"Soy afortunada porque la voy a poder contar" | 08 JUN 20

Poner el cuerpo

Crónica de una médica argentina en el Reino Unido que sobrevivió al Covid-19.

Supongo que se trata de cambiar de roles. De que padres y madres hagan de maestros. De que nuestras casas sean nuestras oficinas, pero también nuestros refugios. Hay hijos de mediana edad controlando a sus padres en regresión adolescente que se rebelan contra la cuarentena impuesta. Hay perros sacando a pasear a humanos. Y médicos haciendo de pacientes.

Desde que empecé medicina aprendí que esta profesión te pide, además de tu conocimiento y compasión, poner el cuerpo. 

La jefa de la práctica en terreno de mi facultad polemizó al decir que “el guardapolvo es un chaleco antibalas”, para mitigar el miedo que sentían algunos compañeros después de haber sido asaltados a punta de pistola de camino al centro de salud. 

Supe que estaba poniendo mi cuerpo cuando tuve mi primer accidente laboral. En una guardia muy llena, hice un inyectable y descartando la aguja me hice una excoriación en la piel. Por suerte el paciente no tenía ninguna enfermedad transmisible, y si bien mi accidente fue de riesgo bajo y no necesité tomar antirretrovirales, tuve que hacerme análisis de sangre a intervalos regulares por meses. Y cruzar los dedos para que no haya seroconversión.

Lo supe también cuando tuve que hacer guardias de 24 horas y seguir trabajando al día siguiente. Siempre me acuerdo de una en julio de 2011, donde después de trabajar 32 horas sin parar llegué a casa, me acosté, y nunca me desperté para ir al festejo del día del amigo. Y cuento esto por dar un ejemplo. Festejos me perdí muchos más, pero a veces era menos el agotamiento y podía dormir unas horitas. 

Lo supe también esa vez, siendo residente de clínica médica, en que mi mamá me fue a buscar a la estación de colectivos y al subir al auto me largué a llorar. Cuando me preguntó qué me pasaba, le respondí: “tengo sueño”

Y lo recordé ahora. Mientras muchos se quedaban salvando al mundo en casa, yo iba a trabajar cada día en un subte vacío. En el hospital me protegía con lo que la OMS y Public Health England decían que era suficiente. Y veía gente morir sola, porque su familia tenía que estar en cuarentena. Sentía fiebres imaginarias subir por mi cuerpo fatigado de tanta frustración e incertidumbre. Los días eran largos, todo llevaba más tiempo, los protocolos cambiaban como el clima de isla, la satisfacción laboral no existía. Los cuidados paliativos se habían convertido en medicina de emparche.

A finales de marzo cayeron el príncipe Carlos, el ministro de salud y hasta Boris Johnson, el primer ministro británico. En Nueva York diagnosticaban a tigres con Covid-19, y acá en el Reino Unido todavía no testeaban al personal de salud. Al que tuviera síntomas, lo mandaban a aislarse en casa por 7 días y vuelta al servicio. Si total somos de otra raza. Somos héroes y heroínas de un Marvel sin pedigrí. La enfermedad que a algunos mata, a nosotros nos debería durar menos de una semana. Nos aplaudían los jueves, nos pintaban un arcoíris en las ventanas y nos tratábamos de convencer de que todo iba a estar bien.

Pero mientras tanto, muchos colegas y enfermeros estaban dejando su vida en la trinchera. De golpe la vocación también involucraba arriesgar nuestras vidas. Sé que vengo poniendo el cuerpo hace años, pero me cuesta pensarnos como soldados. Me cuesta también pensarnos como munición. Apenas estrenado abril, mis abrazos y mis besos se convirtieron en un arma biológica. 

Porque yo también caí

Un día los calores dejaron de ser imaginarios. Una cefalea y una tos seca me sorprendieron por la mañana, apenas terminado el relevo, con un timing exquisito: justo ese día empezaban a testear al personal de salud. Así que después de un hisopado, me fui a casa a aislarme.

Soy un caso raro. Recién a mis 35 años experimenté por primera vez el atropello de la fiebre. Pero inocentemente pensaba que esto sería una gripecita, como me habían dicho journals prestigiosos que sería en mi grupo etario. Nadie pronosticó que me sentiría tan vulnerable, que temería ser otro de esos casos donde “una paciente joven y sin antecedentes” también es víctima de este virus sin escrúpulos. Me decía que los síntomas eran leves en la mayoría. Qué ilusa. Los días que siguieron se parecieron a un calendario de adviento: cada día un síntoma nuevo, y al final de las sorpresitas no sabía si me esperaría la convalecencia o la terapia intensiva.

A la sintomatología que había leído hasta entonces le había faltado describir el yunque invisible que se posaría sobre mi cuerpo. Tampoco sabía que mi cabeza se sentiría corrugada sobre mis ojos de gelatina, que mi tórax estaría ceñido por un cinturón que apretaría especialmente a la tardecita, que a mis pantorrillas las mordería un dinosaurio y mi tos crujiría por días. No había leído en ningún lado que mi espalda se sentiría como un castillo de cartas; ni que actividades simples tendrían que hacerse a paso de hormiga para que alcance el aire. Y que a pesar de moverme lentamente, mi corazón latiría a 130 por minuto. Que lavar los platos y no poder maniobrar la esponja y la vajilla precipitaría un ataque de pánico. Que mi vitalidad se iría en busca de otros cuerpos. Y que se quedaría allí por cerca de un mes.

 

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