Historia de las ideas psiquiátricas

La infancia bajo sospecha

Este trabajo recorre brevemente la historia de la construcción de la categoría de individuo peligroso dentro del discurso inaugural de la Criminología, establecido entre otros por Esquirol, y su posterior evolución hacia la noción de perversión, por medio de la cual, y a través del psicoanálisis, el estatuto de peligrosidad es transferido a la infancia.

Autor/a: Horacio G. Martínez*

Indice
1. Desarrollo
2. Bibliografía

En un texto póstumo de M. Foucault publicado en castellano, éste hace un estudio del surgimiento de la noción de individuo peligroso, rastreando para ello una genealogía que, teniendo sus orígenes en Esquirol y su categoría de monomanía instintiva, adquiere su apogeo 40 años después con los textos de la escuela de Antropología Criminal italiana (Foucault, 1981).
Para sintetizar los pasos de la investigación foucaultiana (de la cual podemos hallar paralelos en otros historiadores de las ideas psiquiátricas, como es el caso de Saurí o Vezzetti en nuestro país) puntuemos brevemente los hechos que entran en juego en ella:

Ø La necesidad que tenía la psiquiatría, a principios del siglo XIX, de legitimar su existencia, cuestionada desde la propia Medicina, hecho que la conduce hacia otros campos disciplinares en los cuales hallar tal legitimación.
Ø La dificultad concomitante ante la que se encontraba el derecho penal al tener que determinar el grado de responsabilidad de los autores de crímenes aberrantes que, careciendo de motivos (es decir, resultando irracionales) no provenían sin embargo de sujetos que presentaran signos de alienación.

Estas razones de circunstancia precipitan la construcción de una categoría especial, que reúne a su vez las siguientes características:

En primer lugar, viene a resolver un punto débil de la clasificación pineliana. Aquella, que dividía en dos el campo de las locuras propiamente dichas de acuerdo a un criterio cuantitativo (la cantidad de funciones del entendimiento que resultaban afectadas por el delirio: general en la Manía y limitado en la Melancolía) incluía una subvariedad bajo el nombre de Manía razonante que resultaba ser una afección "en la que las funciones del entendimiento están intactas y en la que no subsisten más que la alteración de la afectividad y la excitación, a menudo furiosa". Los retoques que Esquirol realiza a esta nosografía incluyen una revisión de la nomenclatura (conservando el término Manía para los delirios generales y reemplazando el de Melancolía por el de Monomanía, de más clara raíz cuantitativa) y una subdivisión del territorio de los delirios parciales: surgen así las Monomanías intelectuales (que afectan fundamentalmente a la razón, presentando en consecuencia delirios, ilusiones y alucinaciones), las Monomanías afectivas (alteraciones del carácter con conservación del razonamiento) y las Monomanías instintivas, en las que "el enfermo es llevado a actos que la razón y el sentimiento no determinan, que la conciencia reprueba, que la voluntad no tiene más la fuerza de reprimir".

El espíritu sensualista, que llevaba a estos autores a desconfiar de los grandes sistemas especulativos dando en sus obras, en cambio, una gran importancia a la observación y a la descripción, facilitó en ellos lo que podríamos dar en llamar una tentación adámica, si entendemos por tal la de sentirse el primer hombre que tiene el deber y el derecho de dar nombre a todas las cosas. (Recordemos, a este respecto, la pretensión de Condillac, maestro del sensualismo francés: La ciencia no es más que una lengua bien hecha). De esta forma encontramos coherente la crítica que Esquirol hace a un colega al discutir el diagnóstico que éste había realizado a un homicida: "Lejos de compartir la opinión del Dr. B. que al no poder clasificar el estado anormal de R. en ninguna de las grandes divisiones en que se reparte la locura, lo declara sano de espíritu, como si las divisiones establecidas por los nosógrafos fueran algo más que un simple medio de clasificar los hechos y facilitar su estudio, pero sin pretender en ningún momento imponer a la naturaleza límites que no pueda franquear(...)"

A partir de aquí, y poco a poco pero sin tregua, la psiquiatría dará argumentos al derecho penal para construir la noción de peligrosidad: la potencialidad criminal de ciertos individuos, sólo evidente al ojo experto que debe entonces ejercer una función de control social. Esto justifica el pasaje de la llamada Escuela Clásica del Derecho Penal a la Escuela Positiva, es decir el pasaje de la consideración del delito como un ente que era valorizado como acto con independencia del autor, a una doctrina que "se orientó casi exclusivamente hacia el delincuente, tratando de hallar en sus características morfológicas y psíquicas la explicación de su acción antisocial" (Bonnet, 1967). Del acto al autor, del objeto al sujeto y, finalmente, del hecho efectivo a su realización potencial: es allí (con Garófalo) donde surge la noción de temibilidad y se abre, a partir de ella, el aspecto preventivo de la Criminología.

El individuo peligroso será catalogado de perverso, en la medida en que la Perversión es caracterizada como la realización de conductas desviadas respecto de una norma preestablecida "resultante de la liberación pública o privada de determinadas tendencias o instintos" (ídem anterior, pág. 590). Asistimos así al planteamiento de un problema crucial para los intelectuales post-revolucionarios: se trata del debate en torno a las libertades individuales y a la vida en el seno de las sociedades modernas, en donde todos tienen los mismos derechos y se hacen garantes de un pacto que busca imponer el bien general por sobre el bien particular. Si no se la piensa en relación con ese telón de fondo, es posible que la temática de los instintos presente un falso tono biologista. Pero, a mi entender, la preocupación por el instinto resulta de una búsqueda de explicación -que recurre a la metáfora biologista por ser ella, en ese momento, un instrumento válido para realizar análisis sociales- de un problema que podemos plantear sintéticamente a través de una pregunta: ¿cómo logra el individuo instaurar la norma social como guía de su acción individual? La respuesta se busca por el lado de la educación, desplegándose una oposición, clásica a partir de entonces: lo normativo enfrentado a lo instintual, o de otro modo, cultura versus naturaleza, razón versus pasión, civilización versus barbarie.

Comienza entonces, concomitantemente, la preocupación por la infancia. Rousseau, en muchos sentidos un precursor al ocuparse medio siglo antes de los problemas que luego desvelarían al pensamiento post-revolucionario, también lo será en este terreno al publicar su Emilio en 1761. Problemas conexos tratarán, aunque desde muy opuestas posiciones, Kant con su Crítica de la Razón Práctica (1788) y Sade con su Filosofía en el tocador (1795). Pero deberán pasar cien años para que el tema reingrese al campo de la psicopatología de la mano de Freud, reuniendo infancia y perversión. En el primero de sus

Tres ensayos de teoría sexual (Freud, 1905), y retomando posiciones ya clásicas en la materia, de Krafft Ebing, define a la sexualidad reglada por el instinto, el cual establece la meta a alcanzar: la reproducción de la especie. Así, la sexualidad será entendida como el aspecto colectivo que mora en cada individualidad, el plasma germinal que busca extender indefinidamente el dominio de la especie a expensas de los individuos (dando de esa forma el modelo para la primer teoría del conflicto psíquico: el yo -es decir, las fuerzas individuales que luchan por la autoconservación- versus la sexualidad, que impone los designios de la especie). En este esquema la perversión será entendida como desviación de los fines pulsionales, bien respecto de la meta (=reproducción), bien respecto del objeto (=sexo opuesto).

En el segundo ensayo, dedicado a la sexualidad infantil, Freud postulará, con un rigor de hierro, el siguiente razonamiento: si en la infancia hay sexualidad, ésta no puede sino ser perversa, en la medida en que no halla forma de acceder a la finalidad reproductora. La perversión logra así un peculiar estatuto de universalidad, poniendo en crisis el criterio de peligrosidad esgrimido por la Escuela Positiva.

Pero en poco tiempo el arsenal preventivo buscará otra presa a quien dirigir sus acciones: la preocupación del nuevo siglo recaerá en el niño, perverso polimorfo, pequeño rufián incestuoso capaz de albergar los más feroces e indestructibles deseos. Las tradiciones teóricas postfreudianas son herederas de esta problemática, aportando cada una de ellas diversos tipos de soluciones al respecto. La línea inaugurada por Anna Freud hará hincapié en la necesidad de asumir, en el tratamiento psicoanalítico con niños, una actitud pedagógica que busque reforzar el superyó del niño, entendido sólo en su faz de Conciencia moral, línea que será continuada luego por la Escuela Psicoanalítica del Yo y su búsqueda de un resultado terapéutico adaptativo. Otra línea, más vinculada a los planteos lacanianos, verá en la familia y, dentro de ella, en el ejercicio de la función paterna, la manera de contrarrestar el deseo incestuoso que late, indestructible, en el niño, arrojándolo a los brazos de una madre devoradora y psicotizante.

Por último, la corriente kleiniana complejizará su análisis al tomar en cuenta la última teoría pulsional freudiana, que opone dos grandes grupos de instintos: Eros y Thánatos. Al entender que el núcleo del superyó se forma por la introyección (con fines defensivos del control) de la pulsión de muerte (tendencia más antigua que la vida -Eros- que busca recuperar el estado inicial de la sustancia), resultando por tanto un superyó de características sádicas que ejerce su despotismo sobre el yo, Klein da un primer paso para constituir su teoría de la delincuencia. Ésta toma un viejo planteo freudiano -el de los delincuentes por sentimiento de culpa (Freud, 1912)- y concluye que la conducta criminal no es producida por una falta de conciencia moral sino, al contrario, por la búsqueda de un castigo: es preferible, para el criminal, soportar la pena concomitante a la realización de una acción delictiva concreta, que padecer los incesantes embates de un superyó sádico y desenfrenado que culpabiliza a un yo inocente y aterrorizado.

Dentro de la misma corriente, Donald Winnicott postulará la causa de la delincuencia en una falla ambiental: el niño necesita contar con un ambiente facilitador que tolere y soporte sus agresiones, que resultan ser expresión del instinto de muerte. La confianza en el medio sobrevendrá luego de la reiteración exitosa de experiencias de destrucción y sobrevida (Winnicott, 1971). Así, la llamada conducta antisocial será interpretada por este autor como un signo de esperanza, en la medida en que representa un mensaje que el niño dirige al medio, esperando recibir de éste aquello acerca de lo cual se siente privado. No son ni el Psicoanálisis ni la psicoterapia los encargados de resolver ese problema: es la propia sociedad la que debe encontrar una respuesta al problema que ella misma generó (a través de una de sus instituciones esenciales: la familia).

En un periplo de 100 años, el problema de las conductas criminales es devuelto al seno de la sociedad. Podemos hallar, también en esto, una razón histórica: la posición de los analistas de la Psicología del Yo se desarrolla, durante la postguerra, en los Estados Unidos, mientras que el kleinismo subsiste en una Europa desolada, y en un país -Inglaterra- que es refugio de niños que han perdido a sus familias y a sus hogares.

La Psicología del Yo desconoce la pulsión de muerte, y cree que el conflicto se subsana con la adaptación de las tendencias individuales a las exigencias del medio social. El kleinismo hace, por el contrario, de la pulsión de muerte el centro de sus teorizaciones, enfrentando así un problema teórico de difícil solución en la medida que, como Freud mismo lo había sugerido, parece no haber exterminio posible y mucho menos total del mal, expresión mundana de tal pulsión. Y de eso la guerra resulta un gran ejemplo. Mientras que los Estados Unidos resultaron victoriosos de una contienda en la cual sus territorios, población y ciudades permanecieron intactas, los europeos, tanto de uno como de otro bando, fueron testigos de la devastación sin sentido, del exterminio atroz, del racismo y la intolerancia más implacables. Parece lógico que desconfiaran entonces de la sociedad y de sus normas, vislumbrando el lado oscuro que alienta tras la fachada de honor y respetabilidad que la comunidad post-revolucionaria presenta. Al interrogarse por el futuro de esos niños sin hogar ni familia, supusieron, latiendo en ellos, al germen de la discordia, bajo la forma de un quantum pulsional de pura destrucción, o bien bajo la figura de un trauma imposible de reparar por la psicoterapia, y que arremetería su furia sobre aquello que lo originó. 

*Profesor adjunto de las cátedras Desarrollos del Psicoanálisis y Modelos en Psicopatología y de los seminarios de ámbito Clínica Psicoanalítica e Historia de las ideas en Psiquiatría Legal y Criminología de la Facultad de Psicología de la Universidad Nac. de Mar del Plata.