Historias de un médico forense | 20 ENE 20

Horizonte

Una muerte brutal y sus significados ocultos
Autor/a: Julio Cesar Guerini 

Ahí, sentado en el consultorio previo finalizar el informe del imputado, con la cabeza desecha por lo que acaba de pasar, de repente se me vino esa frase que escuché en Buenos Aires, al pasar, entre dos viejitos mientras viajaba creo que en el Subte D hacia Juramento. Lo tomaba siempre en la estación de Plaza Italia más o menos a las siete de la mañana.

Ese día, me retrasé quince minutos y el hormiguero de gente invadió el subsuelo de la estación. Quedamos tan apretados, que parecíamos piezas de un tetris. Podía escuchar las conversaciones de los demás, inclusive la música en los auriculares de los más cercanos.

Sin embargo, a pesar del tumulto, hubo una frase que se destacó de entre el bullicio. Eran dos viejitos de unos setenta y cinco años. Ella le decía muy convencida, que la verdad de las cosas era como el horizonte. En ese momento no entendí a qué se refería, e intenté dejarla pasar como a tantas otras frases que había escuchado ese día. Sin embargo, no pude o no quise que se borre.

Al tiempo, ya de regreso en Córdoba, mientras viajaba en un colectivo interurbano hacia Villa Allende, leí un grafiti que decía que la utopía era como el horizonte. Y me resonó, como resuena una bandeja de acero inoxidable que cae al suelo. Me quedó haciendo eco durante unos minutos.

Tres años después, cuando me despertó el teléfono a la una de la madrugada, no imaginé que esa noche, en un pueblito del interior de la provincia de Córdoba, iba a comenzar a cobrar significado aquella frase y aquel grafiti.

Estaba durmiendo boca abajo, mirando hacia la pared. Con la mano izquierda empecé a tantear sobre el suelo al costado de la cama, buscando el celular. En ese trance onírico, creí que era la alarma y lo silencié. Lo hice de forma automática y al tacto, sin mirar. Ese aparato se había convertido en un órgano más y casi que se podría decir que lo percibía de manera propioceptiva. Al minuto, volvió a sonar. Ahí sí, miré la pantalla y atendí, tratando de poner la voz más natural y neutral que pude, intentando en vano disimular que dormía.

-¿Hola? – dije previo a carraspear dos veces para aclarar la voz– .

-Doctor, disculpe que lo despierte. Hay un femicidio en el interior, a unos 120 Km. Tenemos que salir ya porque el fiscal está en el lugar.

-No estaba durmiendo, no te preocupes – le contesté mintiendo innecesariamente, sabiendo que no me creería – Agarro el equipo y salimos.

Me levanté, me senté en la cama, miré fijo el suelo repasando en mi cabeza todos los elementos que tenía que llevar, particularmente para éste caso. Busqué los borceguís negros que estaban debajo de una silla y me los puse sin ajustar los cordones.

Noté en la penumbra de la habitación unas manchas de sangre seca, brillantes, sobre la punta y los laterales de los borceguís. Eran seguramente de algunos de los cadáveres que había tenido trabajar durante el día. Quizás era del viejo que se había matado en un accidente y lo había tenido que sacar dentro de un automóvil a la tarde, o el pibe que se había pegado un tiro en la boca al medio día, o de la chica que se había ahorcado durante la mañana, o algún otro anterior.

No lo recordaba y la verdad que tampoco importaba, pero ese simple pensamiento me llevó a recordar cómo durante los últimos años había naturalizado la muerte. Me había acostumbrado a decir “el viejo, el pibe, la chica”. El problema en verdad no era naturalizar la muerte en sí misma, sino la muerte violenta en particular ya sean accidentes, suicidios, homicidios.

Me paré, estiré las piernas, los brazos, me puse las manos en la cintura y me encorvé hacia adelante y atrás para estirar la espalda. Sacudí lentamente la cabeza hacia los costados y la columna cervical crujió un poco, como siempre, como las maderas del techo crujen con los cambios de temperatura y humedad.  Era una especie de pre-calentamiento antes de salir. Levanté el celular que me había quedado en el suelo, lo metí en el bolsillo delantero derecho del pantalón y me fui de la habitación.

Una vez en el baño, abrí la canilla del lavabo para mojarme la cara y espabilarme. Con las manos apoyadas en ambos lados de la bacha, me miré al espejo. Mientras me caían algunas gotas de agua de la frente y las mejillas, observé el pelo desordenado, sucio, revuelto, ojeras hasta el piso, la remera arrugada, la piel grasosa, la barba mal afeitada. El espejo me devolvía el reflejo de la versión tercermundista de la serie CSI. Pero esto no era como en las series o películas, en donde los criminalistas trabajan de traje y corbata con cadáveres impolutos.

En la televisión, no se perciben los olores hediondos de la muerte, no te penetra por los poros la presión del fiscal de instrucción con la mirada clavada en tu nuca esperando que resuelvas el caso, ni la angustia del dolor de la familia de la víctima; ni se te impregna el olor a sangre fresca, que salió de una herida y poco a poco se coagula en el suelo, en la ropa, en las paredes, como si estuviese en la bandeja de una carnicería del mercado; no te hace apretar los dientes y contener la respiración el olor nauseabundo de un cuerpo podrido, en descomposición, mientras los gusanos lo desintegran poco a poco en un festín caníbal. Realmente la palabra cadáver (caro data vermibus, etimológicamente “carne dada a los gusanos”) es precisa. En fin, nada de eso pasa en la televisión.

De alguna manera acostumbrado a estas escenas, armé mi equipo y salí a trabajar en ese hecho posiblemente mediático al otro día y sabiendo además que, de esa cadencia de la mediatización del caso, dependería la urgencia con la que debería entregar mi informe pericial sin el más mínimo error. Detallar las 27 puñaladas, número que se convertiría en titular de diarios y noticieros: “Otro Femicidio: La mató de 27 puñaladas”. Como si por número de lesiones, hiciera que la víctima estuviese más muerta aún. Con una sola puñalada también es Femicidio, pero no vende tanto en los medios, ni en la justicia.

Salimos a trabajar en ese hecho y durante el viaje charlamos de cosas sin importancia, del calor, del estado de la ruta, de cuál era el camino más corto, de que en tal o cual curva habíamos buscado algún muerto. Una vez en que llegamos al lugar, a ese pueblito perdido en medio de las sierras, un patrullero nos esperaba sobre la ruta para guiarnos al lugar del hecho propiamente dicho.

Media cuadra antes ya podíamos ver el mismo preámbulo de siempre. Varios móviles policiales con las luces del techo encendidas y las radios con su interferencia formando parte del murmullo del lugar, vecinos, amigos, transeúntes ocasionales, chusmas, metidos, periodistas (aunque los tres últimos son lo mismo), alguno que otro sacando fotos o filmando con sus celulares haciendo las veces de periodista frustrado.

La misma civilización del espectáculo de siempre, la de Mario Vargas Llosa, en la cual el análisis de los hechos tiene la profundidad de un charco. Sólo interesa lo que se ve, lo que impacta visualmente (sea real o falso), lo que la gente desde el discurso detesta, pero de su interior desea ver. Un asco.

Curtido de varias discusiones en mi haber para que ya no tomen imágenes, para que la policía marque el perímetro, para que cada uno cumpla su función, sólo eso; decidí mantenerme inerte y focalizarme en mi trabajo.

Pasamos por debajo el cordón criminalístico e ingresé a la vivienda que estaba en el centro de la manzana, por medio de un pasillo con piso de cemento. Noté unas improntas de pisadas de sangre. Seguí caminando hasta el final del pasillo, giré a la izquierda, siguiendo las huellas en sentido inverso. Había un policía mirando el techo junto a la puerta entornada de la vivienda. Cuando sintió mis pasos, giró la mirada y pude notar un dejo de alivio en él. Me miró fijo y sin decir nada, se corrió hacia un costado para dejarme pasar. Cuando estaba caminando justo en frente, me susurró:

-Ahí está el cuerpo, en la cocina.  

Ingresé al departamento y la vi. Como me había sucedido en algún que otro caso, en el momento inmediato de ingresar a la escena del crimen, una fuerza que no puedo explicar racionalmente, me detiene como si se interpusiera una mampara de vidrio y trato en ese mismo instante de no parpadear. Trato porque sé que no puedo y sé también que en ese flash del parpadeo voy a visualizar la escena inmediata previa a la muerte. Ya me pasó, algunas veces.

Me quedé parado, analizando críticamente con ojos criminalísticos cada detalle de la escena, sin parpadear. Vi el cadáver de ella, boca arriba con los ojos abiertos, cuchillos tirados en el suelo, uno cerca de su mano derecha. Un charco de sangre, diferentes pisadas sobre el charco, una mesa corrida, sillas desparramadas por el piso, improntas de manos ensangrentadas sobre la mesa, sobre la cocina, sobre las paredes.

Marcas de arrastre. Traté de reunir todas esas imágenes en mi cabeza antes de parpadear y asimilar lo que se me venía. Los ojos empezaron a arder, como si una nube de humo me entrara por la esclerótica. Ardieron hasta que no aguanté y los párpados se unieron. Me preparé para el impacto inminente, como se prepara el conductor de un automóvil inmediatamente previo a un accidente, sabiendo que va a golpear, pero esperando salir lo menos lesionado posible.

La primera imagen que la mente me trajo, fue la de esa chica, parada, con un bebe en el brazo izquierdo y una cuchilla en la mano derecha, amenazándolo. Parpardeé rápido y varias veces intentando borrar esa imagen sin sentido. Al cerrar los ojos, otra vez la misma imagen.

 

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