Es probable que su sentido del humor lo haya ayudado, y mucho, a pasar el invierno en un paisaje blanco y frío en el que el Sol apenas se anima a salir. El teniente de navío médico Juan Carlos Campana eligió quedarse a bordo del barco alemán Magdalena Oldendorff luego del frustrado intento de rescate del Almirante Irízar en la Antártida. Estuvo 200 días alejado de su familia, su novia, sus amigos. Ayer regresó a Buenos Aires con una sonrisa cálida y brillo en los ojos.
"No encontré otro barco atrapado... Se me terminaron las excusas: tengo que fijar fecha de casamiento", confiesa este chaqueño de 32 años, con la cuota de gracia que supo mantener en la charla con los periodistas que lo esperaron en Ezeiza.
Campana está en el salón Vip de la Fuerza Aérea del aeropuerto. Allí arribó procedente de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde se despidió de los 18 marines del Oldendorff. A fines de julio se sumó a esa tripulación para cubrir las emergencias sanitarias que pudieran presentarse. Y hace unos días, las condiciones favorables del tiempo permitieron que el buque empezara a navegar por sus propios medios y comenzó a traspasar las barreras de hielo.
El médico se saca la gorra del uniforme, la sostiene debajo del brazo y empieza a hablar: "Fue una experiencia personal única, enriquecedora". Destaca que fue en lo personal porque su tarea profesional no tuvo sobresaltos: "Atendí traumatismos, dolores musculares, algunas indigestiones", enumera. "Para ellos, tener un doctor a bordo fue como un talismán, casi una cuestión psicológica", define.
Cuando le puso palabras al momento que quedó grabado en su corazón, Campana se quebró. "La imagen de mis compañeros del Irízar saludando en el puente... la despedida de una familia, ¿entienden?" Y no pudo evitar las lágrimas.
El Irízar se fue y él se quedó en el enorme buque alemán conviviendo con marines de Polonia, Ucrania, Filipinas y Maldivia. El capitán era ruso. "Nos llevamos muy bien. Aprendí a hablar bastante inglés... también a mover las manos y hacer mímica. Era cómico oír cómo cada nacionalidad le imponía una entonación distinta a las palabras. Al final comprobé que, cuando hay buena onda, los que se quieren entender se entienden".
Cuenta que al cocinero filipino le enseñó a preparar empanadas y que lo convenció de abandonar la "barbacue" y armarse de paciencia para hacer un buen asado. A la tripulación le enseñó algo de español y le convidó mate. "Para combatir la vida sedentaria trotábamos en la bodega o salíamos a palear un poco de hielo. Los pingüinos que nos miraban pensarían que estábamos un poco locos", bromea el hombre que en unas semanas vuelve a trabajar en el Hospital Naval.
Estuvo en una zona helada, con temperaturas de entre 20 y 25 grados bajo cero, "cuando no soplaban vientos, porque a una velocidad de 10 kilómetros la sensación térmica puede bajar 10 grados más". Como médico, su principal tarea fue la prevención: estaba atento a que la tripulación usara guantes o se protegiera la vista para evitar que el frío los lastimara. También complicó la escasa luz solar. "Hace un mes le conté a mi papá que me sentía un poco egocéntrico porque el Sol empezó a aparecer y giraba a mi alrededor: lo veía un rato de un lado y después del otro".
Recuerda que cuando el capitán del Oldendorff pidió un médico él se ofreció porque, fundamentalmente, se sentía capacitado: ya contaba con la experiencia de pasar un invierno en la Antártida: fue en 1997, en el destacamento naval Orcadas.
"No me extrañó que eligiera quedarse en el buque. Sabía que si alguien iba a hacerlo, ése era Juanca", dice con algo de orgullo su novia desde hace seis años, Paula Petiet, que se suma al encuentro con la prensa junto con los padres del médico (es hijo único), Gladys y Juan Carlos Campana. Los cuatro se besan, se abrazan. Las cámaras siguen de cerca sus emociones. El joven médico que estudió en Corrientes se comunicaba con ellos por mail y por teléfono. En el barco no tenían radio ni TV (veían videos) y la única PC a bordo se usaba para enviar y recibir mails. "Con Paula nos escribíamos todos los días unos mails larguísimos, de hasta tres páginas. Y los sábados a las 7.30 de la mañana la llamaba por teléfono, ése era el horario establecido en el buque. Fui el despertador de los fines de semana: a mis viejos los llamaba los domingos también a las 7.30".
¿Pensabas llegar para pasar las fiestas con tu familia?, le preguntó Clarín. "No porque es difícil planear el regreso de la Antártida. Siempre decimos: Vuelvo cuando la Antártida nos deje".