In memorian Nicodemo Barillaro (1896-1981)
1917
Está de nuevo inmerso en la zona limítrofe, la misma que lo envuelve implacablemente desde hace tres años. Los sonidos de las explosiones y los gritos no le dejan percibir su propia respiración agitada. Se desliza por entre el viento que trae piedras o gas tóxico, y por entre las nubes blancas que descendieron hasta la tierra quebrada. Ya arrojó una granada, y ahora empuña su daga en medio de árboles amputados y humeantes. En ese campo abierto va al encuentro de alguien que quiere matarlo. Su cuerpo y su mente se preparan para otro choque cuerpo a cuerpo con un enemigo desconocido, alguien que le mostrará de nuevo un casco distinto y un idioma extraño. Pero de pronto encuentra a otro que viste su mismo uniforme verde, alguien que está tendido en el suelo y lleva las manos a su propio cuello. No puede oír lo que ese herido intenta decir, y no sabe si es porque se ha quedado sordo o porque ese moribundo ya no puede hablar. Se tiende en el piso junto a él, y entonces puede ver que su rostro es una máscara de sangre y que la sangre brota a borbotones entre sus manos. Le retira una de ellas, y puede ver más: ve dientes, carne destrozada y huesos fracturados. Comprime con sus propias manos esa enorme herida ajena, y se queda paralizado en el piso. No sabe si continuar hacia delante o hacia atrás. Sabe que su compañero puede morir fácilmente aunque lo arrastre hasta sus trincheras, y que luego su propio ejército puede fusilarlo a él por haber retrocedido. Y sabe también que si abandona a su compañero, las posibilidades de que el otro sobreviva serán prácticamente nulas. Pero en ese momento alguien se arroja al piso junto a ellos y hunde su cabeza en la tierra. Es uno de los auxiliares que llevan una camilla de lona y palos, y quien se incorpora levemente en cuanto se disipa algo la última humareda. Sin decir nada despliega su camilla en el suelo y comienza a arrastrar al herido sobre la lona. Entonces el combatiente, sin sacar su mano de ese cuello sangrante, se une al camillero y entre los dos cargan al caído. Comienzan a retornar hacia la retaguardia y deben detenerse varias veces para tenderse en el terreno, cuando arrecian las explosiones y los vientos de metralla. Hasta que llegan a las trincheras y depositan al herido en el comienzo del túnel de tierra y madera. Allí otros se encargan del ametrallado, de comprimir su herida en el cuello y de introducirlo en el subterráneo. El combatiente se queda de pie, mirando como sus compañeros desaparecen bajo la tierra y pensando en que hacer. Está aturdido, y le cuesta razonar. Solo actúa, y bajo la mirada amenazante de los superiores pide otra granada y vuelve a deslizarse hacia el frente de combate.
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