Había comenzado a preparar un trabajo acerca de los hematomas retroperitoneales penetrantes, aquellos provocados por armas de fuego o punzocortantes. Había recolectado más de setenta casos de nuestra propia estadística cuando vino a mi mente otro caso. Bruscamente lo recordé por su abrupto desenlace. No estaba en nuestra lista de traumatizados con ese tipo de lesión porque era muy antiguo. Venía desde casi veinte años atrás y solo pude recuperar su nombre en el archivo de uno de los periódicos locales. Las palabras claves para mi búsqueda habían sido: barrabrava, tiroteo con victimas múltiples y los nombres de su club y de nuestra ciudad. Con esa pista y con esos datos retorné al HGU en busca de su historia clínica.
Cada vez que iba a buscar un historial médico a los archivos del hospital tenía la esperanza de hallar un registro completo de lo que había sucedido con un paciente. Pero eso nunca resultaba así. La información podía ser más o menos detallada y la caligrafía más o menos legible, pero luego la lectura creaba nuevos interrogantes y un misterio comenzaba a inquietarme. Esa sensación iba creciendo y terminaba acosándome: nunca conocería la totalidad de esos hechos.
Uno de los empleados que trabajaba en el área de Archivos me acompañó hasta un sector de esa área. Se trataba de una habitación apartada del resto y cuya puerta estaba cerrada con llave. Un cartel en esa puerta lo definía claramente: el archivo de óbitos. Por unos segundos reparé en esa separación arbitraria entre las historias clínicas de los vivos y las de los fallecidos: otro sitio más donde la muerte determinaba un estado diferente.
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