Lo más habitual es considerarlo como descarga de afecto, lo cual pasa por alto el mensaje central que el llanto convoca. Considerar el llanto como conducta de apego permite al terapeuta identificar y evaluar diferentes tipos de llanto y de inhibiciones y prohibiciones del llorar. Judith Kay Nelson desarrolla desde la teoría y la clínica este particular modo de considerar el llanto.
El llanto adulto refleja la cualidad de las tempranas experiencias de apego y los vínculos adultos actuales. El llanto revela asimismo los estilos de apego de cada individuo.
La conducta de apego fue definida por Bowlby (1980) como "cualquier tipo de conducta que resulte en que una persona logre o retenga proximidad respecto de otro individuo diferenciado y preferido". El llanto es una conducta de apego que en la infancia es desencadenada por la separación y, durante la vida, por la pérdida.
Un signo distintivo de las conductas de apego de la infancia es que son, al menos en parte, estables respecto del ambiente, lo cual haría pensar en la existencia de un sustrato biológico (Bowlby, 1969; Simpson 1999): en toda cultura, al ser separado de su cuidador, el infante protesta, llora, grita... para encontrarlo (o hacerse encontrar). El llanto continúa siendo conducta de apego a lo largo de la vida.
Otro signo distintivo de la conducta de apego en la infancia es que dispara respuestas de cuidado en los adultos, especialmente en los padres. Los padres manifiestan alteraciones fisiológicas en respuesta al llanto, pero no ante niños que sonríen, tal como lo revelan diversas investigaciones al respecto. El principal estímulo sería el sonido del llanto. El llanto adulto también provoca conductas de cuidado en los otros pero, como es mayormente silencioso, el llamado al apego se transmitiría a través de la expresión facial, las lágrimas y la postura corporal.