“No somos gran cosa, y mi amiga la rosa me lo dijo esta mañana”. Con esos versos arranca Mon amie la rose (1964), una canción compuesta e interpretada por Françoise Hardy en la que la flor le cuenta a la cantante su breve historia, desde la belleza naciente al inexorable deterioro, con la finitud como la única certeza posible y también, como liberación. Hoy, a sus 77 años, Françoise Hardy quiere morir. Aquejada por un cáncer terminal, pide la eutanasia para partir dignamente y dice no tener miedo a la muerte, pero sí a sufrir.
“Me abrí feliz y enamorada a los rayos de sol. Me cerré por la noche, me desperté vieja. Sin embargo era muy bella. Sí, era la más bella de las flores de tu jardín”, sigue la canción. Y comparar es inevitable. Nacida el 17 de enero de 1944, Françoise Hardy no solo posee un talento excelso, sino también uno de los rostros más bellos jamás conocidos. En Francia, ella se creía poco atractiva, tímida y solitaria, pero durante una gira a Inglaterra su autopercepción cambió. Llegó a decir: “Sentía que los periodistas se interesaban mucho más por mi aspecto que por mis canciones”. Y más allá de su voz suave y sus letras profundas, con las que parecía tener el éxito ganado, dijo: “Si hubiera medido 1,20 metros y hubiera pesado 100 kilos, ciertamente no hubiera seguido la misma carrera”.
Es que sus canciones, como sus frases, siempre se mantuvieron al margen de la hipocresía. Basta escuchar temas como Voilá (Ya está) o Message personnel (Mensaje personal), para notar que hablan del amor contenido, ese que se calla, pero que quiere salir a los gritos como una sentencia inevitable. Que Hardy haya sido catalogada como referente del pop romántico francés es, al menos, insuficiente. Su calma al cantar era el disfraz que disimulaba, tal vez sin quererlo, las heridas que forman parte de nuestra existencia, sin excepción. “Mira, el Dios que creó, me hace inclinar la cabeza, y siento que me caigo. Mi corazón está casi desnudo, tengo un pie en la tumba, ahora ya no soy. Tu me admirabas ayer y yo seré polvo mañana, para siempre”, había dicho la rosa en 1964. Y tenía razón.
A principios de 2021, Hardy brindó una entrevista a la revista Femme Actuelle en la que reveló el padecimiento que vive desde que se le diagnosticó un cáncer de faringe en 2018. En sus palabras, sus días son “un infierno” tras los efectos de su tratamiento: carece de saliva, no puede tragar, sufre hemorragias nasales, presenta dificultades para hablar y quedó sorda de un oído. Por eso es que pide ayuda para poner fin a sus días, de la misma forma que ella lo había hecho con su madre, víctima de una afección degenerativa. “Ella padecía la enfermedad de Charcot y tuvo la suerte de encontrar un médico que le aplicó la eutanasia con mi ayuda cuando ya no podía ir más lejos”, recordó.
“Me gustaría tener esta oportunidad, pero dada mi (pequeña) notoriedad, nadie querrá correr el riesgo de que le expulsen del ejercicio de la medicina”, tipeó Hardy en su entrevista por mail. Y si bien la mayoría de los ciudadanos franceses están a favor del suicidio asistido, la legislación no lo permite. De hecho, en abril pasado, la Asamblea Nacional gala rechazó un proyecto de ley para despenalizar esta práctica.
La eutanasia es legal en siete países: Holanda, Bélgica, Luxemburgo, España, Canadá, Colombia y Nueva Zelanda (a partir de noviembre). En muchos otros se contempla la muerte digna (con el retiro del soporte vital), las directivas anticipadas (que contemplan asentar de antemano la voluntad de rechazar determinados tratamientos) y los derechos del paciente (en torno a la capacidad de decidir sobre su propio cuerpo). El suicidio asistido aún continúa atravesado por posturas a favor y en contra, con argumentos desde médicos hasta morales y religiosos.
Hoy Françoise Hardy no puede cantar, pero sí puede escribir en su computadora. Tal como lo hizo siempre, busca ponerle palabras precisas a lo que tanto se silencia. Pide por ella y por los que ya no se sienten como sí mismos, cuando no queda más por hacer. “No se trata de que los médicos accedan a todas las peticiones. Se trata de acortar el sufrimiento innecesario de una enfermedad incurable desde el momento en que se vuelve insoportable”, subrayó.
Mon amie la rose termina con la bella imagen de la luna velando a la flor y con el sueño de la cantante, que imagina el alma radiante de su amiga, que baila y sonríe una vez que se despojó de sus pétalos marchitos y su tallo agrietado. Hardy, también quebrada, busca la misma liberación, un cierre, un sueño eterno. Después de todo, la finitud es la única certeza posible.