; no es un "pizza-café" como sus "aggiornados" vecinos y tampoco es posible describirlo como acogedor o inhóspito, pero tiene algo de clásico, algo que lo distingue: no hay caminante de la calle Corrientes que al menos una vez por invierno no se detenga en él para disfrutar de un memorable tazón de chocolate caliente, siempre acompañado de sus correspondientes churros.