“El veneno del cólera…debe necesariamente tener algún tipo de estructura, muy probablemente la de una célula”. John Snow
John Snow, oriundo de York y nacido en 1813 fue el hijo mayor de un granjero que provocó grandes cambios respecto a nuestra concepción al modo de propagación de una enfermedad infecciosa, la necesidad del saneamiento, y la importancia de la epidemiología como disciplina científica. Después de una educación en la que mostró aptitudes matemáticas, el joven comenzó a vincularse bien temprano con la medicina en Newcastle upon Tyne. Posteriormente fue estudiante de la Hunterian School of Medicine de Londres y en 1838 pasó a ser Miembro del Real Colegio de Cirujanos, mientras que varios años después llegaría a ser presidente del Colegio Real de Médicos y uno de los fundadores de la Epidemiological Society de esa ciudad.
Si bien Snow ya había experimentado algunas escaramuzas con el cólera durante los años 1831-32 en ocasión de un brote ocurrido en la mina de Killingworth en el norte de Inglaterra, la gran afrenta se produjo como médico Londinense donde tuvo que vérselas de lleno con las desventuras que esto acarreaba.
Desde su perceptiva habría de tratarse de un problema digestivo probablemente transmitido por alimentos o bebidas contaminadas, lo cual confrontaba abiertamente con la opinión de grandes expertos quienes lo consideraban como una enfermedad sanguínea y la mentada la teoría de los miasmas. Los malos olores, asociados con la podredumbre y la descomposición, se venían relacionando desde hacía mucho tiempo con padecimientos de variada índole. Durante siglos se había sostenido que las enfermedades eran causadas y propagadas por una mezcla de vapores malolientes, y posiblemente estructuras diminutas.
La noción de que el aire venenoso era causante de dichos males provenía de observaciones donde estos eran más comunes en áreas atiborradas de personas y en lugares bajo condiciones insalubres signadas por la putrefacción, moho, excrementos y efluvios nauseabundos. Ya en el medioevo, el crecimiento de los pueblos y las ciudades conllevaba un aumento en los brotes de enfermedades como la peste, la tuberculosis, y el cólera. Tampoco faltaron quienes apuntaban a que este último era causado por una producción excesiva de bilis; el término "cólera" deriva precisamente del griego “khole”, que significa enfermedad biliar.
La larga historia de este padecimiento está salpicada, igualmente, por algunos elementos un tanto desorientadores puesto que otras afecciones de diferente etiología compartían una sintomatología parecida. Empero, el cólera exhibía una trayectoria claramente secular a juzgar por registros de la India, que datan de alrededor del año 1000 d.C., donde se describe una enfermedad caracterizada por gran diarrea y vómitos, seguido de deshidratación y, a menudo, la muerte.
En el siglo XVIII, y gracias al reconocimiento de muchos entes microscópicos nunca vistos, se redefinió la teoría del miasma. Se postuló pues que las emanaciones venenosas y las partículas minúsculas del material pútrido, demasiado pequeñas, pero igualmente ofensivas, se liberaban en el aire, para penetrar en el cuerpo y ocasionar tal o cual afección. Como ya adelantáramos, para Snow, sin embargo, la evidencia no era compatible con este aire pestilente, en parte porque los síntomas iniciales del cólera se localizaban en el tracto intestinal, más que en los pulmones.
En 1849, durante un brote de esta enfermedad, había dado a conocer su visión respecto a la transmisión del mismo, y su supuesto de que el agente responsable estaba presente en las evacuaciones y era principalmente adquirido al ingerir aguas contaminadas. Cinco años después, específicamente en el verano de 1854, el mal volvió a azotar Londres. El brote del Soho sobre finales de agosto fue repentino y violento. En los días siguientes fallecieron más de 100 personas y, después de dos semanas, el número de víctimas superaba las 500. Con la intención de demostrar su hipótesis acuosa, Snow identificó las viviendas donde se habían producidos los decesos e investigó las bombas de las calles en las cuales se extraía el fluido.
Gran parte de los difuntos se ubicaban alrededor de Broad Street y al preguntar a los vecinos, con la ayuda del reverendo Henry Whitehead, Snow fue informado que el agua proveniente de ese lugar había salido turbia y maloliente durante varios días. Para detener la propagación de la enfermedad, propuso quitar la manija y así evitar que las personas la siguieran utilizando. Los casos de cólera comenzaron a remitir de inmediato, aunque Snow admitió que el número de pacientes ya venía en disminución, quizás porque muchas personas huyeron del área o los más susceptibles ya habían fallecido.
Snow aplicó un enfoque claramente epidemiológico, visitó las viviendas y entrevistó a sus moradores a la par de interiorizarse sobre el sistema de suministro y la eliminación de los líquidos residuales de la zona. Registraba información y era muy hábil en el análisis de los datos a la vez que trazó las ubicaciones de los decesos en un mapa, demostrando visualmente el vínculo entre las defunciones y la mentada bomba. Las investigaciones finalmente mostraron que el pozo de Broad Street, con 9 metros de profundidad, estaba muy cerca de otro más viejo con fuga de excrementos el cual habría contaminado al primero. También advirtió que los no afectados habían utilizado agua de sus propios pozos.
En 1855, publicó una edición revisada “Sobre el modo de comunicación del cólera”, pero sus ideas continuaron siendo subvaloradas. Para sumar disgustos, en ese mismo año se topó con un trago amargo, en ocasión de ser llamado a aportar pruebas en relación con los peligros que había anunciado. Su explicación, fue recibida con mucho recelo por varios miembros del Parlamento, quienes consideraban sus argumentos como insuficientes de haber desencadenado la epidemia. Los legisladores tampoco habrán querido ponerse a discutir sobre los altos costos de las obras públicas para suministrar agua potable y una eliminación higiénica de las excretas. Asimismo, había empezado a circular una propuesta del médico William Budd, radicado en Bristol, el cual inculpó a un hongo como causante del brote.
De un modo que desafía el entendimiento, la teoría del miasma siguió prevaleciendo y solo se puso en tela de juicio ante el cuestionamiento planteado por los experimentos de Louis Pasteur en la década siguiente. Para ese entonces, Snow ya había muerto de un derrame cerebral a la edad de 45 años. Desaparición que quizás truncó la posibilidad de que llegara a identificar al agente etiológico.
Por suerte el impacto del cólera en el siglo XIX dio lugar a una intensa investigación y prolongados debates académicos. A mediados de dicha centuria cuando la enfermedad arribó a Florencia, el gran microscopista Filippo Pacini, se dispuso a realizar autopsias en las víctimas. El estudio de los intestinos lo llevó a aislar una bacteria en forma de coma, perteneciente al grupo de los bacilos, al que llamó Vibrio; pero lamentablemente sus hallazgos no tuvieron la debida trascendencia.
En 1883, y varias décadas después de los hallazgos de Pacini, el médico alemán Robert Koch reinició las investigaciones sobre el microorganismo potencialmente etiológico. Viajó a Egipto, donde la enfermedad estaba muy extendida, y volvió a arremeter con las necropsias. Al igual que el Florentino por adopción, también encontró bacilos a nivel de la mucosa intestinal. Prosiguió sus investigaciones en la India y finalmente consiguió que la bacteria creciera en un cultivo con su distintiva característica en forma de coma.
La comunidad científica aceptó los hallazgos de Koch y se lo reconoció como el descubridor del agente causal del cólera por lo que la teoría del miasma finalmente recibió su certificado de defunción y fue reemplazada por la microbiológica que iría ganando más y más protagonismo en la variada gama de enfermedades infecciosas. Ello no quita que las medidas de salud pública “anti-miasmáticas”, hayan sido beneficiosas, al haber contribuido a eliminar las animálculas.
En honor a la verdad también debemos mencionar a otros pioneros “sanitizantes” como el danés Peter Anton Schleisner, quien redujo la incidencia del tétano en los recién nacidos de Islandia mediante la introducción de medidas de higiene, y ni que hablar del húngaro Ignaz Semmelweis, con su exitosa intervención sobre la sepsis puerperal al incorporar métodos de desinfección como el lavado de manos.
Pero volvamos a nuestro protagonista, el trabajo de Snow lo indujo a ser uno de los grandes impulsores de la Sociedad Epidemiológica de Londres, orientada a un examen riguroso de las causas y condiciones que influyen en el origen, propagación, y consecuentemente prevención de enfermedades. Una de las herramientas principales fue el estudio de certificados de defunción y registros civiles, cuyo uso, con fines médicos, había arrancado con John Graunt en el siglo XVII. Históricamente, cada parroquia era responsable de registrar nacimientos, defunciones y matrimonio, pero Inglaterra y Gales introdujeron un banco de información nacional, que permitió rastrear las tasas de mortalidad y las tendencias de las enfermedades de manera más efectiva. Estos cambios fueron de enorme ayuda cuando se comenzaron a estudiar sus patrones de transmisión.
En 1936 Broad Street pasó a llamarse Broadwick Street y en 1992 se instaló una bomba conmemorativa cerca del sitio original, el lugar donde, se podría decir, nació la epidemiología muy alentada por el descubrimiento de las bacterias y su vinculación con enfermedades que ahora pasaban a tener un agente etiológico.
Aun cuando existe un primum movens, la disciplina habla de causas, sabedora de que en la génesis de este tipo de enfermedades no todo se restringe al microorganismo en cuestión. Desde una aproximación fisiopatológica nos topamos con un entramado de redes causales en la cual participan factores más primigenios, por ejemplo, los constitucionales y por supuesto aquellos más cercanos en la relación temporal como los patógenos. Por otro lado, cada vía o red involucrada puede tener múltiples componentes interactivos que en función de los desbalances generados definirán las características clínicas de la afección.
Por lo intrincado del caso, es probable que resulte más sencillo delinear razones o factores contribuyentes que establecer principios inmutables de inferencia causal, suponiendo que ello sea así. Hume, Russell y Popper entre otros han advertido que la inducción, la predicción de eventos futuros sobre la base de caminos transitados, no es un salvoconducto que indefectiblemente nos conduce a buen puerto. La perspectiva de conjetura y refutación de Popper es un intento válido para resolver los cuestionamientos que planteara Hume, aunque algunos tienen sus reservas. Algunos han argumentado en contra de la existencia de reglas inferenciales, y otros creen que la cuantificación de la incertidumbre, la valoración de los sesgos, los abordajes Bayesianos y hasta el machine learning, podrían constituir en su conjunto lo más aceptable de todas las soluciones imperfectas.
Aun cuando las herramientas son mucho más sofisticadas, la fuerza disruptiva, propulsora y orientadora sigue siendo la misma que movilizó a John Snow para correr nuestra frontera de conocimiento, por supuesto sin perder de vista que las incomprensiones y resistencias no son historias del pasado.
Sus correrías anestesiológicas Durante la década de 1840, Snow desarrolló un interés por la anestesia. El uso médico de sustancias químicas para atenuar el dolor e inducir la inconsciencia era un área de investigación muy sonada en ese momento. En 1846 llegaron noticias desde Boston, señalando que el éter se podía utilizar con seguridad como anestésico en odontología y cirugía general. Snow se interesó ávidamente y comenzó a diseñar su propio dispositivo de administración. Asimismo, probó nuevos gases, especialmente cloroformo, en animales y en él mismo (hoy se piensa que ese tipo de auto experimentación puede haber exacerbado problemas de salud preexistentes y acelerado su muerte por una insuficiencia renal sumada a un accidente cerebrovascular). Sus contribuciones fueron fundamentales para que los anestésicos fueran más efectivos y aceptables. En 1853 administró cloroformo a la reina Victoria durante el nacimiento del príncipe Leopoldo y volvería a hacer lo mismo en 1857 para el parto de la princesa Beatriz. |