Historia de cirujanos | 09 MAY 21

"Clamp"

La vida en una guardia hospitalaria donde el vértigo y la violencia son el paisaje de cada jornada
Autor/a: Guillermo Barillaro 

Cerca de la medianoche del viernes en la guardia del HGU. En un alto del fuego aprovechábamos para cenar, cuando de pronto Ferguson, el histórico traumatólogo de esa guardia, me dijo entre la séptima y octava porción de pizza que estaba comiendo:

—Nosotros tenemos que tener ese fierro.

Me sorprendió su brusca declaración, dejé de masticar  y me quedé mirándolo. Recordé fugazmente la reunión secreta de alguna película, en la cual la banda de asaltantes planeaba un golpe y procuraba conseguir armas para ese fin. E imaginé al gigantesco Ferguson como al jefe de esa banda.

Pero el traumatólogo se refería a otra cosa.

—Nosotros tendríamos que tener el C-clamp... Este es un hospital que atiende muchos traumatizados, nosotros vemos muchas fracturas pélvicas, y ese clamp es un elemento que debería estar a mano.

Ferguson hablaba acerca de uno de los grandes cucos del mundo del Trauma: las fracturas inestables de pelvis. Y él y yo compartíamos el interés y la preocupación  por ese tópico maldito. Lo habíamos  hecho desde la teoría cálida de una sobremesa, en cualquier noche de guardia. Y lo habíamos hecho desde la práctica sangrienta y agitada en el quirófano contra ese jinete del apocalipsis, ese enemigo cruel que resultaba ser siempre ese tipo de  fracturas. Una figura oscura, un centauro despiadado, que a todo galope  parecía acercarse y abatir su guadaña  pesada sobre quienes habían caído en una colisión de tránsito.

Con el paso de los años esos traumatismos nos habían retado desde su anatomía y fisiopatología intrincadas, y acabarían generando en nosotros un magnetismo solo comparable al de otros daños desafiantes, como lo eran las heridas de grandes vasos, las laceraciones cardíacas  o los golpes duros sobre el hígado. Era una de las causas más letales de hemorragia no compresible del torso, continuaba poniendo a prueba el despliegue de todos los recursos y castigaba a los pacientes con una alta mortalidad. Y todo eso, había convertido a esa lesión en una de las grandes bestias negras del Trauma.

Pero la complejidad del asunto no terminaba con la naturaleza de dicha lesión. Asistiendo a uno tras otro de esos pacientes comprendimos  que se trataba de uno de los ejemplos más emblemáticos de la necesidad de manejo multidisciplinario ajustado. Durante muchos años había sido una patología que era abordada  por los traumatólogos casi en soledad, y recordaba esa etapa que había coincidido con los años en que Ferguson y yo habíamos sido residentes en el HGU. Los cirujanos  no solían involucrarse desde el inicio con estos pacientes, y solo acudían si los llamaban  ante el diagnóstico de alguna lesión asociada.

Morder el polvo de la derrota en muchas oportunidades y reflexionar amargamente en el vestuario luego de cada deceso, comenzó a gestar una actitud distinta en nosotros. Les solicitamos a los traumatólogos que nos avisaran ante el ingreso de cualquier paciente con una fractura de pelvis y empezamos a clasificarlos de acuerdo a su gravedad y tipo de fractura. Desde el servicio de cirugía organizamos un ateneo denominado “El trauma pelviano está matando gente”, junto con los servicios de emergencias, cuidados intensivos y traumatología. Una residente de cirugía, Lorena TR, expuso en la biblioteca del HGU una revisión  extensa del tema y acordamos un protocolo de acción basado en los recursos de nuestro hospital. El manejo de esas lesiones comenzó entonces a tornarse más organizado y sistemático. Siempre  se  había tratado de un enemigo poderoso, pero acercarnos al mismo comenzó  a revelarnos como debían ser nuestras fortalezas.

Adoptamos las nuevas modalidades de reanimación, las cuales restringían el uso de cristaloides y transfundían agresivamente hemoderivados, en proporciones casi iguales de sangre, plasma y plaquetas. Nos aferramos  al uso de la compresión circunferencial pélvica con una sábana, con la misma fuerza con la que ese dispositivo sudamericano  intentaba cerrar la pelvis, y la dejábamos colocada hasta el momento mismo en que se realizara en el quirófano la fijación ósea con tutores externos. Nos esforzamos para descartar cualquier lesión extrapélvica  cuya importancia pudiera  influir en el manejo global, y para ese fin recuperamos al lavado peritoneal diagnóstico y explotamos la tomografía de cuerpo entero. El lavado peritoneal era un recurso al cual muchos ya habían dado por muerto, pero que nosotros en realidad nunca habíamos abandonado del todo. Comenzamos a utilizarlo en los  pacientes con fracturas pélvicas y shock, y nunca nos fallaría a la hora de tomar decisiones con respecto a si abordar primero la fractura pélvica o el abdomen, en esos casos conflictivos de lesiones sangrantes combinadas. Por otro lado, en los pacientes hemodinámicamente normales el empleo de la tomografía de cuerpo entero, o pan tac como le decíamos, nos permitió evaluar por completo a esos pacientes y buscar sangrados ocultos a través de extravasaciones del contraste vascular.

Y para el manejo del  sangrado pélvico íntimamente relacionado con la fractura, echamos manos a todo el arsenal hemostático de una sola vez, acción a la que llamaríamos poner toda la carne en el asador. Comenzamos a asociar de modo sistemático   la fijación ósea externa con el packing pélvico preperitoneal, recurso que venía de Europa y que resultó ser todo un descubrimiento para nosotros. Consistía en un taponamiento con gasas que colocábamos por dentro del anillo pélvico, en íntimo contacto con el hueso y con los vasos que sangraban, y se transformó rápidamente en otro caballito de batalla para esos cruces de altísimo riesgo.

Entonces la mortalidad de las fracturas pélvicas inestables, asociadas con shock, comenzó lentamente a disminuir, a la vez que siempre había dentro de la asistencia algo para mejorar o pulir, o bien algo nuevo para conseguir. Un nuevo ateneo de actualización del tema, años después, lo decía todo desde su título: “El trauma pelviano sigue matando gente”.

Entonces, era bienvenido todo lo que sumara en esa lucha desigual, tratando de salvar a pacientes que arribaban cerca de la exsanguinacion.

Así fue como Ferguson trajo la idea de conseguir un C- clamp. Se trataba de una gran pinza pélvica, que tenía cierto  uso en Europa como instrumento de estabilización de emergencia para fracturas del anillo pélvico. Era una especie de compás gigante que abrazaba a la pelvis por detrás, y por ello su principal indicación estaba dada por las disrupciones posteriores, entre el sacro y el hueso ilíaco.

—No es para cualquier fractura pélvica…—le comenté a Ferguson, traduciendo mis pensamientos mientras visualizaba lo que él me explicaba.

—Pero tenemos que tenerlo, es un fierro bárbaro. Lo ponés y te cierra la pelvis atrás — hizo un gesto de pinza digital con sus dedos pulgar e índice, apretando una aceituna— en esos casos de inestabilidad posterior que suelen asociarse a sangrados difíciles de controlar. Y si estás entrenado, se puede aplicar rápidamente, incluso en el shock room…

El tema comenzó  a interesarme y pensé en como hacernos de ese clamp.

— ¿Y cuánto cuesta?  —pregunté, como si estuviera por comprar algo en el buffet del hospital.

Ferguson mencionó una cifra que me pareció increíble.

—¿¡Qué?! No te puedo creer…Eso es más de cinco veces nuestro sueldo mensual.

—Yo lo que no puedo creer  es que en este país no se compren estos recursos para los hospitales—afirmó Ferguson, mientras abría otra caja de pizza— ….¡Porque en este país hay guita!

Recordé de pronto charlas similares, interminables, con muchos compañeros, en medio de las guardias y a lo largo de tiempo. Me parecía  un nuevo deja vu acerca de un tema insoluble, y traté de no pensar en ese callejón sin salida y frustrante.   

—¿Y cómo pensabas conseguirlo?

Ferguson terminó de incorporar en sí mismo otra porción de pizza, y me respondió:

—Ya lo tengo en marcha. Conozco a un muchacho que está en la recta final de su carrera de ingeniería. Solo le falta la tesis. Y su tesis va ser el diseño de este clamp… Lo hablé con él, y está entusiasmado. Después, veremos la fase de la calibración del clamp y del chequeo de su  funcionamiento.   

El relato  de Ferguson me hizo sonreír de inmediato. Noté su característica afición de traumatólogo por el instrumental y material especiales que usaba para trabajar con los huesos. Y por otro lado celebré esa conversación, porque no todos los días uno se encontraba con un compañero de guardia tan enfocado en la lucha contra el Trauma.

La madrugada luego nos distrajo y nos introdujo en otras áreas. El alcohol y la velocidad trajeron fracturas expuestas para Ferguson, y el alcohol y la violencia  me proveyeron a mí de lesiones penetrantes abdominales. Terminamos de operar con la salida del sol, y luego fui a la sala de residentes para el Ateneo de Trauma. En esa mañana ya me había olvidado del tema de las fracturas pélvicas, quizás porque en esa noche no nos había llegado ninguna.

Pero en el sábado siguiente Ferguson me demostraría que estaba decidido con su objetivo de mejorar la asistencia del Trauma pélvico. Su turno de guardia ya había finalizado, pero se quedó un rato más en esa mañana. Había citado a Maximiliano, el inminente  ingeniero, para que nos encontráramos los tres. Fuimos a la sala de residentes de Traumatología en el primer piso, y allí Ferguson le explicó en detalle a Maximiliano acerca de las fracturas pélvicas inestables y del famoso C-clamp. El muchacho era un joven muy alto, y escuchaba en silencio los conceptos del traumatólogo experimentado.

Siempre que hablábamos con alguien que no era médico o paramédico, tratábamos de adaptar el mensaje a un formato comprensible, de modo que la otra persona pudiera entenderlo. Ferguson comenzó a dibujar sus conceptos en el pizarrón del búnker de traumatología, y el muchacho seguía sus explicaciones de pie junto a él. Me quedé sentado a un costado e imaginé que estaría pensando ese joven. Junto a las facetas puramente técnicas de la cuestión, era imposible transmitirle apenas en pocos minutos la real dimensión del drama que habitaba detrás de ese tema. Gente muerta o, en el mejor de los casos, con secuelas de distinto grado. Familias golpeadas o destruidas, detrás de esa gente. Y una asistencia agotadora por parte de los médicos,  muchas veces no exenta de impotencia o frustración, y en medio de un consumo de todo tipo de recursos.

De pronto me distraje, y deje de oír lo que Ferguson decía. Fui secuestrado por la idea de que parecía utópico realizar una prevención primaria para el Trauma en nuestra sociedad, tan alocada desde el punto de vista vial, entre otros. Parecía algo fuera de nuestro alcance, y al mirar a través de la ventana hacia la ciudad parecía también solo cuestión de tiempo que arribara otro caso. Sin embargo, ese muchacho que estaba allí junto al pizarrón,  alguien que provenía de un área de trabajo tan diferente a la nuestra,  también  había llegado desde esa ciudad. La comunidad, a través del ejemplo cándido de ese joven, también podía ayudar y mucho en la lucha contra el Trauma. La presencia novedosa de ese casi ingeniero me infundió una dosis de alegría, y noté que ese combustible puro era siempre bienvenido. Igual que la fuerte luz de sol que comenzaba a ingresar por la ventana en esa mañana.

Le avisé a los residentes de cirugía que no tendríamos  reunión,  porque estaríamos discutiendo acerca de ese proyecto nacido de una idea de Ferguson.  Los invité a venir igualmente, pero  decidieron aprovechar la mañana para completar las obligaciones que tenían en el piso de cirugía. 

Rato después estaba de nuevo en Emergencias, luego que Ferguson y Maximiliano se fueran juntos. De guardia en ese día junto a los residentes de cirugía Santiago Ch., R2, y el Flaco Madero, R1, y también junto a dos cirujanos entrañables. Uno de ellos, mi amigo y habitual compañero de los sábados, Patricio Santa, a quien conocía desde R1.  El otro, un invitado especial: Carlos Guevara, uno de nuestros cirujanos cardiovasculares. En ese tiempo, Carlos venía en forma voluntaria todos los sábados para compartir el turno con nosotros y continuar así su entrenamiento en la  cirugía de urgencias, como paso previo a realizar otra de sus misiones humanitarias por el mundo. 

El día transcurrió entre las patologías  quirúrgicas habituales para nosotros: por la mañana una colecistectomía,  y por la tarde varias apendicectomías, así como la reoperación de un traumatizado de cuidados intensivos. Pero Carlos también participó en intervenciones de otras especialidades, en base a su programa de perfeccionamiento. Durante la jornada lo vimos ingresar con mucha frecuencia a los  quirófanos, junto con los ginecólogos para realizar legrados uterinos y  con los traumatólogos para asistir a motociclistas con  fracturas expuestas.

Cerca de la medianoche estábamos suturando pacientes junto con Santiago y el Flaco, codo a codo, en el sector llamado procedimientos, cuando Santiago arrojó al aire una pregunta que a mí ya me resultaba histórica. Algo que había oído de boca de varias generaciones de residentes, en ese mismo ambiente, durante años.

¿Vendrá algo de Trauma esta noche?

Haber estado antes allí, en lugar y tiempo, me permitía leer la mente de ese joven médico. Estaba seguro de lo que pasaba por su cabeza, y podía percibirlo  sin dejar de colocar los puntos de sutura que estaba dando,  en el cuero cabelludo de otro motociclista sin casco.

Una mezcla de ansiedad, expectativas e ilusión se escondía detrás de esa pregunta, la misma que muchos otros médicos, más curtidos, evitaban formular por una cuestión de cábala. Y nunca digas eso, era lo que siempre decían a continuación esos mismos veteranos, no bien oían esa pregunta que parecía resultarles amenazante.

Mi comentario al respecto había ido cambiando con el paso del tiempo, luego de identificarse con diferentes sentimientos que se habían iniciado tiempo atrás con  la predilección por  operar. Pero  en esa época parecía estar entrando de una etapa  distinta, en el movimiento de un péndulo, y conocería un nuevo significado de todo eso apenas unas horas después.

En ese momento le respondí automáticamente a  Santiago, quizás solo para ser amable, o para que no se sintiera solo.

—Todo es posible...  Faltan muchas horas de guardia todavía.

Y detrás de esa contestación automática, aguardaba agazapada una reacción instintiva: la de aferrarnos a todas las armas mentales y manuales de las que disponíamos, para enfrentar cualquier peligro que pudiera irrumpir. Ante la amenaza eventual de una vida en juego a raíz de un Trauma, o  la amenaza latente de que pudiéramos cometer un error en nuestra actuación.  Imágenes que atravesaban a toda velocidad la mente, en un flash que parecía resumir todo lo que estudiábamos, hacíamos, y también preconizábamos una y otra vez en los oídos de los residentes.  

Más tarde estuve de guardia activa en el turno nocturno de las 0 a las 2.00 a.m. Quizás por eso me desperté con gran pesadez en la cabeza, cuando Santiago ingresó en mi cuarto más tarde. Lo primero que pensé fue que no había pasado demasiado tiempo durmiendo,  y que estábamos en la mitad de la madrugada.

—¡Ingresó un baleado, me llamó el Flaco!

Santiago dormía en una habitación del subsuelo cercana a la mía. Había preferido que subiéramos juntos y me pasaba a buscar. Otro cirujano de planta quizás le hubiera dicho que primero se fijara a ver de qué se trataba, y que ante cualquier duda le avisara. Pero yo nunca me había manejado así, y desde siempre valoraba enormemente  las experiencias  de primera mano.

 

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