"Siempre habrá aquél que mientras el mundo se cae esté pensando en su casa y también aquél que mientras su casa se cae a pedazos, esté pensando en el mundo". (María Teresa Andruetto, poeta argentina)
Por algún extraño motivo he vuelto a leer durante estos días La Peste, la extraordinaria novela de Albert Camus. No sé muy bien por qué. Tal vez usted me ayude a averiguarlo. La historia narra los sucesos que tuvieron lugar en la ciudad de Orán, Argelia, mientras se desencadenaba una Peste hasta entonces desconocida. Hasta ese dramático momento la ciudad discurría entre la trivialidad y la abulia. Ocupados solo de sí mismos, sus habitantes pasaban los días persiguiendo objetivos banales, y admirando a figuras intrascendentes. Las primeras muertes llegaron como un sobresalto. La sombra del peligro agrietó un suelo que suponían firme, y algunos aplicaron, ante la amenaza, los mismos criterios mezquinos que habían orientado sus propias vidas hasta entonces.
Cada semejante se convirtió en un peligro. Corrieron a guardar lo único que habían aprendido a valorar: bienes, objetos, fortunas. La ciudad se aisló en una cuarentena de pánico sin que nadie supiera hasta cuándo. Se vivieron días de temor y desconfianza recíproca. Quienes podían hacerlo, acapararon provisiones sin importar si les serían necesarias a ellos o si lo eran para otros. Todos resultaban sospechosos y posibles fuentes de contagio. Y lo eran. Muchos consideraron que alejarse de los demás, los "sospechosos", no sólo resultaba una medida preventiva saludable sino un juicio moral y una condena. Encontraron, no los razonables motivos para detener la expansión de un mal que desconocían, sino el argumento válido para justificar el abandono al prójimo y desentenderse de la suerte de quienes carecían de sus recursos para afrontar el peligro. El egoísmo que siempre tuvieron había alcanzado por fin el escenario de la salud para mostrarse sin vergüenza.
Al releer los sucesos que transcurrían en esa ciudad africana, a mitad del siglo pasado, pensé que cada nueva situación nos desnuda. Los sucesos más felices o los más desdichados, son oportunidades para que asome el secreto corazón de lo que somos. Corrían días de pánico y de encierro. Las personas temían a un enemigo nuevo más que a los que ya conocían. Desconfiaban de lo que se les decía. La palabra se hizo ruido y los oídos sordos. Todos sentían que algo en el aire los amenazaba, y que ese riesgo procedía de los otros. Y era verdad, pero no toda la verdad. Cuando los demás son un peligro para nosotros, por idénticas razones, nosotros somos peligrosos para ellos. Pero eso ya nadie lo recordaba.
Cuando todos estamos amenazados, uno puede decidir si la solidaridad o el egoísmo es la estrategia recomendable. Si los medios para protegerse son escasos y alguien los acapara, condena a otros a la desprotección. Pero, al mismo tiempo, se condena a sí mismo a que las fuentes del contagio proliferen. Cuando la disposición a compartir los recursos se ve reemplazada por la manía de acumularlos, una patología mucho más mortífera que la Peste se disemina entre nosotros. Desde el instante en que algo nos hace creer que nuestra vida vale más que otras, lo peor de cada uno encuentra el clima propicio para gobernarnos. Es comprensible que el miedo altere la conducta. Pero es absurdo que lo haga en la dirección que multiplica el riesgo, y no en la que lo atenúa. Nadie ha superado una crisis sanitaria sin que la solidaridad social se establezca como el mecanismo que orienta las acciones. Cualquier acto realizado bajo la presión del pánico nos muestra descarnados y sin máscaras. Nobles y mezquinos andan desnudos cuando se sienten amenazados.
Pero, en la ciudad de la Peste, Camus también describe a otros personajes. Ellos consideraron que la única forma de superar la situación en la que se encontraban, era estableciendo lazos con sus semejantes y protegiéndose unos a otros. Para ellos, aislarse era una actitud orientada a proteger a los demás. Los enfermos evitaban el contacto con el propósito de preservarlos de su propio padecimiento. Creyeron que compartir los recursos era una estrategia inteligente de la que todos se beneficiaban. Cuanto menos de ellos se enfermaran menor sería el riesgo para todos. Muchos conocieron la rotunda imposibilidad de la vida sin la presencia de los otros. Percibieron, bajo la sombra fatal de la Peste, la estúpida elección de vivir atrapados en la búsqueda insaciable del beneficio propio.
El doctor Rieux, médico, decidió poner su conocimiento al servicio de quienes lo necesitaban. Aplicó la razón de la ciencia y no la indiferencia o el prejuicio para analizar la situación. Comprendió que no existen soluciones individuales ante un peligro colectivo. Supo que el único modo de protegerse era protegiendo a los demás. El doctor Rieux supo que la manera de alcanzar su propia realización personal era ofrecerse a quienes lo requerían. Mientras hizo de su conocimiento una herramienta útil a la ciudad, otros personajes de la novela emplearon lo que sabían para exhibirse desde el púlpito y alimentar su propia figura. Como lo habían hecho siempre, pusieron su conocimiento y su influencia al servicio de ellos mismos o de los intereses que representaban.
Camus propone una pregunta sin formularla jamás. ¿Es el conocimiento una propiedad privada de quien lo posee, o es un bien que hemos recibido de los demás y que nos crea obligaciones hacia ellos?
La historia es larga, indaga en el alma de sus personajes hasta quitarles las máscaras y desatar sus demonios. Camus propone que “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Ofrece al lector la oportunidad de mirarse en el espejo de sus personajes. Aislados y temerosos, los habitantes de Orán reaccionaron como pudieron. Con los instrumentos solidarios o con la indiferencia con que estaban hechos. Ciegos a la naturaleza gregaria de lo humano, o abiertos al vínculo imperioso que requiere del otro para no sucumbir a la brutalidad del egoísmo. Hay otra "peste" de la que también es necesario prevenirse, la de encerrase voluntariamente en el interior de uno mismo. No hay forma de felicidad que prescinda de un semejante.
Es una novela intensa y profunda. Tal vez le interese leerla si nunca lo ha hecho. Vale la pena. Se lo recomiendo. Lo sublime y lo sombrío de la condición humana circulan por sus páginas. Igual que en el mundo en que usted y yo vivimos estos días amenazados por un virus..., y otras calamidades.