Historia de cirujanos | 17 AGO 20

Metralla

Un relato que se desarrolla en dos épocas distintas con muchas cosas en común.
Autor/a: Guillermo Barillaro 

In memorian Nicodemo Barillaro (1896-1981)

1917

Está de nuevo inmerso en la zona limítrofe, la misma que lo envuelve implacablemente desde hace tres años. Los sonidos de las explosiones y  los gritos no le dejan percibir su propia respiración agitada. Se desliza por entre el viento que trae piedras o gas tóxico, y por entre las nubes blancas que descendieron hasta la tierra quebrada. Ya arrojó una granada, y ahora empuña su daga en medio de árboles amputados y humeantes. En ese campo abierto va al encuentro de alguien que quiere matarlo. Su cuerpo y su mente se preparan para otro choque  cuerpo a cuerpo con un enemigo desconocido, alguien que le mostrará de nuevo un casco distinto y un idioma extraño. Pero de pronto encuentra a otro que viste su mismo uniforme verde, alguien que está tendido en el suelo y  lleva las manos a su propio cuello. No puede oír lo que ese herido intenta decir, y no  sabe si es porque se ha quedado sordo o porque ese moribundo ya no puede hablar. Se tiende en el piso junto a él, y entonces puede ver que su rostro es una máscara de sangre y que la sangre  brota a borbotones  entre sus manos. Le retira una de ellas, y puede ver más: ve dientes, carne destrozada  y huesos fracturados. Comprime con sus propias manos esa enorme herida ajena, y se queda paralizado en el piso. No sabe si continuar hacia delante o hacia atrás. Sabe que su compañero puede morir fácilmente aunque lo arrastre hasta sus trincheras, y que luego su propio ejército puede fusilarlo a él por haber retrocedido. Y sabe también que si abandona a su compañero, las posibilidades de que el otro sobreviva serán prácticamente nulas.  Pero en ese momento alguien se arroja al piso junto a ellos y hunde su cabeza en la tierra. Es uno de los auxiliares que llevan una camilla de lona y palos, y quien se incorpora levemente en cuanto se disipa algo la última humareda.  Sin decir nada despliega su camilla en el suelo y comienza a arrastrar al herido sobre la lona. Entonces el combatiente, sin sacar su mano de ese cuello  sangrante, se une al camillero y entre los dos cargan al caído. Comienzan a retornar hacia la retaguardia y deben detenerse varias veces para tenderse en el terreno, cuando arrecian las explosiones y los vientos de metralla. Hasta que llegan a las trincheras y depositan  al herido en el comienzo del túnel de tierra y madera. Allí otros  se encargan del ametrallado, de comprimir su herida en el cuello y de  introducirlo en el subterráneo. El combatiente  se queda de pie, mirando como sus compañeros desaparecen bajo la tierra y pensando en que hacer. Está aturdido, y le cuesta razonar. Solo actúa, y bajo la mirada amenazante de los superiores pide otra granada y vuelve a deslizarse hacia el frente de combate.

1997

—Herida por escopeta … ¡Estoy apretando, sangra mucho!

Es lo primero que me dice el médico de la ambulancia, cuando ingresa en la sala de Shock donde lo esperábamos con las puertas abiertas. Trae a un herido desde la profundidad de la noche y del tiempo, y no quita su mano derecha del cuello de ese joven ensangrentado y excitado, quien pretende incorporarse sobre la camilla y expectora sangre espumosa.

Asfixia y  hemorragia externa: signos duros luego de una herida por arma de fuego en cuello.

Asegurar la vía aérea, descartar hemoneumotórax, compresión externa, y  a quirófano.

— ¡Vamos, una vía en este brazo! —le indico a una enfermera que está a mi lado.

—¡Prepare midazolam, succinilcolina, y todo para intubar!— a otra enfermera.

La primera enfermera es hábil y en segundos coloca un catéter grueso en el pliegue del codo izquierdo del muchacho. Acto seguido infunde Ringer lactato por esa vía  venosa, y de inmediato las drogas que yo había solicitado.

El joven que lucha por su vida parece rendirse y se desploma sobre la camilla. Ya tengo gafas y barbijo colocados. Tomo el laringoscopio y levanto el piso de su boca, mientras el médico del traslado no ha dejado de comprimir el cuello con un gran apósito empapado de rojo.

Veo en la profundidad de la garganta del herido a un lago de sangre. Llega Daniel N., el R1 que está conmigo en esa noche de sábado.

—... ¡Vamos, aspiración!

Una enfermera me aproxima el aspirador a motor, que tiene mayor succión que el de la pared, y con esa cánula rígida puedo extraer  sangre desde la faringe. Entonces entre restos de sangre alcanzo a ver en parte a las cuerdas vocales. Las atravieso con un tubo número 7 e insuflo su balón. La luz del tubo comienza a llenarse con espuma sanguinolenta, la cual oscila con las compresiones de la bolsa con la que ventilo al paciente.

—¡Bolsealo, Daniel! —y el residente me reemplaza en la función de ventilar al paciente.

Ausculto el tórax y me impresiona que el aire no entra en el  lado derecho, donde hay múltiples orificios provocados por los perdigones del escopetazo.

Neumotórax hipertensivo.

— ¡Prepáreme un tubo de tórax K 226 y una campana! —le pido a un enfermera.

Luis P., el emergentólogo,  se ofrece para reemplazar al médico que lo trajo en su rol de compresor de la herida sangrante. Pero tanto este como el enfermero de la ambulancia quieren  quedarse y seguir colaborando. Luis pasa entonces a insertar otro catéter grueso para la reanimación, en ese caso  en la vena femoral izquierda.

Pido una hoja de bisturí número 24 y con ella corto la pared torácica en todos sus planos. Creo una herida de 3 o 4 centímetros, en el quinto espacio intercostal  derecho a nivel de la línea axilar media. Termino de acceder a la cavidad pleural con el mismo bisturí, y cuando noto que cede la resistencia de los tejidos introduzco mi dedo índice por la herida. Lo retiro de inmediato y por allí se drenan ruidosamente aire y sangre. Me entregan un drenaje pleural y lo ocluyo con una pinza a diez centímetros de su extremo. Lo introduzco por el orificio torácico hasta el tope de esa pinza, y un enfermero que se arrodilla a mi lado conecta el otro extremo del tubo al colector. Por la luz de ese drenaje salen 500 centímetros cúbicos de sangre, y el líquido en la campana queda burbujeando.

Miro el monitor: 80 de sistólica, 120 de frecuencia  cardiaca  y 95 de saturación. 

— ¡Una sonda Foley! —le pido al enfermero—…Vamos a ver esa herida, permítame…

El médico  del servicio prehospitalario me cede su lugar y la compresión del apósito sobre el cuello del muchacho. Retiro lentamente esa gasa y descubro un gran hematoma en la zona anterior del cuello, que se extiende y ocupa también la región supraclavicular derecha.  Una tumefacción tensa,  con muchos orificios cutáneos pequeños y con uno de tres centímetros de diámetro en el centro, por el cual mana sangre brillante apenas se le quita presión.

Disparo de escopeta a corta distancia.

El sangrado ahora no es a chorro, pero ese hematoma late, y es seguro que allí está lesionada una arteria grande. El tamaño y la tensión de esa masa me desalientan para colocar e inflar en su interior el balón de la sonda Foley con un fin hemostático.

La sonda no aportará ahora más control para este sangrado que la compresión externa.

A quirófano. Ya.

Ni tiempo ni paciente para estudios. 

¡Daniel, llamá a quirófano y a Hemoterapia!

Luis reemplaza a Daniel en la ventilación asistida en la cabecera del paciente. El residente corre hasta el teléfono de la sala de Shock, para llamar al quirófano y notificar que subimos, y para llamar a Hemoterapia y pedir 6 unidades de sangre entera.

No quiero retirar en ningún momento mi mano que comprime el orificio del hematoma. Y mientras vamos hacia el quirófano  junto con el médico de la ambulancia, que se queda a acompañarnos hasta el último instante, voy pensando que vamos a hacer con ese traumatizado.

Me doy vuelta en ese pasillo, y le grito al policía de la entrada que si viene algún familiar lo conduzca al quirófano. Y vuelvo a pensar acerca de lo que tiene ese paciente y que hacer.

Una lesión de la arteria carótida en la base del cuello, hasta que se demuestre lo contrario.

¿Y entonces, entrar por el cuello o por el tórax? 

—Llame al doctor Carlos Guevara—le pido a una enfermera en la puerta del quirófano, cuando transferimos el paciente en mano a los anestesistas.

Daniel se queda comprimiendo ese cuello y yo corro al vestuario. Me pongo el ambo de quirófano apresuradamente, y pienso en la ayuda que necesito de Carlos, el cirujano vascular. Es un veterano con energía juvenil inusitada, que estuvo antes en el Lincoln Center del Bronx y que estuvo antes en este mismo lugar. Y reconozco que sus decisiones y su experiencia pueden ser cruciales para salvar a este muchacho. 

Quiero ingresar cuanto antes en el tórax, y clampear por debajo al vaso que esté sangrando.

Luego, que Carlos decida.

— ¡Caja de tórax! — le anuncio a la instrumentadora Sabrina, que cruza corriendo por uno de los  pasillos internos del quirófano para lavarse en las piletas.

—Toracotomía— le aviso a Raúl T., el anestesista de guardia.

— ¿Pero no es un herida en el cuello? –pregunta Raúl, mirando sorprendido el paso de Daniel, el oclusor,  y del resto de la comitiva que ingresa la camilla del herido en quirófano.

Justamente, Raúl, necesitamos control de los vasos antes de meternos en ese hematoma.

— ¿Necesitas intubación selectiva?

—No, no se preocupe, vamos por el medio y ya mismo.

Una esternotomía. Pasar lazadas vasculares de silicona en los troncos supraaórticos.

Y luego prolongar la esternotomía con una incisión oblicua derecha en el cuello, atravesando el hematoma.

— ¿Cómo estás? ¿Qué piensas que tiene?

La voz de Carlos  me sorprende cuando estoy pintando el torso y el cuello del paciente con la solución antiséptica.

— ¡Carlos! Buenísimo que vino...Herida por escopeta justo en el opérculo torácico, con hematoma expansivo  en el cuello... Me parece que lo mejor es entrar en tórax primero, para control  proximal de los vasos.

—Perfecto, me lavo —responde con el mismo tono de voz que le conozco desde siempre y bajo  cualquier circunstancia.

Daniel conserva su presión en el cuello alternando sus manos en esa función,  ahora ya con guantes estériles y por debajo de las telas operatorias verdes.  Paso el bisturí apoyándolo con firmeza y cortando hasta el esternón, hasta raspar ese hueso. Diseco por detrás de la horquilla esternal de modo de ganar ese nicho para la posterior  sección esternal, y desde allí mana sangre. Comprimo con una gasa. Carlos ingresa en el campo operatorio. Ya ha solicitado la sierra esternal eléctrica, a la cual conoce muy bien de las cirugías cardiovasculares  programadas. Pero esta sierra que Sabrina le entrega no es aquella, y cuando Carlos la empuña y la enciende el resultado no es el esperado. Se traba, y tras varios intentos no logra avanzar por el camino que antes yo había marcado.

—Déjeme probar con el martillo, Carlos.

Para otros el martillo de Lebsche es el plan B o C, cuando deben hacer una esternotomía y les han fallado las sierras eléctrica o de Gigli. Para mí el martillo siempre es el plan A. Lo adoro desde un par de meses atrás, desde una noche fría en la que me permitió ingresar velozmente en el tórax, para  controlar una lesión de grandes vasos.  

 

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