Traudl Junge (1921-2002) fue la secretaria privada de Hitler desde fines de 1942 hasta el fin de la guerra. Durante más de medio siglo se negó a hablar públicamente de sus experiencias. Poco antes de morir, sin embargo, aceptó conceder una serie de entrevistas a dos cineastas austríacos, André Heller y Othmar Schmiderer, que luego condensaron diez horas de material en los 90 minutos secos, austeros, estremecedores, de El punto ciego. El documental, que prescinde de toda imagen de archivo, de música y hasta de la intervención de sus realizadores, se limita a mostrar a Traudl Junge a los 81 años, exorcizando frente a la cámara sus días junto a Hitler. Lo que sigue es una selección resumida de sus recuerdos.
Conocía a Hitler por las revistas y por sus apariciones en público. Pero cuando lo vi personalmente, en cambio, era un hombre mayor, agradable y amistoso, que hablaba en voz baja y sonreía.
Sabía que en el lugar iba a hacer frío, porque a Hitler no le gustaban las piezas calefaccionadas. Me atendió muy amablemente; me dijo que no tuviera miedo, que yo no podría cometer tantos errores como él. Empezó a dictar, y a mí me temblaban tanto las manos que no le pegué ni a una letra. Miré la hoja: parecía chino. Pero gracias a Dios (o quizá, por lástima) en ese momento se fue a hablar por teléfono y yo pude traducir el dictado al alemán.
Cuando me preguntó si quería trabajar con él, agregó: “A veces tengo problemas cuando tomo secretarias jóvenes y bonitas, porque se me casan”. Y yo, en mi ceguera, le dije: “Mi Führer, ya viví 22 años sin un hombre. Para mí eso no es problema”. Se rió a carcajadas.
El corte ocurrió en febrero del ‘43, después de Stalingrado. Antes, Hitler comía con sus oficiales; ahora, en cambio, se le ocurría hacerlo con sus secretarias. Quería relajarse, que no le preguntaran por Stalingrado o esas cosas.
Nunca tuve la sensación de que persiguiera fines criminales a conciencia. Para él eran ideales, grandes objetivos. Y para cumplirlos caminó sobre cadáveres. Pero eso recién lo entendí más tarde... Cuando llegué al cuartel general, me dije que había llegado a la fuente de la información. Pero era el punto ciego. Es como en una explosión: hay un punto en donde reina el silencio.
Sus erres bien marcadas y sus rugidos, jamás se los escuché en privado. Hablaba suave, en ese estilo silencioso, austríaco... Usaba palabras que eran típicas de Austria. Fuera de sus problemas de estómago y de digestión, daba la impresión de ser muy saludable. ¡Con la vida insalubre que llevaba! Había que resistirla. No fumaba ni tomaba alcohol, pero eso no basta para dar salud... Dependía mucho de su gastroenterólogo. Todo el tiempo le prescribían pastillas para la digestión y para los gases.
Hitler no quería que lo tocaran. Tampoco usaba la ropa típica de Baviera; decía: “Tengo las rodillas demasiado blancas, soy tan poco deportivo...” También decía: “Eva quiere que me mantenga siempre con la espalda derecha, pero yo le digo: ‘Si vos llevaras en el bolsillo llaves tan pesadas como las mías...’”. Hablaba mucho de cosas privadas. Era un hombre prolijo. Se lavaba las manos cada vez que acariciaba a su perra Blondie. Blondie podía ser tema de conversación durante noches enteras. La creía una perra inmensamente inteligente y refinada. Y ella dependía mucho de él, aunque había sido entrenada por otro y Hitler no era el que la alimentaba...Blondie podía cantar. Aullaba, y Hitler le decía: “Blondie, cantá más profundo”, y ella bajaba un tono. Estaba muy orgulloso de que la perra lo obedeciera por completo.
Hoy todo suena tan anecdótico, tan banal. Esas facetas de su persona no tienen ya importancia. Para mí fue muy importante compartir con él esos rasgos humanos, pero hoy, al describirlos tan en detalle, casi me avergüenzo.